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Autor: Eduardo Cartea Millos

¿La iglesia puede ser también virtual, como tantas cosas en nuestra vida diaria? ¿Cuáles son las tareas en la congregación? ¿Cuáles son sus marcas de amor? No hay duda: Cristo es su piedra angular, la doctrina apostólica es el cimiento estable y los creyentes somos piedras vivas que la vamos edificando. Hasta que el Señor vuelva a buscarla, la Iglesia verdadera continuará.


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PE2556 – Estudio Bíblico
Josafat, un héroe con pies de barro (16ª parte)



Sanando a los heridos, apacentar a las ovejas

*Este programa fue grabado antes de la pandemia del COVID-19

Amigo, quiero comenzar preguntándole hoy: la Iglesia ¿puede ser virtual o debe ser real? Esta es la pregunta que hemos planteado en el último estudio, viendo que hoy en día podemos realizar tantas cosas de forma virtual. ¿Será que ya no es necesario ir a la iglesia para vivir la vida cristiana?

Habíamos dicho que ante todo, la iglesia no está en extinción, pues la promesa de la Palabra es que ella prevalecerá, a tal punto que “ni las puertas del Hades podrán contra ella”. Cristo es su piedra angular, la doctrina apostólica es el cimiento estable y los creyentes somos piedras vivas que la vamos edificando. Dijimos que no hay duda: hasta que el Señor vuelva a buscarla, la Iglesia verdadera continuará. Podrá atravesar tiempos de lucha, de debilidad, o de victoria. Podrá crecer o vivir un letargo, como en tantas épocas de la historia, pero la Iglesia seguirá viva, porque Dios es su autor, Cristo su fundamento y el Espíritu Santo su guía.

Además, la iglesia es un lugar de congregación, de reunión; un cuerpo, un edificio santo. Como el tabernáculo en medio del pueblo de Israel, es el lugar donde el Señor se encuentra con Su pueblo. Debemos tener presente también que las iglesias no están compuestas por cristianos perfectos. Algunos son fuertes y otros débiles. Algunos maduros y otros viven su niñez espiritual. Algunos son firmes en la fe y otros necesitados de comprensión, de aliento, de sostén. Efesios 5:27 dice que el Señor, en Su venida, va a presentarse a sí mismo una Iglesia “sin mancha ni arruga”, de modo que ahora la Iglesia tiene “manchas y arrugas”.

Hay muchos cristianos lastimados, heridos moral sentimental y espiritualmente, y la Iglesia debe contenerlos a todos. Ahora bien, si la Iglesia es sana, será un medio de sanidad para los heridos. Si la Iglesia no lo es, no será nunca (como alguien le llamó) “una comunidad terapéutica”. Muchas veces las iglesias son comunidades de juicio, no de amor, de castigo y no de perdón, de separación, y no de encuentro, de envidia y no de compañerismo, donde impera la ley, pero no la de Dios, los principios, pero no de Dios sino de los hombres. Encontramos amor sin verdad o verdad sin amor, cuando debe ser “la verdad en amor”.

Muchas veces hay cristianos con problemas de soledad, separaciones, frustraciones, estrés, aislamiento, frente a los cuales las iglesias deben ser lugares de contención, de amparo, de refugio, de gozo, y de aliento. Deben ser centros de crecimiento, de maduración, de posibilidades de servicio y testimonio, de recuperación y bendición.

Existe hoy un fenómeno demasiado común: si un creyente no se siente cómodo en una iglesia, se va a otra. A veces esto puede ser razonable, cuando hay problemas de doctrina, una conducción errónea o caprichosa, o falta de enseñanza o pastoreo. Pero a veces es por pequeñas cosas: “porque yo pienso A y ellos piensan B”, “porque no me gustan ciertas cosas”, porque tal o cual hermano “no me cae simpático”, o “porque he tenido un malestar con alguno” y en vez de resolver el problema, la solución es irse a otro lugar.

Entonces nos encontramos con creyentes que no tienen arraigo, que no echan raíces. Que van siempre a recibir, pero nunca a dar. Que van a que sus problemas se solucionen, pero no les interesan los problemas de los demás, y menos cómo ayudar a solucionarlos. Que no se involucran, que no sienten preocupación por otros hermanos. Que no sienten compromiso alguno.

Un estadista dijo una vez: “No preguntes cuánto puede hacer tu nación por ti; pregúntate cuánto puedes hacer tú por tú nación”. Lo mismo se aplica para la Iglesia. Preguntémonos cuánto podemos hacer nosotros por la iglesia en la que nos congregamos. Ir a la iglesia es un privilegio, pero también una responsabilidad. El evangelio se dirige tanto al inconverso, como al creyente. A veces oímos decir: “no voy al culto, a la iglesia, pero estoy bien con el Señor”. No es verdad, es un autoengaño. Los creyentes en la Iglesia primitiva estaban reunidos “cada día en el templo y por las casas”. Ese era el sistema de congregación, y sentían no solo la emoción de estar unos con otros, sino también el compromiso de ayudarse unos a otros.

¿Te interesan aquellos que no vienen? ¿Te importa por qué razón no vienen? ¿Oras por los hermanos? ¿Les llamas o visitas cuando faltan algún tiempo? Y esto no se aplica solo para los pastores, los que tienen esa preciosa responsabilidad. Varias veces hemos oído: “dejé de ir por algún tiempo y nadie me llamó”. Probablemente esa persona tampoco llamaba a los hermanos ausentes, pero eso no es lo importante. No debemos actuar en función de lo que otros hacen, sino en función de lo que debemos y podemos hacer. Por eso, las relaciones interpersonales y la ética en la iglesia es un tema que ocupa una gran extensión en el Nuevo Testamento, y por eso la expresión “los unos a los otros” se repite tantas veces, y siempre en voz imperativa.

Leemos en Génesis 37:16 lo que José le dijo a un hombre que halló mientras iba tras sus hermanos a pedido de su padre Jacob: “Busco a mis hermanos, te ruego que me muestres donde están apacentando”, le dijo José. Y tú, amigo: ¿Te interesas por la situación de los creyentes, en particular los de tu iglesia? ¿Dónde apacientan tus hermanos? ¿Están apacentándose en “lugares delicados y en aguas de reposo”? ¿O su delicia no es la ley de Jehová, sino “el camino de los pecadores y la silla de los burladores”? ¿Qué doctrina están aprendiendo? ¿Cuánto tiempo dedicas al estudio de la palabra a fin de asistirles, enseñarles, guiarles, consolarles? ¡Y no solo desde el púlpito! Miremos a Priscila y Aquila en Éfeso. Leemos en la Biblia que, con un gesto de cristiana gentileza y prudencia, tomaron aparte a Apolos y “le expusieron más exactamente el camino de Dios”. No le criticaron, ni le descalificaron. Le corrigieron con ternura y paciencia. ¡Y no lo hicieron desde el púlpito!

El v. 17 de Génesis 37 dice que José “fue tras sus hermanos, y los halló”. Le costó dolor y sufrimiento pero cumplió su misión, y muchos años después llorando los abrazó diciéndoles: “no os entristezcáis, ni os pese, pues para preservación de vida, me envió Dios delante de vosotros”.

Amigo, déjame contarte sobre dos tribus que había en África, cuyos territorios estaban separados por un río. En un tiempo estaban enfrentadas, y cada vez que un individuo mataba a un enemigo le hacían una marca en su cuerpo. Cuando lo veían venir sabían que ese guerrero había matado a tantas personas como marcas tenía en su cuerpo. Con el correr de los años, los ancianos de una de las tribus se dieron cuenta de que lo único que lograban esos enfrentamientos era disminuir la cantidad de su población. Así que se reunieron y decidieron hacer la paz y unirse a la otra tribu. Con ello no solo volvió la armonía, sino que empezaron a crecer en número y evitaron su desaparición.

¿Tendremos alguna marca en nuestro cuerpo de hermanos que hemos herido, maltratado, lastimado? ¿Entraremos en el cielo con alguna de estas marcas? José entrará allí con otras marcas: las marcas de la cisterna, de la cárcel, y las hechas por sus hermanos. Nuestro Salvador estará allí con las marcas de la cruz, de su corona de espinas, de sus clavos. No serán marcas de muerte, sino de vida por amor a sus hermanos. Pero, ¿cuáles serán nuestras marcas?

Amigo, recuerda que debes:

Orar por tus hermanos. Vemos a Samuel orando por su pueblo, y diciendo: “Lejos sea de mí que peque contra Jehová cesando de rogar por vosotros…”. Leemos en Esdras 9:5-15, la oración de aquel siervo de Dios intercediendo por la congregación. Vemos a Daniel orando por sus hermanos en aquella memorable oración del cap. 9. Oímos a Pablo orando por los creyentes en sus oraciones desde la cárcel, en Efesios 1:15-23; 3:14-21; Filipenses 1:9-11 y Colosenses 19-14.

• También debemos comprender a los hermanos. Gálatas 6:1 señala: “Hermanos, si alguno fuera sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”. Dice Santiago 5:19-20: “Hermanos, si alguno de entre vosotros se ha extraviado de la verdad, y alguno le hace volver, sepa que el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará de muerte un alma y cubrirá multitud de pecados”.

• Asimismo debemos asistirles en sus necesidades. En 1ª Juan 3:17-18 leemos que: “…el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra su corazón contra él, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad”. Y un poco antes en el verso 3:16 leemos: “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos”. Aquí destaca el valor de la ofrenda, no solo de dinero sino también de bienes para aquellos que los necesitan.

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