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Autor: Wim Malgo

La palabra “sacerdote” significa “el que lleva hasta la presencia de Dios”. En Juan 17, vemos a Jesús como Sumo Sacerdote en posición invertida, no dirigiéndose a Sus discípulos, desde el Padre, sino que, partiendo desde los discípulos, Él se dirige al Padre. ¿Cuáles son los pedidos que lleva delante de su Padre?


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PE2664 – Estudio Bíblico
Llamado a la oración (17ª parte)


 


La oración sumo sacerdotal

Para entrar al tema quiero leer el primer versículo del capítulo 17 del evangelio según San Juan: “Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti” (Juan 17:1). Al contemplar la oración sumo sacerdotal, pisamos en tierra santa. En todo el evangelio de Juan vemos al Hijo de Dios como profeta. Él habla al pueblo lo que el Padre Le manda hablar. Pero aquí, en Juan 17, vemos a Jesús como Sumo Sacerdote en posición invertida, no dirigiéndose a Sus discípulos, desde el Padre, sino que, partiendo desde los discípulos, Él se dirige al Padre. No por casualidad la palabra “sacerdote” significa “el que lleva hasta la presencia de Dios”. Leyendo la oración sumo sacerdotal de Él, somos llevados a la presencia del Padre, pues esta oración es la oración perfecta. Abarca todo.

Adoración. La manera en que Él se dirige al Padre es adoración, pues menciona las características del Padre. Dice, por ejemplo, en el versículo 2: “Padre santo” y en el versículo 25: “Padre justo”. O dice también sencillamente, como en el versículo 1: “Padre, la hora ha llegado, glorifica a tu Hijo”. Aquí se revela, en Su adoración, el amor del Padre a Su Hijo: “Padre, aquí estoy yo, tu Hijo”. En esta oración perfecta, resuena también una poderosa intercesión. Ora por los discípulos, Sus discípulos. Y en todo se manifiesta el agradecimiento hacia el Padre, en una frase repetida muchas veces: “Los que me diste”. No puede ser distinto: esta perfecta oración del Hijo de Dios refleja también algo hacia afuera, tiene efectos que la acompañan que también son perfectos. Pues, en Su corta confesión delante del Padre, resuena el mensaje central del evangelio, y cada persona dispuesta a oírlo reconoce en él, el único camino hacia la vida eterna. “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (v. 3).

Como la oración del Señor, la nuestra debe contener estos tres elementos también: adoración, intercesión y agradecimiento. Siendo así, también tu oración, cuando es santificada, reflejará vida, proporcionará a tu ambiente el claro mensaje del evangelio, como lo hizo Jesús en Su confesión: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (v. 3). Quiero decirlo en estas palabras: una oración santificada, perfecta como la de Jesús, irrumpe en todo el mundo, para decirle con santa pasión: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Nadie puede ser una persona de oración poderosa en Espíritu, a no ser que sea simultáneamente un misionero. El cielo está abierto, ¿y sabes por qué, corazón mío? Porque Jesús luchó y sangró… por eso está abierto.

Preguntémonos ahora: ¿qué descubrimos en la oración de Jesús? En primer lugar, nos revela el secreto de Sus riquezas, de Su plenitud. ¿No se volvió pobre el Señor Jesús? Sí, pues leemos en 2 Corintios 8:9: “Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos”. Sin embargo, estaba en ella la indescriptible plenitud de Dios. Los cortos tres años de Su ministerio público fueron caracterizados por ríos de vida, de poder, y de gloria de Dios. La Escritura dice de Él, en Colosenses 2:9: “Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”.

¡Qué poder de amor!
¡Qué autoridad en la predicación!
¡Qué paciencia inagotable!
¡Qué santidad sin mancha y pureza emana de Su ser!
¡Qué palabras gloriosas hablaba!

Y ahora, en la oración sumo sacerdotal, percibimos con asombro que Jesús no tenía nada que no le hubiera sido dado por el Padre. La palabra “dado” aparece 15 veces en esta oración. ¿Qué le había dado el Padre? Todo lo que acabamos de mencionar. Jesús dice, en el versículo 2: “como le has dado potestad”. Toda clase de manifestación de Su poder procedía solamente del Padre. Jesús dice, en el verso 4: «he acabado la obra que me diste que hiciese«. Quiere decir que Jesús no hacía y no quería hacer otra cosa que llevar a cabo la obra que el Padre le había dado. Por eso, Jesús no era un hombre agitado y tampoco nervioso, sino que era la calma en persona. Y, sin embargo, Sus obras eran tan indeciblemente fructíferas porque eran la obra del Padre. Testifica en el versículo 8: “las palabras que me diste”. ¡Qué maravilloso! Por esto Jesús hablaba poco. Pero, las palabras que hablaba eran “espíritu y vida”, como Él mismo lo testificó, ya que eran palabras del Dios viviente. “Las palabras que me diste”.

Siete veces subraya nuestro Señor en Su oración que nosotros, Sus discípulos, le fuimos dados de parte de Dios: “a todos los que le diste” (v. 2), y dos veces en el versículo 6: “que me diste…, y me los diste…”, “Por los que me diste, porque tuyos son”; versículo 9, “a los que me has dado, guárdalos en tu nombre”; versículo 11, “yo los guardaba en tu nombre, a los que me diste”; versículo 12, “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo”; versículo 24. Mi corazón fue conmovido y profundamente impresionado al leerlo. ¡7 veces Él te menciona a ti y a mí! Somos un regalo de Dios, para Jesús. Primero, Él dio a Jesús por nosotros: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito…”, y luego, Él nos dio a Jesús. El hecho que seamos mencionados aquí siete veces, significa que el Señor te toma plenamente en serio.

Eres precioso y valioso para Él. Sí, Él te ha comprado con Su propia sangre. Hablamos mucho de la gloria de Jesús; pero aquí, el Señor subraya la gloria de Jesús también: “La gloria que me diste, yo les he dado” (v. 22). En otras palabras, Jesús era (como lo dice Hebreos 1:3) “el resplandor de su gloria”. Esto quiere decir: no manifestaba otra gloria que la del Padre. No buscaba Su propia gloria. ¿Qué oscurece la gloria del Señor en tu vida, la exhibición de tu egocentrismo? Y, justamente, esta piadosa gloria propia apaga la gloria de Dios en nosotros. También es notable que solamente los que vivían en abnegación, que ya no eran egocéntricos, reconocían la gloria de Dios en Jesucristo y se postraban con lágrimas. Eran los publicanos y pecadores. La gente piadosa estaba ciega en cuanto a esta gloria pues, a los ojos de ellos, Él era el más despreciado y desechado.

El Señor atribuía mucho valor a que supiéramos que el Padre Le ha dado todas las cosas. Él dice, en el versículo 7: “Ahora han conocido que todas las cosas que me has dado proceden de ti”. Para expresarlo de otra manera: “Les he demostrado que todo eres tú”. ¿Cuándo aprenderás que tú no puedes nada, pero Él todo lo puede? ¿Y que tú no tienes nada, pero que Él lo tiene todo? Siempre has pasado por alto cuántas veces el Señor Jesús dice en la oración sacerdotal: “Tú me has dado”. Jesús no tenía nada de sí mismo. Era el más pobre, y sin embargo, el más rico. Tomaba continuamente de los tesoros de Dios. Pablo lo comprendió también, exclamando más tarde: “Como desconocidos, pero bien conocidos; como moribundos, más he aquí vivimos; como castigados, más no muertos; como entristecidos, más siempre gozosos; como pobres, más enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, más poseyéndolo todo”.

Jesús tenía todo porque no tenía nada. Jesús no tenía nada que no le hubiera sido dado por el Padre. Después de haber escuchado en esta oración, el secreto de la plenitud y de las riquezas de Jesús, y observando que Él subraya el hecho “tú me has dado”, te invito, querido oyente, para que en nuestro próximo programa, nos preguntemos: “¿por qué podía el Señor Jesús pedir todo de parte de Su Padre y también recibirlo?”


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