Comunión ininterrumpida con Dios

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Cuando el Hijo de Dios se hizo hombre y el mundo tuvo su primera «navidad», Él abrió el camino a una comunión perfecta con Dios para todos los que creerían en Él–una mirada al Evangelio desde el punto de vista celestial. 

La primera carta de Juan, capítulo 1, versículo 3, describe nuestra salvación como comunión con Dios: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo». Cuando aceptamos a Cristo como Salvador, entramos en una comunión espiritual estrecha con Dios a través de nuestra relación con Él. La vida de Dios se convierte en la nuestra. Su voluntad se convierte en nuestra voluntad, y Sus objetivos en los nuestros. Aún cuando el pecado estorba nuestra vida con Cristo en la Tierra, la parte más profunda de nuestra alma despertada a una vida nueva está conectada con el Cristo resucitado a través del Espíritu Santo que mora en nosotros, y de este modo tenemos comunión intensa con el Dios vivo. 

Dicho de otra manera, la salvación nos lleva a la comunión con cada persona de la Trinidad. Podemos hablar con Yahvé–somos aceptados como hijos Suyos (Rom. 8:15). Oramos a Él como Padre amado nuestro, «¡Abba!», como a Pablo le gusta expresarlo. Lo escuchamos hablarnos en Su Palabra. Viene a nuestra vida proveyendo lo que necesitamos para revelarse a nosotros. Disfrutamos de una verdadera comunión espiritual con el Dios eterno. Aún así, desde el punto de vista terrenal, esta comunión parece ser incompleta; está encubierta de nuestra vista. Pablo lo describe así: «Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Corintios 13:12). Él habla de nuestra comunión con Dios–en el Cielo la misma será perfecta y sin obstáculos, y no entenebrecida por algún pecado u oscuridad. 

Esto está entre las cosas importantes que Jesús tenía en Su corazón, cuando Él oraba en la noche cuando fue traicionado. En Juan 17 podemos leer la oración sacerdotal de nuestro Señor. Era una oración por los discípulos–al igual que para los creyentes de todos los tiempos. Eso Jesús lo dijo muy claramente (v. 20). 

Esperando el perfeccionamiento de Su obra en la Tierra, nuestro Señor pidió al Padre que lo recibiera otra vez en la gloria que Él tenía antes del comienzo del mundo. Jesús oró: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo» (v. 24). Cristo desea que estemos con Él. Pero eso no es todo; preste atención al tipo de relación entre los creyentes por la que Él ora: «Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste» (v. 21). Su plan para nosotros es comunión perfecta con Él y entre nosotros – ¡muy similar a la unidad que existe entre el Padre y el Hijo!

Esto es algo tan inconcebiblemente profundo, que no lo podemos comprender con nuestro entendimiento limitado. Pero evidentemente era el pensamiento más importante que Jesús tenía en mente cada vez que les mencionaba a los discípulos la promesa del Cielo. En la misma noche de Su crucifixión, Él ya le había dicho a Pedro: «A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después» (Juan 13:36). Como Él sabía que los discípulos se preocupaban porque los dejaría, en un momento más tardío amplió la misma promesa: 

«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Jn 14:1-3).

Dicho de manera sencilla, estaremos con una persona, del mismo modo como viviremos en un lugar. La presencia de Cristo es lo que convierte el Cielo en cielo. «La gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera» (Ap. 21:23). Comunión perfecta con Dios es lo esencial del Cielo. 

Observe lo decisivo que es este principio de la comunión con Dios en el último resumen de la Biblia sobre el Cielo: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios» (Ap. 21:3). Este versículo enfatiza la presencia íntima de Dios «con los hombres». La idea es, que Dios mismo pondrá Su carpa entre los que son salvos de la raza de los humanos, y que Él morará entre ellos. Todos los creyentes para siempre disfrutarán del gozo de poder relacionarse con Dios. 

Eso no será de la misma manera como cuando Dios tenía Su tabernáculo entre los israelitas en el desierto. Allí estaba la carpa de Yahvé –el Tabernáculo– en medio del campamento; pero era un lugar tan santo, que había reglas severas que determinaban cuándo y cómo las personas podían acercarse y entrar en esa carpa. Nadie podía entrar en el Lugar Santísimo donde moraba Dios mismo–sin ser el sumo sacerdote, y este hombre lo hacía solamente una vez al año. Pero Apocalipsis 7:15 nos comunica que «están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y el que está sentado sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos». Esto nos muestra que Dios mismo nos llevará a Su morada. 

Jesús les dijo a los discípulos: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay… Voy pues, a preparar lugar para vosotros» (Juan 14:2). ¡Y Él personalmente prepara una morada para cada persona elegida en la casa del Padre! Esto nos promete la comunión más estrecha posible con el Dios vivo. 

Y no se olvide, que en el Cielo veremos al Señor cara a cara. Este milagro y privilegio que nos es concedido, no puede ser enfatizado por demás. Los pasajes en Juan 1:18 y 1 Juan 4:12 dicen: «A Dios nadie le vio jamás». 1 Timoteo 6:16 explica que Dios es «el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver». En Éxodo 33, cuando Moisés ansiosamente deseaba echarle una mirada fugaz a la gloria de Dios (v. 18), el Señor le concedió poder verlo solamente por detrás. El Altísimo dijo: «No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá» (v. 20). Dios es «muy limpio de ojos para ver el mal, ni puede ver el agravio; ¿por qué ve a los menospreciadores…?» (Hab. 1,13).

Mientras el pecado nos mancha no podemos ver el rostro de Dios; el aspecto de una justicia tan perfecta nos destruiría. 

Por eso Dios es inaccesible para los mortales. Un encuentro cara a cara no es posible. Por esta razón es también que la encarnación de Cristo es algo tan maravilloso: si bien «nadie ha visto a Dios jamás; pero el Hijo único, que está más cerca del Padre, y que es Dios mismo, nos ha enseñado cómo es él» (Juan 1:18). Cristo «habitó [griego: skenoo, lit. «acampó»] entre nosotros» (Juan 1:14)– «y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». 

Él vino a nuestro mundo para acampar entre nosotros, y Él lo hizo con la misión de salvarnos y llevarnos al Cielo, donde Padre, Hijo y Espíritu Santo pondrán Su campamento entre nosotros, en total comunión con Su pueblo para siempre. ¡Qué realidad tan impresionante!

Como en el Cielo estaremos libres de pecado, veremos allí la gloria de Dios a cara descubierta y en toda su plenitud. Eso será la vista más hermosa y más espectacular que todo lo que hemos conocido en la Tierra, o que nos podamos imaginar. Ningún placer terrenal llega siquiera por asomo al privilegio y al encanto de poder ver plenamente la gloria de Dios. 

Mateo 5:8 dice: «¡Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios!». La palabra griega (horao) traducida como «ver» está en un tiempo verbal que expresa una realidad futura duradera. En el Cielo le veremos sin cesar, cara a cara. Los reyes en general se aíslan del contacto directo con su pueblo–una audiencia con el rey es un privilegio poco común. ¡Pero los creyentes en el Cielo para siempre tendrán una comunión perfecta y constante con el Rey de reyes!

Esto ya siempre ha sido el deseo más profundo de cada alma redimida. El salmista dice: «Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?» (Salmo 42:2-3). Y Felipe, hablando de parte de todos los discípulos, le dijo a Jesús: «¡Señor, muéstranos al Padre, y nos basta!» (Juan 14:8). Leemos la petición de Moisés: «¡Te ruego que me muestres tu gloria!» (Éxodo 33:18), reflejaba la verdadera añoranza de un corazón nacido de nuevo. En Salmos 17:15, David lo expresa de manera especialmente bella: «En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza».

David conocía todas las fases de la vida, desde pastorcito sencillo pasando por el honor de un gran guerrero hasta la posición de rey. Él probó cada placer terrenal, y sabía que la satisfacción más grande posible solamente aparecería, cuando él viera el rostro de Dios y estuviera como Él en santidad. 

¿Qué le satisfaría realmente a usted? ¿Ropa nueva? ¿Un nuevo trabajo? ¿Un ascenso? ¿Una casa o un auto nuevo? ¿Una buena comida? ¿Un tiempo placentero? ¿Vacaciones? No ponga su corazón en placeres terrenales tan insignificantes; los redimidos estarán en condiciones de ver a Dios. Apocalipsis 22:3-4 nos promete: «El trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes.»

Como cristianos, nuestra mayor satisfacción será ver a nuestro Dios y a Su Hijo Jesucristo, y estar delante de Ellos en integridad perfecta. El Cielo nos concede este privilegio: la vista abierta, continua e ininterrumpida de Su gloria y belleza infinitas, que nos da gozo eterno y sin fin. ¡Comenzamos a comprender, por qué Pedro quería hacer un campamento en el Monte de la Transfiguración, quedándose allí para siempre después de haber visto esa gloria por unos momentos (Mateo 17:4)!

En el siglo XIX, la compositora de canciones Fanny Crosby describió la esperanza de cada creyente en la canción popular «My Savior First of All» (Mi Salvador primero que nadie):

Cuando la obra de mi vida haya terminado y cruce la marea creciente,
Cuando la mañana resplandeciente y gloriosa veré;
Conoceré a mi Redentor cuando llegue al otro lado,
y su sonrisa será la primera en darme la bienvenida.

Por las puertas de la ciudad
En un manto blanco sin manchas, 
Él me guiará a donde nunca correrán lágrimas. 
Las canciones felices de la Eternidad
Entonaré con alegría, Pero añoro 
Encontrarme primero con mi Salvador».

Estas palabras tienen un significado especial: Fanny Crosby era ciega de nacimiento. Ella sabía que la primera persona a quien ella jamás vería, sería Jesucristo. 

En cierto sentido eso se aplica a todos nosotros. Nuestra vista en la Tierra prácticamente es como ceguera comparada con la que tendremos en el Cielo (1 Cor. 13:12). Deberíamos esperar este día con añoranza, cuando nuestra vista será iluminada por Su presencia gloriosa. Espero sinceramente, que este sea el deseo más profundo de usted

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