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Autor: Eduardo Cartea Millos

Marta, su hermana María y Lázaro su hermano vivían en Betania, donde Jesús amaba hospedarse. Marta tenía un verdadero don de servicio, pero recibe un doble llamado de Dios, un llamado a la devoción.


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PE2870- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (25ª parte)



Un llamado a la devoción

Hola. Seguramente todos tenemos lugares en nuestra vida en los que deseamos estar, o a los que deseamos volver. Esos lugares que son nuestros. Que nos proporcionan placer, que nos dan paz, en los que nos sentimos cómodos. Son como oasis en medio del desierto. Tal vez alguna casa en el campo, o en la playa, que nos permite sentir el canto de los pájaros de mañana, estar sin tiempo, leer buenos libros, charlar, pasear.

Para Jesús, el Señor, un lugar como ese era Betania. Una pequeña y bucólica aldea cercana a Jerusalén. Fuera del bullicio de la gran ciudad. Fuera de las intensas jornadas de enseñanza, de atender y sanar a los enfermos, de luchar con los impúdicos religiosos. Betania era para el Salvador “pastos delicados y aguas de reposo” como residencia durante sus visitas a Judea y especialmente para sus últimos días.

Varias veces le vemos allí visitando, y hospedándose en casa de aquella familia tan querida de Marta, María y Lázaro. Mateo 21 dice: “Y dejándolos, salió fuera de la ciudad, a Betania, y posó allí”. Allí estaría en momentos de paz y en otros de luto, pero ya rumbo a la ciudad santa, “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén”, Jesús estaba en camino hacia la cruz del Gólgotha.

 Permítame leer unos versículos en el evangelio de Lucas 10. 38 a 42: “Aconteció que, yendo de camino, entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa. Esta tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía su palabra. Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres, y acercándose, dijo: Señor, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude.

Respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada”.

Después de la visita que hemos leído recién, tal vez la primera, se citan aun dos más. La del capítulo 11 de Juan, resucitando a Lázaro, poco antes de que “acordaran matarle”. Lázaro era posiblemente el hermano menor de los tres e iba a tener una experiencia extraordinaria: ser resucitado por Jesús. Así lo leemos en este capítulo. Aquel día grandioso cuando la potente voz de Cristo resonó frente al sepulcro de Betania y el poder del creador de la vida arrancó las ataduras de la muerte, dejando libre a aquel que hacía cuatro días había sido sepultado en una fría tumba. ¡Ah, era el poder de Dios manifestado por aquel que dijo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”!

Y luego en casa de Simón, el que portaba un triste y discriminador apodo, seguramente antes de que Jesús le sanara: le llamaban “el leproso”. Para el Maestro no era un despectivo “leproso”, sino un hombre con lepra, a quien el poder sanador del Todopoderoso Señor le sanó y restauró no solo físicamente, sino también moralmente y, sin duda, espiritualmente. En aquella casa, “una mujer”, con certeza María de Betania, ungió los pies del Señor con un óleo “de nardo puro, de mucho precio”, en una preciosa actitud de adoración.

La pequeña aldea de Betania estaba distante a unos escasos tres kilómetros de Jerusalén, recostada sobre la ladera oriental del monte de los Olivos. El significado de su nombre no es seguro. Para algunos quiere decir “casa de dátiles”; para otros, “casa de la aflicción”, pero, cualquiera fuera su significado, para el Señor era una aldea muy querida. En realidad, los dos nombres se cumplen en la experiencia de Jesús en Betania, pues su estadía allí fue por momentos dulce como los dátiles, y por momentos amarga como la aflicción.

Parecería que Marta era la hermana mayor porque siempre se menciona en primer lugar, y además dice la Escritura que recibió “en su casa” al Señor. Da la idea que, como hermana mayor, era la anfitriona. Es muy probable que fuera una casa amplia y agradable, y que la familia de Marta tuviera una buena posición económica. Lo marca el hecho de la recepción de Jesús, más sus discípulos, o la cantidad de gente que estaba en el velatorio de Lázaro.

 María, por su parte era seguramente menor en edad que Marta. Su carácter era evidentemente opuesto al de la mayor. Como alguien dijo: “María era un rayo de sol en la tormenta de Marta”. Una, activa; la otra, contemplativa. Una, práctica; la otra, devota, piadosa.

No existe, sin embargo, la necesidad de oponer una a la otra, como tantas veces se ha hecho, y menos de decir que una era mejor que la otra. Eran dos caracteres distintos. Marta, evidentemente tenía un don que es muy preciado y sumamente necesario en la iglesia. Su temperamento abrigaba el don de servicio. Así que eran simplemente diferentes.

Por su parte, tres veces vemos a María en la Escritura, y en las tres está muy cerca del Señor, a sus pies. En Lucas 10 versículo 39 dice que María “oía” su palabra, lo que nos da una idea de continua atención. En Juan 11 versículo 32, leemos: “María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, se postró (lit. “se desplomó”, una mezcla de ferviente deseo y humilde convicción) a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano”. No era un reproche hacia el Señor. Era la manifestación de su íntegra fe en el Hijo de Dios. Allí, a sus pies, sentía consolación en medio de la tristeza. Y finalmente, en Juan 12, está a los pies de Jesús, oyéndole y adorándole. Dice que “tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos, y la casa se llenó del olor del perfume”. La percepción espiritual de María le hacía comprender mejor que ninguno que lo que hacía era ungir a Jesús para su sepultura. Anticiparse a aquel momento triste y misterioso en el cual el Hijo de Dios, en su faz humana, entraría en el sepulcro, aunque su espíritu se gozaba en la presencia del Padre. Anticipo glorioso de lo que a cada cristiano le ocurre, si pasa por la muerte. Su cuerpo dormirá en el sepulcro, esperando el día de la venida, la parousía, la presencia de Jesús, pero su espíritu disfrutando de la presencia del Señor hasta la redención final de su cuerpo.    

Pero, volviendo a la historia de Marta y María, ¡Qué bueno es estar a los pies del Señor para aprender de él, para recibir de él consolación y para adorarle!

Muchas veces se mencionan los pies del Señor en la Biblia. En la primera de ellas en el Salmo 22 se habla proféticamente de sus pies horadados. En la última, en Apocalipsis 2, son sus pies semejantes al bronce bruñido, bien pulido, o como traducen otras versiones, “al rojo vivo”. La primera nos habla de sacrificio. La última, de juicio.

Pero estar a los pies de alguien, como María, era la actitud de un discípulo, aprendiendo de su maestro, o también la de un esclavo, en reverencia a su señor. Ese era el sentimiento de María. “Ninguna universidad sobre la tierra puede enseñar las lecciones que se aprenden sentado a sus benditos pies”. Tampoco ningún lugar es más precioso para adorarle como estar rendido a sus pies.

Es oportuno oír lo que dice Warren Wiersbe en su comentario:

“La adoración se halla en la médula de todo lo que somos y todo lo que hacemos en la vida cristiana. Es importante que seamos embajadores activos, llevando el mensaje del evangelio a las almas perdidas. También es esencial que seamos samaritanos misericordiosos, tratando de ayudar a los explotados, a los que sufren y necesitan de la misericordia de Dios. Pero antes de poder representar a Cristo como deberíamos o imitarle en nuestro ministerio de benevolencia, debemos pasar tiempo con él y aprender de él. Debemos dedicar tiempo para ser santos”,

Y agrega:

“Somos embajadores, próximos, y adoradores; estos tres, pero el mayor de ellos es el ser adorador”.                                                                                                                  

A tus pies arde mi corazón;

A tus pies te entrego lo que soy;

       Es el lugar de mi seguridad

       Donde nadie me puede señalar.

Me perdonaste, me acercaste a tu presencia,

Me levantaste, y hoy me postro a adorarte.

       No hay lugar más alto, más grande

       Que estar a tus pies…                 

El capítulo 10 de Lucas, justamente es una preciosa página de los Evangelios sobre la adoración, la devoción y el servicio. Comienza con la comisión del Señor a los setenta discípulos para llevar el mensaje del evangelio; continúa con la enseñanza de Jesús sobre la ayuda al prójimo (al próximo), en la preciosa parábola del “buen samaritano”, y termina con la escena que estamos tratando en Betania.

Le invito a venir conmigo y descubrir algunas lecciones que se desprenden de este quinto llamado doble del Señor, el único a una mujer de la Biblia, al que titulamos: “un llamado a la devoción personal”.

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