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Autor: Eduardo Cartea Millos

El Señor llamó dos veces a Pablo en el camino a Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Pablo dejó de ser un perseguidor para sufrir persecución. Dios había hecho grande cambios en él.


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PE2883- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (38ª parte)



Grandes cambios

Hola ¿cómo está? Estamos hablando de Saulo de Tarso, el que luego sería el apóstol Pablo y su doble llamado a una vida transformada.

¿Qué clase de transformación Dios produjo en la vida de Saulo?

De señor a siervo. Indudablemente Saulo era un destacado dirigente. Su carácter, su temperamento, su educación, su formación, sus influencias, sus convicciones le hacían un auténtico líder. Culto. Religioso. Temperamental. No debía ser un hombre imponente físicamente, pero la sola presencia de su carácter indómito y autoritario debía infundir temor y profundo respeto.

Pero ahí está caído en tierra, llamando “Señor” a otro, y nada menos que a su propio enemigo.

Y lo hace con total rendición. Dice “¿qué quieres que haga?” y en el v. 10 responde: “Heme aquí”, aquí estoy. Efectivamente se cumple en él el proceso normal de cada creyente: Primero salvación; después rendición y finalmente, servicio.

Pablo persigue con toda su pasión, pero lo hace sin saber bien lo que hace. Cree perseguir a los cristianos y era a Cristo mismo; cree en un Cristo muerto, y encuentra a un Cristo vivo y poderoso; cree que había muerto como malhechor, pero era el Señor de la gloria; cree que hace un bien, y es su mayor pecado; cree que es omnipotente, y lo derriba solo una voz desde el cielo. 

Por eso escribe a Timoteo: “fui recibido a misericordia, porque lo hice en ignorancia, por incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante…”. Por eso también dice a los corintios lleno de gratitud y convicción: “por la gracia de Dios soy lo que soy”.

Escribiendo a los gálatas, el apóstol habla de su llamamiento y les dice: “Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia”. Indudablemente el propósito soberano de Dios se iba a cumplir en la vida de Pablo. Su destino estaba fijado en los eternos planes divinos, así que ya estaba apartado antes de nacer. Así sucedió también con otros siervos de Dios, como Jeremías, o Juan Bautista.

¿Por qué –podríamos preguntarnos– Dios permitió que estudiase en la escuela farisea? ¿Por qué abrazar esa estricta teología? ¿Por qué perseguir a los creyentes tan encarnizadamente? ¿Por qué permitir que Esteban sufriera el martirio con su consentimiento? No hay respuestas posibles para estos y otros interrogantes. Pertenecen a los sabios designios de Dios. Pero lo que sí sabemos es que tenían un propósito. Una piedra preciosa necesita un paño negro para resaltar su luminoso brillo.

Es notable la comisión que recibe, según leemos de su propio testimonio ante Agripa, en Hechos 26.16: “Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados. Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial”.

Los nuevos títulos para el nuevo Saulo son: “ministro” y “testigo”. Ministro es un término griego que significa un siervo, un criado de muy baja categoría, subordinado a un superior. Así se consideraba Pablo, y pedía que los hombres también lo considerasen a él y sus colaboradores en la obra del Señor.

El otro título, “testigo”, originalmente indicaba sencillamente el que daba testimonio de su fe, en este caso, la fe cristiana y de Jesús como el Señor. Pero terminó significando aquellos que pagan con su vida el testimonio de su fe. Pablo lo experimentó al fin de sus días. Encarcelado en Roma bajo la persecución del repugnante Nerón, solo y desde la fría y húmeda cárcel mamertina en Roma, escribe a Timoteo en su última y conmovedora carta y le dice: “Yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano”. La tradición dice que fue decapitado en las afueras de Roma, en el camino de Ostia.

Otra transformación fue: de perseguidor a perseguido.

Saulo es el que se alegra cuando la turba sepulta bajo sus piedras al protomártir del cristianismo, Esteban, en una muerte horrorosa. Es el que, dice que “consentía en su muerte”, y, después, de ser parte de la primera persecución a la iglesia de Jerusalén: “Y Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel”. Cuando leemos que “consentía”, debemos entender que estaba altamente satisfecho con lo que hacían. ¡Era lo que correspondía!, según su visión farisaica. Alguien dijo que esa crueldad brutal se asemeja a “un jabalí destrozando una viña, o como una fiera ensañándose con su presa”.

Es el mismo que dice en su defensa en las gradas de la fortaleza Antonia en Jerusalén: “Perseguía yo este Camino hasta la muerte, prendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres… y fui a Damasco para traer presos a Jerusalén también a los que estuviesen allí, para que fuesen castigados”.

Y luego, ante Agripa: Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret; lo cual también hice en Jerusalén. Yo encerré en cárceles a muchos de los santos, habiendo recibido poderes de los principales sacerdotes; y cuando los mataron, yo di mi voto. Y muchas veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar; y enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras”. Es notable la saña feroz de este campeón de la religión judía.

Es el que, tiempo después escribe a Timoteo y le habla de su triste experiencia: “Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador…”.

Es también el que escribe a los gálatas y les dice: “Porque ya habéis oído acerca de mi conducta en otro tiempo en el judaísmo, que perseguía sobremanera –desmedidamente a la iglesia de Dios, y la asolaba”.

“Perseguía sobre manera a la iglesia de Dios y la asolaba”. Esta última palabra da la idea de que trataba de destruirla, arrasarla, aniquilarla.  

Lucas, el que sería luego su compañero de viajes, y su médico personal, dice en Hechos 8: “Saulo asolaba la iglesia, y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel”. Con razón, Ananías, cuando el Señor le llamó para buscarle, luego de la conversión de Pablo dijo: “Señor…. cuántos males ha hecho a tus santos”.

¡Qué horroroso prontuario de crímenes cometidos! Solo la gracia asombrosa de Dios pudo rescatar y transformar esta vida.

Pero, también es el apóstol perseguido. Recién convertido debe huir ayudado por los discípulos que le bajaron por el muro de la ciudad de Damasco. Va a Jerusalén, y allí los griegos procuran matarle, así que debe ser conducido a Cesarea y de allí a su ciudad natal, Tarso. En Antioquía de Pisidia son perseguidos y expulsados de sus límites. En Listra es apedreado, casi hasta morir.

Y así podríamos hacer una larga lista de experiencias que él mismo se encarga de resumir cuando escribe a los corintios y les dice: “En trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez; y además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias” (2 Co. 11.23-28).

Con cuánta razón el Señor le dice a Ananías: “Yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre”.

Cuando ya percibe que está llegando al fin de su carrera, y siente el dolor de aquellos que un día habían compartido su ministerio pero que le habían abandonado como Demas, que le habían hecho “muchos males” como Alejandro el calderero, o que le habían dejado solo aun en los momentos más difíciles, salvo Lucas, su amigo, el “médico amado”, entonces escribe aquella su más tierna epístola a su hijo en la fe, Timoteo, y le dice: “Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo en aquel día, y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida”.

El martirio fue el punto final a una vida dura, difícil, comprometida con Aquel que le había llamado en el camino de Damasco y que le había transformado de perseguidor en perseguido.

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