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Autor: Eduardo Cartea Millos

El Señor llamó dos veces a Abraham, el padre de la fe, a Jacob, el patriarca, a Moisés, el legislador de Israel, a Samuel, el gran profeta a Marta de Betania, a Pedro, el discípulo de Jesús, a Pablo el apóstol.


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PE2885- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (40ª parte)



Dios sigue llamando

Hola. Estamos llegando al fin de esta serie de mensajes sobre los dobles llamados de Dios en la Biblia. Hemos meditado juntos sobre los siete llamados que la Biblia nos presenta. Le recuerdo cuáles son:

  • A Abraham, el padre de la fe.
    •  A Jacob, el patriarca.
    •  A Moisés, el legislador de Israel.
    •  A Samuel, el gran profeta.
    •  A Marta de Betania.
    •  A Pedro, el discípulo de Jesús.

En nuestros últimos encuentros estuvimos considerando algunos aspectos interesantes del último de estos dobles llamados, registrados en la Biblia. El llamado

  •     A Pablo, el apóstol: Un llamado a una vida transformada.

Pablo fue transformado

  • De adversario implacable de los cristianos a apóstol de Jesucristo.
  • De señor a siervo.
  • De perseguidor a perseguido.
  • De tenerlo todo a perderlo todo.

      Y cuando fue consciente de ello, de su profundo cambio, escribió a los filipenses diciéndoles:

Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo”.

¿Qué cosas constituían la “pérdida”? Era todo aquello que había significado valioso para la carne, su orgullo personal, la admiración de los demás. No renunciaba a sus realidades, muchas de ellas muy valiosas, que inclusive Dios permitió que fueran usadas para la causa del Evangelio. La pérdida era considerarlas como un mérito, un crédito, un prestigio personal capaz de ser útil para conseguir su salvación y su reputación ante los demás.

¿Qué otras cosas eran para él “ganancia”? Fundamentalmente era la Persona de Cristo, quien llegó a ser el motivo de su vida. Así lo resume en aquella conocida frase: “Para mí el vivir es Cristo, y el morir, ganancia”. Es decir, “para mí, la vida no es otra cosa que Cristo, y si muero, es una ganancia”.

Otra ganancia era experimentar la justicia de Dios. No la suya propia, en base a sus obras, sino la de Cristo, alcanzada por la fe.

“Cuando Pablo confió en Cristo, perdió su justicia propia y ganó la justicia de Cristo. Pablo miraba su propia vida y descubrió que espiritualmente estaba en bancarrota, ¡arruinado! Miró la vida de Cristo y vio que él era perfecto. Cuando Pablo confió en Cristo, vio a Dios atribuir a su cuenta la justicia de Cristo. Aun más que eso, Pablo descubrió que sus pecados habían sido puestos a la cuenta de Cristo cuando él murió en la cruz. Y Dios le prometió a Pablo que nunca más tomaría en cuenta sus pecados. ¡Qué experiencia tan maravillosa de la gracia de Dios!”.

Otra ganancia para él era “el conocimiento de Cristo Jesús”, no solo intelectual –que probablemente lo tendría, y mucho–, sino un profundo conocimiento afectivo, personal, íntimo en la comunión con el Señor. Es el deseo ferviente de su corazón. Por eso escribe a los filipenses y les dice que quiere dejar todo “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte”.

Pablo era consciente de que no había alcanzado aún el propósito de Dios para su vida, ni había llegado a la plena madurez, pero su objetivo era proseguir la carrera, intentando alcanzar aquello para lo cual había sido asido, agarrado fuertemente por la gracia de Cristo. Para ello, su pasado debía quedar atrás. Su triste pasado de perseguidor de la fe cristiana, sus fracasos y sus victorias, sus debilidades y sus logros en el camino de la madurez. Pero también todos sus pergaminos, los diplomas de cultura, conocimiento y religión habían llegado a ser irrelevantes para él, comparados con “la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús”, quien, dice Pablo es “mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo y lo tengo por basura –sin valor alguno–, para ganar a Cristo”.

Recordamos aquellas palabras que fueron un verdadero lema para Jim Elliot, el misionero a las tribus nativas del interior de Ecuador: “No es ningún necio aquel que da lo que no puede retener, por ganar lo que no puede perder”.  

En Pablo se cumplía lo que pronunció aquel padre de la Iglesia, y célebre orador que fue Crisóstomo: “Cuando el sol aparece, perdemos mucho si nos conformamos con la luz de una vela”.    

Cuando conoció a Cristo, los valores de Pablo cambiaron radicalmente. Fue una verdadera transformación.

Seguramente entre mis lectores y el que escribe no hay punto de comparación con lo que fue Saulo antes de conocer a Cristo. Seguramente no perseguimos a nadie, no herimos a nadie, no matamos a nadie, como él lo hizo. Pero, más allá de la magnitud de su horrible conducta, hay algo en lo cual somos semejantes a él. Todos somos igualmente pecadores. Todos estamos perdidos. Todos intentamos que nuestra justicia personal sea exhibida a los demás. No obstante, todos necesitamos ir a la cruz de Cristo para ver en el crucificado la carga inmensa de nuestra maldad, la descarga de la ira divina sobre la víctima inocente del Calvario, la muerte vicaria, sustitutoria del Hijo de Dios en nuestro lugar. Y todos hemos necesitado o necesitamos la indecible gracia de Dios que nos busca hasta hallarnos, así como le buscó a Saulo en su camino de Damasco. No hemos amado a Dios. Él nos amó a nosotros. No hemos buscado a Dios; Él nos buscó estando en nuestra miseria. Le amamos porque Él nos amó primero.

Un poema lo expresa de esta forma:

Yo te busqué, Señor, mas descubrí

Que tú impulsabas mi alma en ese afán.

Que no era yo quien te encontraba a ti,

Tú me encontraste a mí.

Te hallé y seguí, Señor. Mi amor te di

Mas solo fue en respuesta a tanto amor

Pues desde antiguo mi alma estaba en ti

Siempre me amaste así

Pensemos: A la luz de la eternidad, ¿qué diferencia hay entre un asesino y un filántropo que trata de ganar méritos ante Dios? Ninguna. Pablo mismo lo contesta: “Por cuánto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios”. No la alcanzan. Los méritos no llegan a ganar un centímetro cuadrado del cielo.

Como Saulo necesitamos un encuentro personal con Jesús. Enfrentarnos con él. Nuestro pecado con su justicia. Nuestra condenación con su salvación eterna. Y cuando caemos derrotados a sus pies y le decimos: “Señor, ¿qué quieres que haga?” una verdadera transformación se produce en nuestra vida, en nuestro destino, en nuestro proyecto de vida. Al decir de Pablo mismo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y yo no vivo yo, mas vive Cristo en mí. Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí”.

Transformados es una gran palabra que el Nuevo Testamento contiene. Somos transformados al conocer a Cristo, hechos nuevas criaturas porque “las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas”.

Somos transformados cuando por las misericordias de Dios presentamos nuestros cuerpos en un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que es nuestro culto racional, y no tomamos la forma del mundo, sino que por medio de la renovación de nuestro entendimiento somos capaces de comprobar la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.

Somos transformados cuando el Espíritu de Dios va modelando nuestra vida, y vamos siendo semejantes a su imagen por el poder de su Espíritu.

Y un día seremos transformados cuando, al sonar de la trompeta del Señor, resucitados o viviendo, subiremos en un abrir y cerrar de ojos a las nubes para encontrar a Jesús en el aire, y así con cuerpos glorificados a su semejanza, estemos siempre con él en la casa del Padre.

Una poderosa transformación, una verdadera metamorfosis es la vida de cada creyente cuando, como Pablo, el temible Saulo de Tarso, nos hemos encontrado con él en nuestro camino de Damasco, hemos oído su llamado personal, intransferible, poderoso, y dejando todo atrás, comenzamos una nueva andadura, un nuevo camino hasta trasponer los portales de esplendor.

Que vivamos cada día esa vida transformada, anticipando la gloria que nos espera.

Dios sigue hablando. Sigue llamando. ¿A quiénes llama? A los suyos. A quienes pueden oírle. Pero, realmente es oído por quienes quieren oírlo.

“El Maestro está aquí y te llama”, fue el aviso a María de Betania. Y ella, dice el relato de Juan, “cuando lo oyó, se levantó de prisa y vino a él”.

Hoy el Señor está aquí y llama. A través de la historia bíblica, como hemos visto llamó a hombres y mujeres con un doble llamado y para propósitos muy específicos. Les llamó a la obediencia, a conocer su voluntad, al servicio fiel, a una consagración plena, a una experiencia de devoción sincera, a la lucha espiritual y a una vida transformada.

¿Estarás listo para oír su voz? ¿Harás como María, levantándote de prisa y viniendo a él, para recibir de él su comunión, su dirección, su bendición?“He aquí yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz, y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo”.

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