Presciencia perfecta e Inmutabilidad

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Autor: William MacDonald

Como parte de los atributos del Dios Santo, veremos hoy que:
Dios es soberano! Él sabe lo que pasará porque eso es parte de Su voluntad y de Su plan.
Y que Él es el que no cambia. Él es el mismo, ayer, hoy, y para siempre.


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PE2256 – Estudio Bíblico
Presciencia perfecta e Inmutabilidad



¿Qué tal amigos? ¡Qué gusto estar nuevamente con ustedes! En Amós 3:2 leemos:
A vosotros solamente he conocido
de todas las familias de la tierra.

En este versículo Dios está hablando al desobediente Israel. Obviamente, Dios conoce a todas las naciones de la historia en el sentido corriente de la palabra, por tanto, conocer debe tener un significado más profundo. En el Antiguo Testamento el verbo hebreo conocer a menudo sugiere un conocimiento íntimo (tal como cuando Adán conoció a Eva), o estar involucrado y escoger personalmente (aquí, en Su elección de Israel). El hebreo no tiene palabras compuestas tales como pres-ciencia, o pre-destinar, pero el griego, el latín, el español y el inglés sí.

Las palabras prever y presciencia sugieren más que meramente “saber antes de tiempo”. Si Dios no fuese soberano, nunca podría estar seguro de lo que pudiese pasar. Pero Él es Soberano. Él sabe lo que pasará, porque esto forma parte de Su voluntad y de Su plan. En el Nuevo Testamento la presciencia de Dios se usa respecto al Señor Jesús, Israel y los creyentes.

Concerniente a nuestro Salvador, leemos en Hch. 2:23: “a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole”; y en 1 P. 1:20: “ya destinado [literalmente, era conocido de antemano] desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros”.

¿En qué sentido era Cristo “conocido de antemano” por Dios? ¿Era simplemente que Dios tenía conocimiento de lo que Él iba a hacer, o es que el “conocimiento de antemano” de Dios planeó y determinó lo que haría el Señor Jesús? Por supuesto, esto último es lo correcto.

Respecto a Israel Pablo escribe en Ro. 11:2: “No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció”. Aquí el divino conocimiento de antemano no pudo basarse en la mera presciencia de la obediencia de Israel, ¡porque Israel no era obediente! Más bien, el conocimiento de antemano de Dios era una elección soberana de Israel como Su pueblo terrenal.

Finalmente, en cuanto a los creyentes, leemos en Ro. 8:29: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos”; y en 1 P. 1:2: “Elegidos según la presciencia de Dios Padre”.

Respecto a la elección de Dios de los pecadores en estos dos últimos versículos, hay dos interpretaciones principales. Una es que en la eternidad pasada Dios conoció a ciertos individuos, en el sentido de que decidió soberanamente bendecirlos. La otra es que Dios conocía de antemano a aquellos que confiarían en Cristo como su Señor y Salvador, y Su elección se basó en este conocimiento de antemano. La primera enfatiza la soberanía de Dios en el asunto de la salvación, aunque no excluye la necesidad de que los individuos respondan al llamado del evangelio. La segunda, en la responsabilidad de las personas, y hace que la elección de Dios de ciertos individuos dependa de su arrepentimiento y fe.

Cualquiera que sea la que creamos que es bíblica, debemos sostener dos verdades equilibradas. Primero, Dios es Soberano, y tiene el derecho de escoger a quien le plazca, aparte por completo de cualquier mérito de nadie. Segundo, Dios hace una oferta bona fide de salvación a todo el mundo, y nadie puede ser salvo a menos que ponga su fe en el Señor Jesucristo. No podemos compaginar estas dos verdades en esta vida, pero es esencial que las sostengamos equilibradamente.

El hecho de que Dios conoce de antemano nuestro bienestar eterno debe traernos grandes pensamientos del Señor y llevarnos a alabarle. Debe causar en nosotros el maravillarnos de por qué Él nos miró con gracia o favor. Debe librarnos del orgullo cuando recordamos que este favor no fue causado por ningún bien que hubiese en nosotros.

Un escritor anónimo escribió estas palabras:
Busqué al Señor, y después supe
Que Él movió mi alma para que le buscase,
buscándome;
Oh Salvador, no fui yo el que te encontré;
No, sino que a mí me encontraste Tú.

Encuentro, ando, amo; pero, ¡oh, de amor
Es toda mi respuesta a Ti, Señor!
Pues Tú estuviste con mi alma mucho antes;
Sí, Tú siempre me amaste.
Dios es siempre el mismo.

“Porque yo Jehová no cambio”, nos dice en Malaquías 3:6.

Dios es Inmutable. Él no cambia en Su ser, en Sus atributos, ni en Su propósito. Él es el que no cambia; es el mismo ayer, hoy y para siempre.

En el Salmo 102:24-27, leemos que el Mesías ora desde la cruz: “Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días”. Y el Padre replica:
Por generación de generación son tus años.
Desde el principio tú fundaste la tierra,
Y los cielos son obra de tus manos.
Ellos perecerán, más tú permanecerás;
Y todos ellos como una vestidura se envejecerán;
Como un vestido los mudarás, y serán mudados;
Pero tú eres el mismo,
Y tus años no se acabarán.

Las palabras “Tú eres el mismo”, describen la inmutabilidad del Señor. La creación será cambiada, pero Él no conoce cambio.
Otro versículo que trata de la inmutabilidad de Dios es Stg. 1:17: “El Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación”. En la traducción de John Nelson Darby, de Isaías 37:16, “el Mismo” figura como nombre divino: “Tú, el Mismo, eres Dios sobre todos los reinos de la tierra”. También encontramos este nombre en Isaías 41:4.

Aunque Dios no cambia en Su ser, sí usa distintos métodos. En la historia de la raza humana Él ha probado a las personas bajo diferentes condiciones, ya fuese bajo inocencia, conciencia, promesa, ley o gracia. En diferentes dispensaciones ha probado a las personas respecto al pecado y la responsabilidad, aunque el camino de la salvación ha sido siempre el mismo, esto es, por gracia por medio de la fe. Esto no afecta en nada Su inmutabilidad.

Ni tampoco afecta a Su inmutabilidad el hecho de que Dios se “arrepienta”. Aquí llegamos ante algo que pudiera parecer una contradicción. Por un lado, en Nm. 23:19 leemos: “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre, para que se arrepienta”; y en 1 S. 15:29: “El que es la Gloria de Israel no mentirá, ni se arrepentirá, porque no es hombre para que se arrepienta”. Pero, también leemos en Gn. 6:6: “Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra”; y en 1 S. 15:11: “Me pesa haber puesto por rey a Saúl”. ¿Cómo puede ser Dios inmutable, y a la vez arrepentirse?

La respuesta, sencillamente, es la siguiente: Por Su misma naturaleza, Él debe recompensar la obediencia y castigar la desobediencia. Mientras Sus criaturas le obedecen, Él las bendice. Pero si se embarcan en una vida de pecado, no puede más que disciplinarlas. Por lo tanto, el “arrepentimiento” de Dios es un cambio en Sus propósitos y planes hacia aquéllos cuya conducta y carácter ha cambiado. Esto es lo que a nosotros nos parece arrepentimiento; por tanto, podríamos llamarlo en el lenguaje de la apariencia humana. Ciertamente, esto no significa que el cambio en las personas Lo haya tomado por sorpresa, o que Él esté actuando con remordimientos, resentimiento o irritación.
Simplemente significa que lo que nosotros vemos como arrepentimiento, es necesario para que Dios pueda actuar consistentemente conforme a Su carácter.

No debemos tener en mente la inmutabilidad de Dios meramente como una doctrina seca. La verdad que engloba debe traer consuelo sin medida a nuestras almas. Vivimos en un mundo de cambios y decaimiento. Es maravilloso tener un Dios que no cambia. Nosotros mismos cambiamos de día en día, pero podemos mirar a Aquél que siempre es el mismo. Podemos depender de Él, pues es incambiable y fiel en todos Sus tratos con nosotros.

Aunque la inmutabilidad es una característica únicamente de Dios, debemos ser imitadores Suyos en la medida en que podamos. En otras palabras, no debemos ser inconstantes, cambiadizos o vacilantes. No debemos tener dos caras o dos personalidades. ¡No debemos ser amables, graciosos y sociables con los extraños, y maleducados con nuestra familia! No debemos tan sólo desear, sino también anhelar con celo cambiar donde se debe mejorar o progresar. Por otro lado, debemos ser incambiables cuando se trata de defender lo que es justo.

Henry Francis Lyte (quien vivió entre 1796 y 1847), en uno de sus amados himnos, contrasta la inmutabilidad de Dios con la mutabilidad de todo lo demás:
Veloz hacia su final, mengua de la vida el corto día;
Los gozos de la tierra se oscurecen, y pasa toda
su gloria;
En todo lo que me rodea veo decaimiento y cambio–
¡Oh, Tú, el Inmutable, quédate conmigo!

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