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Autor: William MacDonald

Dios es Santo. Moralmente perfecto en Sus pensamientos, hechos y motivaciones, y en cualquier otra forma. Está libre de todo pecado, y es absolutamente puro, inmaculado y sin mancha.


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PE2266 – Estudio Bíblico
Dios es Santo (2ª parte)



Estimados amigos, la santidad de Dios Le costó lo más querido, en el Calvario, pero podemos estar eternamente agradecidos porque Él quiso pagar el precio.

Major André declaró con gratitud:
Sobre Él [Cristo] cayó la venganza todopoderosa,
Que al infierno debiera haber condenado a todo
un mundo;
Lo soportó por una raza pecadora
Y vino a ser, así, mi refugio secreto.

George Cutting señaló que “el evangelio no habla de un Dios cuyo amor se haya expresado guiñándole el ojo al pecado, sino de un Dios cuyo amor por el pecador sólo pudo expresarse donde Sus santas demandas contra el pecado fueron justamente cumplidas, y su pena soportada exhaustivamente”.

Ahora, ¿qué efectos prácticos debería tener en nuestras vidas la verdad de la santidad de Dios? Cada indicativo (declaración) en la Biblia, gradualmente viene a ser un imperativo (mandamiento). En otras palabras, las doctrinas han sido diseñadas, no sólo para afectar nuestras mentes, sino también nuestras vidas por completo. Un hombre puede llenarse el cerebro con teología, y puede seguir siendo más frío que el hielo. No basta con conocer la verdad cristiana; ésta debe encarnarse en nosotros.

La contemplación de la santidad de Dios debe producir en nosotros un sentido de temor reverencial.

Deberíamos quitarnos el calzado de nuestros pies, pues el lugar que pisamos es santo (como dice Éx. 3:5). Y en Sal. 89:7 leemos:
Dios muy temido en el consejo de los santos,
E imponente sobre todos los que están en su derredor.

Aiden Wilson Tozer dijo: “Nunca olvides que es un privilegio maravillarse, permanecer en el silencio delicioso ante el Misterio Supremo y susurrar: ‘Oh Señor Dios, Tú sabes’”. Si hacemos esto, nunca nos rebajaremos a la familiaridad indebida de hablar de Dios como un amigo cósmico. Josh McDowel dijo: “Él es tu Padre, pero no tu papi”.

Cuando vemos la santidad de Dios, deberíamos ver también nuestra propia y total pecaminosidad. Cuando Isaías vio al Señor, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios…” (Is. 6:5). Cuando Job vio al Señor, dijo: “Me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:6). Cuando Pedro vio al Señor, exclamó: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lc. 5:8). Julian de Norwich, un cristiano medieval inglés, escribió: “La contemplación y el amor del Maestro hacen que el alma parezca menos a sus propios ojos, y la llenan con temor reverente y verdadera humildad; con plenitud de caridad por sus compañeros cristianos”.

Cuanto más pensamos en la santidad de Dios, más somos inspirados a adorarlo. En un mundo de pecado y contaminación moral, podemos ir más allá a Uno cuyo carácter es absolutamente intachable. Cuando estamos oprimidos con nuestra impureza, podemos regocijarnos en Uno que está libre de caída o imperfección. Podemos alabarlo porque todas las demandas de santidad fueron suplidas por la obra del Salvador en la cruz, y ahora Dios puede venir a nuestro encuentro en amor, gracia y misericordia. Si los serafines y los querubines cubren sus rostros y se postran ante la luz enceguecedora de Su pureza, ¡cuánto más debemos hacerlo nosotros!

Y, entonces, este glorioso atributo de Dios debería moldear nuestro comportamiento diario. Debemos encontrar el pecado más y más repugnante, y debemos experimentar un creciente anhelo por la santidad. Si vamos a andar en comunión con Dios, debemos dejar a un lado el pecado y andar en la luz. No debemos esconder nada debajo de la mesa. Debemos “seguir…la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14). Como dijo Temple: “No es creyente quien no es santo, y no es santo quien no es creyente”.

Finalmente, si tenemos una apreciación correcta de la santidad de Dios, nos ahorraremos el estar entreteniendo vistas superficiales acerca de la impecabilidad de Cristo. Por ejemplo, oímos a menudo acerca de la noción perversa de que Jesús podía haber pecado como hombre, aunque nunca lo hizo. Se argumenta que, de otra manera, Su tentación en el desierto no hubiese sido real. Tal doctrina ocasiona preguntas y cuestiones que alteran. ¿Cómo podía Jesús ser Dios sin tener plenamente todos los atributos de Dios? Si le hubiese sido posible pecar como hombre aquí en la tierra, ¿qué es lo que le impide pecar como hombre en el cielo? Si Él pudiese haber pecado, ¿significa que podía haber cometido asesinato, violación, fornicación, y sodomía? El meollo de la cuestión es que el Señor Jesús no sólo no pecó, sino es que no podía pecar. Su humanidad era auténtica pero distinta a la nuestra, porque era perfecta, santa, mientras que la nuestra es caída. Al igual que nosotros, Él podía ser tentado desde fuera pero, en contraste con nosotros, Él no podía ser tentado desde dentro. Nuestro Salvador es santo, inocente, sin mancha y apartado de los pecadores (He. 7:26). Su santidad no puede ser quebrantada ni puesta en peligro.

Dos veces leemos en Hebreos que el Señor Jesús fue perfeccionado: “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (He. 2:10); “Y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (He. 5:9). Estos versículos no quieren decir que Jesús fue perfeccionado en lo que a Su carácter moral se refiere. Esto sería imposible, pues Él ha sido siempre perfecto en Su carácter, palabras, y obras. Pero Él fue perfeccionado como nuestro Salvador. Para poder traernos salvación, Él debía dejar el cielo, encarnarse como un hombre, sufrir, sangrar y morir. Él nunca hubiese sido nuestro perfecto Salvador si se hubiese quedado en el cielo. Tuvo que sufrir todo el castigo que merecían nuestros pecados para llegar a ser perfecto como el Capitán de nuestra salvación.

No hay nadie como Él: “¿Quién como tú, oh Jehová…magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?” (nos dice Éx. 15:11).

Reginald Heber comprendió que nuestro Dios es santo, y así lo expresó en este himno:
¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! En numeroso coro,
Santos escogidos Te adoran sin cesar,
De alegría llenos, y sus coronas de oro
Rinden ante el trono y el cristalino mar!

¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! La inmensa muchedumbre
De ángeles que cumplen Tu santa voluntad
Ante Ti se postra bañada de Tu lumbre,
Ante Ti que has sido, que eres y serás.

¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! Por más que estés velado,
E imposible sea Tu gloria contemplar;
Santo Tú eres sólo, y nada hay a Tu lado
En poder perfecto, pureza y caridad.

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