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Autor: Eduardo Cartea

La Palabra se refiere a Jesús, el Mesías como “El Amado”. No solamente en el Nuevo Testamento, sino en las profecías que se confirmaron en Él. Fue la formación planificada desde la eternidad, y Dios no hizo silencio en cuanto a su amor y estima por el Hijo.


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PE3041 – Estudio Bíblico
Cánticos del Siervo del Señor (16ª parte)



¿Cómo está? Espero que bien. Hoy vamos a considerar otra faceta de este maravilloso Siervo del Señor que es la Persona de Jesucristo. En el cap. 49 de Isaías le hemos visto como llamado por Dios, en el v. 1; comisionado y aprobado por Dios en los v. 2 y 3; desechado por los hombres, aunque también recompensado, en el v. 4 y hoy le veremos como amado por Dios. Dicen los vv. 5 y 6: “Ahora pues, dice Jehová, el que me formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob y para congregarle a Israel (porque estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza); dice: Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra”.

El curso de la conversación cambia. El tono menor del v. 4, se cambia en un gozoso tono mayor en el v. 5. La frustración se torna en confianza, la decepción en certeza.

El Siervo considera cuál es su misión; quién lo encomendó a ella. Quién está respaldando su tarea; la considera estimada y le da fortaleza para realizarla. Eso transforma la tristeza de lo dicho en el versículo anterior, la fuerza y entusiasmo con los cuales pronuncia el actual.

Debemos tener en cuenta que el siervo de Dios, el Israel del v.

3, no es —como vimos— un pueblo, sino una persona, el “Israel ideal”, pues no es posible que Israel como pueblo pueda hacer volver a sí mismo al pueblo de Israel. Dijo alguien: “Nadie sale de un pozo tirando de los cordones de sus propios zapatos”. Indudablemente el Israel del v. 3, ratificado en el v. 5 es la Persona del Mesías-Siervo.

La confirmación del propósito de Dios para con su Siervo está expresada explícitamente en estos dos versículos. El Hijo de Dios, el Mesías, nació con una misión que Él mismo presenta con convicción: “me formó desde el vientre para ser su siervo”. “Me formó” (heb. yatsar) tiene la idea de algo que es moldeado de acuerdo a un plan determinado. Es el mismo verbo que se utiliza en Génesis 2.7, donde dice que “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra”, conforme al plan surgido en Su mente excelsa.  Es el mismo que se usa en Jeremías 18.4, donde el alfarero toma un trozo de arcilla y le da forma de vasija, de acuerdo con el diseño que se había propuesto.

La provisión del Mesías responde a una decisión premeditada desde la eternidad. Dios formó en el seno de la bienaventurada virgen María, a ese ser único, el “santo ser”, como leemos en el anuncio del ángel en Lucas 1.35, o, mejor “lo santo” que nacería de ella. ¿Y cuál fue su ministerio como Mesías?

El primer objetivo fue “para hacer volver a Él a Jacob y para congregarle a Israel”. ¿Quién, si no el Siervo del Señor podía restaurarlo?

Indudablemente, con esa misión Jesús vino a Su pueblo. “A lo suyo vino”, dice Juan 1.12. El mismo Señor, ante el pedido de la mujer cananea que clamaba por ayuda para su hija, dijo, probando su fe: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de Israel”. En Juan 10, el buen pastor primero busca —pone su vida— por las ovejas de su “redil”, aunque haya otras fuera de Él, que conviene traer para que haya “un rebaño y un pastor”. Y es así, porque el mensaje del Evangelio es “poder de Dios para salvación al judío primeramente”, y “la salvación viene de los judíos”.

El paréntesis que se abre, es como una reflexión personal del Siervo ante el propósito que tiene por delante. La frase “estimado seré en los ojos de Jehová y el Dios mío será mi fuerza, se traduce en otras versiones como: “soy honorable a los ojos de Jehová, y mi Dios es mi fuerza”, o bien, (Dios es) “el que me ha dado fuerza para realizar esta tarea y me ha honrado por cumplirla”.

Indudablemente, solo el Hijo de Dios podría hacer esta obra, como lo expresa la epístola a los Hebreos en su capítulo 10, aplicando al Señor los términos del Salmo 40: “Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí”.

Es cierto que Cristo “fue crucificado en debilidad”, esto es en la condición débil de su naturaleza humana, pero “vive por el poder de Dios”, o también “está vivo por la fuerza de Dios”. En el momento de mayor necesidad, de mayor vulnerabilidad, en medio de la soledad agónica del huerto de los Olivos, la fortaleza del Padre llegó por manos de un ángel. Y luego, en su resurrección, Dios demostró todo su poder, dándole vida y levantándole de entre los muertos.

Así, en el v. 6 aparece en toda su plenitud la misión del Siervo. Su salvación no solo es para Israel, eso sería “poca cosa”, sino para todas las naciones gentiles, “hasta lo último de la tierra”, de la cual Él es luz.

En este versículo la expresión “mi salvación” es el término hebreo yeshû’ah, cuya transliteración griega es el nombre de Jesús. Indudablemente la misión de Jesús fue la salvación de su pueblo de sus pecados. Su pueblo, es decir, todos aquellos judíos y gentiles que por la fe confían en Él y vienen a ser por ello descendientes de Abraham­.

La misión de ser salvación hasta lo último de la Tierra no fue realizada por el Mesías en persona. Jesús no salió muchos kilómetros fuera de los límites de Israel. De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre”, dijo el Señor en Juan 14.12. Obras mayores, no en cuanto a Su poder, sino a su alcance: El Evangelio sería predicado a muchas naciones, los convertidos serían miles, las iglesias se multiplicarían.

Así que, el mandamiento para los apóstoles fue: “Me seréis testigos… hasta lo último de la tierra”. Para ellos y para los que les siguieron, hasta nosotros, hasta este tiempo —esa expansión del mensaje de las buenas nuevas está a cargo de la Iglesia a través de los siglos. “Vosotros sois la luz del mundo”, dijo el Señor. Cada creyente es una lámpara encendida para iluminar las tinieblas densas de los hombres en pecado. Solo así se cumplirá la misión, la obra del Siervo hasta el día de Jesucristo y aún más allá, en Su reino milenial. Es lo que Pablo llama “la riqueza del mundo”, “la riqueza de los gentiles”.

El legado del Siervo es nuestro compromiso inclaudicable, de servicio a nuestra generación. Dice una hermosa canción:

              Enciende una luz, déjala brillar,

                 la luz de Jesús, que brilla en todo lugar.

                 No la puedes esconder, no te puedes callar;

                 ante tal necesidad

                 enciende una luz en la oscuridad.

A la luz de todo esto, podemos entender la frase con que concluye el v. 5: porque estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza”. Dios el Padre mostró toda su complacencia en Jesús. Tres veces se oye la voz del cielo en acentos de aprobación al Siervo del Señor. La primera, después de su bautismo en el Jordán, cuando “hubo una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”.  La segunda, cuando Jesús se transfiguró ante Pedro, Juan y Jacobo, en presencia de Moisés y Elías que le acompañaban, y “mientras él hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia, a él oíd”. La tercera, cuando Jesús junto a sus discípulos dijo: “Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado y lo glorificaré otra vez”. Sí, Dios el Padre aprobó con palabras de autoridad la vida y la obra de su Hijo bien amado. Este es nuestro bendito Salvador, quien es digno de nuestra adoración y gratitud.

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