En la lucha contra el Coronavirus
30 marzo, 2020Cristo en nosotros
4 abril, 2020La primera frase del Señor en la cruz.
Cuando Eva extendió su mano para tomar la fruta prohibida, el pecado entró al mundo. Cuando las manos de Jesús fueron clavadas en la cruz, fuimos liberados de este (Romanos 5:17-18). Dios solucionó el problema más grande del universo –el pecado– con un amor perdonador: “[…] Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Él los perdonó, a pesar de que ellos lo odiaron, lo maltrataron, lo engañaron y se burlaron de él.
Para perdonar a cada persona, Jesús tuvo que entregar su vida y derramar su sangre, como está escrito: “[…] sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9:22). El Señor hizo todo para salvarnos.
Lo sucedido en el Gólgota fue ilustrado de la siguiente manera: en ciertas regiones de América existen estepas con mucha vegetación, por lo que suelen incendiarse las praderas a una extremada velocidad, de modo que tanto los humanos como los animales intentan escapar de las llamas en una huida desesperada. Cuando esto sucede, solo hay una forma de salvarse: mientras que el fuego no esté demasiado cerca, es posible dibujar un círculo que limite la zona, cavar una zanja a su alrededor y prender fuego a toda la vegetación dentro de ese círculo. Dentro de esos límites estaremos a salvo una vez que se acerquen las llamas: el fuego no encontrará alimento, pues lo hemos quemado.
De igual manera, podemos decir que en la colina del Gólgota estamos a salvo, pues el fuego de la ira de Dios por nuestros pecados lo quemó todo.
El perdón es el camino para solucionar los problemas más grandes. Jesús perdonó de manera incondicional. Él no dijo: “Ustedes, injustos, montón de viles, llenos de envidia. Yo moriré, pero Dios seguirá castigándolos”, sino que ni siquiera ofendió a aquel que atravesaba con clavos sus manos y sus pies.
¡Qué amor tan grande, qué obra perfecta! Una obra basada en el amor y el perdón, no en exigencias y acusaciones. Otros caminos o medios no hubiesen solucionado el problema entre Dios y la humanidad caída. El perdón es la solución, sea cual fuere nuestra situación, pues actúa justamente cuando parece no haber salida: “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 P. 2:21).
Solo a través del perdón es posible restaurar las relaciones y sanar los corazones heridos. ¿Cuántos problemas familiares y con hermanos de la iglesia se solucionarían si tan solo perdonáramos como nos perdona nuestro Padre celestial?
¿Tienes odio por alguien? En ese caso lee el libro None of These Diseases (título en español: Ninguna enfermedad) de S. I. McMillen.
Desde el momento en que comenzamos a odiar a alguien, nos convertimos en esclavos del odio. Ya no podemos obrar con gozo, ya que la persona odiada domina nuestros pensamientos. Nuestra amargura nos produce un gran estrés que se evidencia en el cansancio que sentimos posteriormente. Aquello que nos producía tanto gozo, se convierte ahora en una carga que no logramos quitar con un vehículo lujoso o tomándonos vacaciones en lugares paradisíacos, ya que tampoco nos alegra. Sin embargo, podemos ser felices andando en un carro a caballo por caminos de tierra. El caso está en que esta persona me persigue a todas partes. El mozo me sirve la mejor comida, pero me da igual si fuese pan y agua, solo mastico y trago, sin disfrutar ni un solo bocado, pues la persona que odio no me lo permite. Tal vez esté a mucha distancia de mi cama, pero no me deja descansar y se ha dedicado a torturar mis pensamientos. Me he convertido en un esclavo de este sentimiento. Debemos admitirlo, estamos cautivos por las personas a las que odiamos.
Jesús hizo posible la comunión y armonía entre nosotros. Esta es la primera bendición que nos trajo su muerte: ¡una vida en libertad!
Se cuenta que el ejército de Ciro, el rey persa, capturó en una de sus conquistas a un príncipe junto a su esposa e hijos. Cuando fue presentado delante del monarca, este le preguntó:
–¿Qué me das para comprar tu libertad?
–La mitad de mi reino –contestó el príncipe.
–¿Y por la libertad de tus hijos?
–Mi reino entero.
–¿Pero entonces qué me darás por la libertad de tu esposa?
–A mí mismo.
Al rey Ciro le gustó tanto su respuesta que liberó a toda la familia sin exigir nada a cambio. De camino a casa, el príncipe le preguntó a su esposa si había notado la elegancia del rey. Ella contestó: “Solo miré a aquel que estaba dispuesto a entregarse por mi libertad”.
¿No sería increíble que todos los cristianos miraran únicamente a Cristo, quien no solo estuvo dispuesto a entregarse a sí mismo, sino que lo hizo?
Ernst Kraft
Extracto de Jesús tiene la última palabra, disponible en la editorial Llamada de Medianoche