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Autor: Eduardo Cartea

En los “Cánticos del Siervo del Señor”, el libro de Eduardo Cartea, encontramos una clara referencia a las características de Jesús. Siete siglos antes se estaba anunciando a través del profeta Isaías lo que se describe en este programa como: “El Siervo Comisionado”.


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PE3038 – Estudio Bíblico
Cánticos del Siervo del Señor (13ª parte)



Hola, amigos. En nuestro estudio de los Cánticos del Siervo del Señor en Isaías, estamos analizando el segundo de ellos, al que denominamos “la Preparación del Siervo”. Hemos visto su llamado y hoy nos toca ver al Mesías como

Comisionado. Leo en el v. 2 del capítulo 49 de Isaías: Y puso mi boca como espada aguda, me cubrió con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba”.

El Mesías Siervo aquí habla en primera persona y nos hace conocer cuál es la capacitación que el Padre le ha proporcionado para cumplir su misión: “Puso mi boca (o, hizo mi boca) como espada aguda… me puso por saeta bruñida (pulida, afilada)”. El Siervo es un orador poderoso. El mensaje del Siervo es como una espada afilada y como una flecha aguda. Dos armas ofensivas: una de corto y otra de largo alcance.

Así es la palabra del Señor. Es “viva (o, viviente, es decir que da vida) y eficaz, y más cortante que espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta”.

Por cierto, la Palabra de Dios, la “espada del Espíritu”, es la palabra que expresa el Hijo. Es una palabra que penetra, juzga, discierne, llega hasta lo más íntimo del ser y revela hasta los pensamientos e intenciones del corazón. Así fue la palabra de Cristo. Oigámoslo hablar con la Samaritana y descubrir los secretos de su corazón, o con los acusadores de la mujer pecadora, mientras toca sus conciencias para desistir de su condena. Oigámoslo hablando palabras que apelan al compromiso, difíciles de aceptar, que hacen que algunos dejen de seguirle, pero que otros digan, como Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”; o frente a los artificios engañosos de los fariseos y escribas, dejándoles sin respuesta, o juzgándoles duramente como “sepulcros blanqueados”, e “hijos del diablo”. Oigámosle decir a Tomás: “No seas incrédulo, sino fiel”, para caer a sus pies y reconocerle como Señor y Dios, o a Pedro: “¿Me amas…? Apacienta mis corderos”.

¿No has experimentado la espada penetrante de Su palabra que te convence de pecado y te lleva al Calvario por la fe, para abrazar su salvación?, ¿no has sentido alguna vez que Su palabra derriba tus argumentos disipando, tus dudas y quiebra tu corazón hasta sentir necesidad de perdón y restauración?

¿No son las saetas agudas de Su palabra las que se clavan en el corazón como fiel amonestación, en los dichos de un siervo de Dios que la traza con sabiduría?

Esa misma Palabra será la que oirán los incrédulos, los burladores, los idólatras en su desvarío y pretensión frente a Su trono de juicio, en acentos de sentencia final para perdición.

Pero también es la que oirán aquellos fieles siervos, quienes, al fin de la jornada reciban las palabras “buen siervo y fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré”.

La palabra del Siervo como espada de doble filo, como saeta aguda, está íntimamente relacionada con la Persona del Siervo. Él es el Verbo encarnado, la Palabra creadora y sostenedora del universo. El logos eterno, la voz de autoridad del Omnipotente.

Un excelso pensamiento del gran escritor F. B. Meyer, nos sirve como aplicación a este concepto:

“Nuestra boca debe rendirse a Dios, para que Él implante allí la espada aguda de dos filos que procede de sus propios labios. Debemos cuidar de no hablar nuestras propias palabras, ni pensar nuestros propios pensamientos; sino de abrir mucho la boca para que Él la llene con la Palabra de Dios, que es viva y eficaz, y más aguda que ninguna espada de dos filos. “Puso mi boca”, palabras preciosas que denotan, por una parte, la actitud sumisa que cede para recibir; y por otra el toque del Dios viviente, que promete estar con la boca, y enseñar lo que debemos decir. ¿Quién no desea hablar como Pedro, cuando, en el día de Pentecostés, muchos fueron compungidos de corazón? ¿O como Esteban, cuando, en el Sanedrín, se nos dice que sus opositores fueron cortados hasta el corazón por su discurso incisivo? No queremos jugar con las palabras como con espadas para deleitar los ojos de nuestros oyentes, sino penetrar hasta la división entre alma y espíritu, para que los incrédulos sean convencidos y juzgados, y sean revelados los pensamientos de su corazón”.

Pero volviendo a nuestro texto, y nuevamente cito el versículo 2: Y puso mi boca como espada aguda, me cubrió con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba”, el Siervo debía tener un tiempo de capacitación. Debía “aprender la obediencia”. Y entonces ser cubierto con la sombra de su mano, como se guarda la espada en su funda, lista para ser usada en el momento oportuno frente al enemigo; como se guarda la flecha, la “saeta bruñida” (pulida, bien afilada) en la aljaba, para sacarla y lanzarla hacia el corazón del adversario.

Esto nos lleva a los años de vida de Jesús en la villa de Nazaret, de la que solo tenemos pequeños destellos de luz que dejan entrever los evangelios. Esos largos treinta años vieron cómo “el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él”. Vieron desarrollar su niñez, adolescencia y juventud creciendo “en sabiduría, en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”, necesarias para la preparación y vocación del Mesías. Allí, en una oscura villa con no muy buena reputación aprendió las labores de la casa y de la actividad artesanal con la cual su familia se sustentaba, en la compañía de sus piadosos padres y hermanos, aprendió las letras y la historia de Su pueblo. Allí cultivó la comunión con su Padre celestial y se alistó para el ministerio, breve pero intenso, que le esperaba.

“De la misma manera, como una flecha, que mientras no es usada permanece en la aljaba y está escondida de los ojos enemigos, así aconteció con el Siervo del Señor. La condición descrita, por consiguiente, procede a la fase pública y visible de su vida”, dice J. Ridderbos.

“Las frases ´me cubrió con la sombra de su mano… me guardó en su aljaba´… indican que en este periodo formativo recibió una protección especial… Suponemos que ésta fue retirada durante los tres años de su ministerio público a fin de que el diablo pudiese tentarle cómo y cuándo quiso, que pondría de manifiesto la perfección del Siervo en toda clase de circunstancias”.

Sin lugar a duda, ese fue un tiempo para que el Siervo fuera equipado adecuadamente para la tarea que le esperaba, hasta que se cumpliera el tiempo de su ministerio público. Y fue en ese tiempo que Dios le “escondió en la sombra de su mano”, “le guardó en su aljaba”. Así fue históricamente cómo Dios preservó la descendencia de David de la cual nacería el Cristo, o cuando sus padres debieron huir con Él a Egipto, por la furiosa persecución del perverso Herodes. Así, en su temprana juventud, extraviado por María y José, mientras departía con los doctores de la ley, pero permaneciendo sujeto a ellos en filial y respetuosa obediencia.

 La sombra de la mano de Dios, la protección de su “aljaba” en la que se portaban las flechas del arquero, sin embargo, no cesó durante la vida de Jesús, el Siervo del Señor. Le vemos confortado por los ángeles después de Su tentación; cuidado de los ataques despiadados de Sus enemigos; sustentado durante Su agonía en Getsemaní.

Dios el Padre no solo lo llamó, sino además lo comisionó y preparó para que realizara la imponderable obra de redención. Una obra de tal dimensión, de tal trascendencia eterna, necesitaba la acción de Dios preparando a su Mesías, el Señor Jesucristo para realizarla cumpliendo a la perfección sus divinos propósitos.

Por eso Jesús pudo decir: “Nadie me quita la vida, yo la pongo de mí mismo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar”. Y agrega: “Este mandamiento recibí de mi Padre”. Por eso dice la Biblia que “fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.  Tenemos un gran Salvador. ¡A su nombre, gloria!

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