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Autor: Eduardo Cartea

Comenzamos con lo que Eduardo Cartea nos señala como el tercero de los cánticos del Siervo del Señor. Así se titula la serie de programas en la que nos encontramos. En Isaías 50: 4 -11 se presenta el propósito de la Misión del Siervo que es su revelación.


DESCARGARLO AQUÍ PE3043 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (18ª parte)



El Mesías Revelado

Hola, un gusto saludarle nuevamente en este encuentro  en el que estamos estudiando la bendita Palabra del Señor. Le recuerdo que estamos viendo en el libro del profeta Isaías una sección muy particular y preciosa que se denomina “los cánticos del Siervo”, que es una colección de 4 canciones destinadas a hablar del Mesías profetizado y cuya realización es la Persona del Señor Jesucristo, el Siervo de Dios. Aquel que, dice la Escritura, “no estimó el ser igual a Dios como cosa, como derecho a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de Siervo, hecho semejante a los hombres. Y hallado en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Ya hemos observado en los capítulos 42 y 49 los dos primeros cánticos. La presentación del Siervo y la preparación del Siervo. Hoy comenzamos a ver el tercero de estos cánticos y trata del propósito de la misión del Siervo del Señor. Esa perspectiva está en el capítulo 50 de la profecía de Isaías, entre los versículos 4 y 11. Si tiene su Biblia a mano, le sugiero que me acompañe en la lectura. Isaías 50.4-11. Leo en la Palabra del Señor: Isaías 50.4 Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios.

  1. Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás.
  2. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos.
  3. Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto, no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado.
  4. Cercano está de mí el que me salva; ¿quién contenderá conmigo? Juntémonos. ¿Quién es el adversario de mi causa? Acérquese a mí.
  5. He aquí que Jehová el Señor me ayudará; ¿quién hay que me condene? He aquí que todos ellos se envejecerán como ropa de vestir, serán comidos por la polilla.
  6. ¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios.
  7. He aquí que todos vosotros encendéis fuego, y os rodeáis de teas. Andad a la luz de vuestro fuego, y de las teas que encendisteis. De mi mano os vendrá esto: en dolor seréis sepultados”.

  Los versículos precedentes a nuestro párrafo, del 1 al 4 en este capítulo 50 contienen palabras muy duras de parte de Dios hacia su pueblo rebelde. Dios lo ha repudiado; le ha despedido como un hombre se divorcia de su mujer y le ha vendido como un esclavo a sus enemigos, en pago de una deuda que, sin embargo, nunca contrajo. Razones no le faltan. En los versículos 2 y 3 Dios lo acusa de dar las espaldas a quien le sacó “con mano fuerte y brazo extendido” de la esclavitud de Egipto, haciendo señales y maravillas. Secó el mar; convirtió el río en sangre; hizo morir todos sus peces; oscureció con densas tinieblas la tierra de Egipto. Además, le guió por el desierto inhóspito durante cuarenta largos años; les dio la tierra prometida a sus padres; le condujo por mano de sus jueces; le concedió, a su pedido, reyes, algunos de ellos prósperos, fieles. Pero Israel es un pueblo que no conoció a Dios. El versículo 1 de este capítulo 50 dice en palabras de Dios mismo: “He aquí que por vuestras maldades sois vendidos, y por vuestras rebeliones…”.

Las palabras “maldades” y “rebeliones” indican, respectivamente, un sentimiento de iniquidad o perversidad, y una actitud voluntaria y sostenida de transgresión hacia las leyes y la voluntad de Dios. Luego, sigue hablando Dios y dice: “¿Por qué cuando vine, no hallé a nadie y cuando llamé, nadie respondió?”. Dios viene a ellos, se acerca a su pueblo. Siempre tiene la iniciativa. A través de sus profetas, vez tras vez les habla, los busca, pero no los halla. Llama y nadie responde. Todos, a pesar de la bondad del Señor tantas veces demostrada, están ocupados en sus cosas, fascinados con las costumbres de los pueblos paganos, olvidados de la adoración al Dios vivo y verdadero. Entonces, con acentos de hondo pesar, pregunta: ¿Acaso se ha acortado mi mano para no redimir? ¿No hay en mí poder para librar?”. La expresión de “acortarse la mano” es una figura oriental que denota debilidad, al contrario de la “mano larga y extendida” que habla de poder. No obstante, la pregunta con que comienza el v.1: “¿Qué es de la carta de repudio de vuestra madre, con la cual yo la repudié?”, es sugestiva.

No hay carta de divorcio, ya que nunca se divorció realmente; por lo tanto, hay posibilidades de volver a tomarla de nuevo. Dios deja una puerta abierta en su gracia incomparable para el arrepentimiento del pueblo y su perdón. Después del castigo del cautiverio, espera que el pueblo se vuelva a Él. No sucedió así, ya que era un pueblo “duro de cerviz” e “incircunciso de corazón”, es decir, rebelde, obstinado, desobediente. El amor incomparable de Dios hacia aquel pueblo hace que, a pesar de la indiferencia y la incomprensión de ellos, exprese con profundo sentimiento lo que leímos en 49.15: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti. He aquí (como si dijera: ¡Mira!), que en las palmas de las manos te tengo esculpida, delante de mí están siempre tus muros”. ¿Se puede pensar que una mujer, madre de un hijo, racionalmente puede olvidarse de él? El instinto maternal hace que sienta por su hijo un amor que trasciende toda frontera. Daría su vida por él.

No obstante, hay casos en los cuales, extrañamente, alguna madre puede entregar su hijo, el fruto de su vientre a otra persona y olvidarse de ese pequeño ser, absolutamente inocente y dependiente. Pero Dios dice: “Aunque ella se olvide, yo nunca me olvidaré de ti”. Dios no es como nosotros. El es fiel. El amor de Dios es incomparable. No hay forma de comparar el amor divino que excede a todo conocimiento. ¿Cuál es la razón? La razón es que estamos “esculpidos en sus manos”. En las manos del Salvador. Las heridas de los clavos de la cruz son el testimonio más elocuente de su amor por nosotros. Le hemos costado el Calvario. Los evangelios nos recuerdan una escena donde Cristo, ya resucitado, aparece a sus discípulos. No estaba Tomás.

Cuando le dijeron que habían visto al Señor, Tomás respondió: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, no creeré. Ocho días después, Jesús volvió a aparecer a sus discípulos. Estaba Tomás. Y el Salvador le mostró sus manos heridas. El discípulo incrédulo le dijo, en tonos de confesión sentida: “Señor mío y Dios mío”. Tomás estaba esculpido en las manos de Cristo. Así estamos usted y yo. Es la demostración más elocuente de su amor por nosotros. ¿No es así? Podemos decir como Tomás, cayendo a sus pies: “Señor mío y Dios mío”.

Pero, volvemos a Isaías 50. La solución divina para hacer que “muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor, Dios de ellos” es, justamente, “el Siervo de Jehová”. Así, en los versículos del 4 al 11 encontramos este tercer cántico: es un relato en primera persona, en los versículos del 4 al 9, y una apelación del mismo Siervo de Jehová en los vs. 10 y 11. Su experiencia es en este cántico más profunda que los dos anteriores. Habla de sus sufrimientos. Como dice Jerónimo: “en comparación con los dos primeros, las tinieblas son más densas; la persecución más violenta”. Es el mismo Siervo el que habla. Y es precioso poder estudiar este sublime párrafo porque es como oír al Siervo del Señor, al Mesías, al mismo Jesucristo hablando en forma profética y anticipada de la misión que el Padre le dio para cumplir en el mundo. Oigámoslo para ver cuál es el propósito del Siervo de Jehová. Le invito a acompañarme en el próximo encuentro y nos enteraremos. Que el Señor le acompañe y bendiga.

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