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Autor: Eduardo Cartea

En este programa, escucharemos sobre la misión del Siervo del Señor nuevamente. Se describe en Isaías 50:4 como el Redentor de la humanidad caída. Esto como parte de la serie “Los cánticos del Siervo del Señor”.


DESCARGARLO AQUÍ PE3044 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (19ª parte)



El mesías redentor

Hola. Nos adentramos en el capítulo 50 del libro de Isaías para ver en sus preciosas letras el anuncio de la misión que el Siervo del Señor, el Mesías, en la persona del Señor Jesucristo profetizado, tendría al venir a este mundo a realizar la magna obra de la redención de los pecadores. Leo en el v. 4: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios”. Hay una absoluta sumisión del Siervo hacia su Dios. Aquí le llama: Jehová el Señor. En hebreo Adonai Jehová, o Adonai Yahvéh. El Soberano Señor, reconocido en esos términos en los vv. 4, 5, 7 y 9.

Es el siervo dispuesto a obedecer en toda su vida y hasta la muerte. Es aquel que siendo Señor de todo, al asumir la naturaleza humana, “por lo que padeció, aprendió la obediencia”, y se hizo “obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Vino a cumplir la voluntad del Padre, por eso dice: “Heme aquí para que haga tu voluntad…”. Por eso, postrado ante su majestad, en la angustiosa soledad del huerto de Getsemaní, dice: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”. Qué distinto al primer Adán, cuando tácitamente dijo: “No como tú quieres, sino como yo”. Por eso, la Biblia sentencia: “por la desobediencia de un hombre, los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos son constituidos justos”. En ese camino de obediencia y disciplina, el Siervo recibe de su Señor, una “lengua de sabios para saber hablar palabras al cansado”. La expresión “de sabios” puede traducirse también como “de discípulos”, es decir de aquellos que están sometidos a disciplina.

Así fue el Siervo, capacitándose en la escuela de Dios para la tarea que había venido a cumplir. Con Jeremías 31.25, pudo decir: Porque satisfaré al alma cansada, y saciaré a toda alma entristecida”. ¿Quién, como Jesús habló palabras de gracia?, ¿quién como Él, que no enseñaba como los religiosos, sino con celestial autoridad? Por eso Pedro le dijo una vez: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. ¿Quién tuvo palabras de ánimo para los temerosos discípulos; de perdón para la mujer adúltera; de consuelo para la atribulada Marta, la hermana de Lázaro; de restauración para el avergonzado Pedro? ¿No dijo Jesús, en su presentación como Mesías en la sinagoga de Nazaret aquellas palabras proféticas de Isaías 61: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor”?

¿No fue el Salvador quien dijo también: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados y yo os haré descansar”, cumpliendo en su ministerio compasivo y tierno las palabras del primer cántico “No gritará ni alzará su voz, ni la hará oír por las calles; no quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare”? ¿Acaso no hemos oído su voz en momentos de zozobra, inquietud, dudas, incomprensión, y sus acentos cariñosos llenaron nuestro corazón, consolaron el alma, secaron nuestras lágrimas? ¿No hemos tenido alguna vez heridos nuestros sentimientos? Bueno, también Él los tuvo. Enojado, dijo ante el muchacho endemoniado: “¿Hasta cuándo os he de soportar?”, o lleno de asombro sufrió la incredulidad de sus paisanos de Nazaret. Igualmente debió soportar dolores morales, por ejemplo, cuando dijo: “Ahora está turbada mi alma, ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?”; o cuando expresó: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”, dicho de otra manera: “Es tal la angustia que me invade, que me siento morir”.

Y qué diremos de dolores espirituales. Los grandes hombres de Dios los sufrieron. Moisés, cuando agotado por soportar a un pueblo persistentemente rebelde, dijo a Dios: “¡Ráeme de tu libro!”. Elías debajo del enebro, perseguido por la impía Jezabel, dijo: “¡Quítame la vida!”. David, con su corazón quebrado por el temor a sus enemigos, clama: ¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos; moraría en el desierto”. Pero también el Siervo de Dios tuvo ese sentimiento. Leo en la epístola a los hebreos 5.7: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente”.

  1. B. Meyer nos recuerda que:

“En una manera u otra, todas las almas en alguna parte de su vida se cansan. No hay nada extraño en esto; pero la novedad, la gran novedad, consiste en el infinito cuidado que Dios tiene de los cansados”.   Él tiene “lengua de sabios” para sostener al fatigado, para alentar al cansado y animar al afligido. Literalmente, “para socorrer con palabras” a los cansados. Uno de los títulos que la Biblia da al Señor es “abogado”. Leemos en 1 Juan 2.1: “Hijitos míos, estas cosas os he escrito para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo”. La palabra abogado es en griego parákleto: ayudador, consolador, intercesor.

Es aquel que es llamado a nuestro lado en el momento de necesidad para asistirnos, ayudarnos y consolarnos. Muchas veces nos ocurre lo que el Señor dijo a Pedro: “Simón, Simón, Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo, pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte”. Nos ha pedido porque no somos suyos, pertenecemos al Señor. Pero el Señor ruega por nosotros, y notemos que está expresado en singular: “por ti”. Es personal, es para cada uno de nosotros, es en el momento de necesidad. Podemos confiar; el Siervo del Señor es nuestro abogado para con el Padre. Entonces, cantamos con plena certeza:   Cristo está conmigo, ¡qué consolación! Su presencia quita todo mi temor; Tengo la promesa de mi Salvador: “No te dejaré nunca; siempre contigo estoy”.  

Cuán necesario es el ministerio de la consolación. Cuánto debemos aprender del Siervo del Señor para imitarle ejerciendo esa tarea en favor de otros. En 1 Ts. 5.11 leemos: “Por lo cual, animaos unos a otros, y edificaos unos a otros, así como lo hacéis.. Lo que la Escritura pide de nosotros hacia nuestros hermanos, entonces, es permanecer al lado de ellos para ayudarlos, consolarlos, exhortarlos, animarlos. ¡Qué honor y responsabilidad tenemos de hacer en nuestra dimensión humana la misma tarea que hace el Señor y también el Espíritu Santo! Animar o alentar, es consolar y fortalecer la mente en momentos de depresión o debilidad, auxiliar, tranquilizar, aliviar, enjugar lágrimas, confortar, vivificar y exhortar. ¿Qué hace una madre cuando su niño está llorando desconsoladamente como si el mundo se terminara?, ¿cómo actúa ella? Se acerca y le abraza, levanta, enjuga sus lágrimas y le da algo para que pueda superar ese momento traumático. Le habla suavemente con palabras tiernas, acaricia y dice: “bueno, ya pasó”, “no te preocupes”, “no llores”. Y el niño queda aliviado, recuperado, consolado, animado.

Eso es la consolación. Como Moisés dijo al pueblo: “Esforzaos y cobrad ánimo; no temáis ni tengáis miedo… porque Jehová tu Dios es el que va contigo; no te dejará, ni te desamparará”.  Así hace Dios con nosotros cuando acudimos a Él. Pablo, por su parte añade: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones…”. Así también debemos hacer nosotros con nuestros hermanos cuando nos necesitan. Ponernos a su lado y hablarles palabras suaves, tiernas, palabras de aliento y esperanza. Orar por ellos, con ellos y ayudarles a superar el momento difícil. Muchas veces el silencio respetuoso vale más que mil palabras sin contenido. No se trata solo hablar, ni siquiera decir la palabra oportuna. Esta debe ser dicha de la forma y en el momento oportunos. Muchas veces un apretón de manos, un abrazo, un beso cariñoso, o la elocuencia del silencio lleno de empatía, simpatía y oración son mejores que las palabras que, a menudo se dicen livianamente. Debemos aprender del Maestro, que una vez fue discípulo de Dios, pero graduado en esa escuela de servicio.

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