Cánticos del Siervo del Señor (20ª parte)

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Autor: Eduardo Cartea

El Padre encomendó una misión al Hijo, que se describe como “El Siervo del Señor” en Isaías. Hablamos de la redención de la humanidad. El capítulo 50 escuchamos en este programa sobre el consuelo, aliento y consejo que procede del Mesías.


DESCARGARLO AQUÍ PE3045 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (20ª parte)



El mesías consolador

Hola amigos. Estamos en Isaías 50 viendo por la fe al Hijo de Dios, el Siervo de Jehová en su misión. La misión que el Padre le encomendó cuando vino del cielo a realizar la obra de la redención de los pecadores. En nuestro último encuentro meditábamos en el v. 4 de ese capítulo monumental de la profecía de Isaías, donde leemos: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios”. Estas palabras se cumplieron en el ministerio de Jesús, el Señor. Nadie como él supo animar, consolar, alentar a los desanimados, a los tristes de corazón.

Es lo que cada uno de nosotros, como hijos de Dios debemos hacer, porque así nos lo pide la Biblia, con los demás.   “Nada refleja una lengua adecuada para los discípulos de Dios como el don de administrar consolación”.   Consolar es una tarea que requiere de un temperamento sensible a los problemas de otros, y discernimiento espiritual a fin de no solo tranquilizar sicológica y emocionalmente, sino también fortalecer espiritualmente.  

Aquí brilla mucho la tarea que la mujer cristiana puede hacer en la congregación. Es indudable que ella tiene una sensibilidad y una ternura mayor que la del varón. Y es en la iglesia donde las mujeres pueden ejercer un ministerio precioso, orando, alentando, animando a los creyentes.   Es la mujer la que mejor puede hacer lo que dice 1 Ts. 2.7: “antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos”. Esa alma maternal es propia de las hermanas. ¡Cuánta falta hacen ellas! Una Priscila, una María, una Pérsida, como Pablo las recuerda en su cap. 16 de Romanos.   

Dijo alguien:   “En el ‘hospital de las almas’, que es la congregación local, necesitamos desesperadamente lo que las mujeres puedan hacer para vendar las heridas y levantar los espíritus. Especialmente en un tiempo cuando las crisis personales, las dificultades en las relaciones, los problemas emocionales y los fracasos familiares están tan difundidos; el don de la motivación, con el cual Dios ha dotado a las mujeres capaces para dar, es esencial”.  

Pero, en definitiva, es tarea de todos los hermanos. Miremos como lo expresa el apóstol en el versículo 14: “También os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos (los que andan desordenadamente), que alentéis a los de poco ánimo (los desanimados); que sostengáis a los débiles (los que no tienen fuerza para seguir); que seáis pacientes para con todos”.   Deberíamos preguntarnos seriamente cada uno de nosotros lo que Job dice en tonos de reproche a uno de sus amigos en su cap. 26.1-4: “¿En qué ayudaste al débil? ¿Cómo has amparado al que no tiene fuerza? ¿En qué aconsejaste al que no tiene conocimiento y qué plenitud de inteligencia has dado a conocer? ¿A quién has anunciado palabras y de quién es el espíritu que de ti procede”?  

Y así deberían ser nuestras iglesias. Verdaderas comunidades terapéuticas. Como lo dice A. D. Gandini:   “Dios no ha creado su iglesia para que resuelva el problema del pecado en el mundo, sino para que anuncie y viva una vida comunitaria compartiendo en el amor de Jesucristo todas las situaciones humanas. De manera que todos los enfermos en cualquier orden sintamos el amor de Dios y la aceptación a través de la hermandad, sirviéndonos los unos a los otros en el nombre de Jesucristo”.   “La iglesia es comunidad sanadora porque ama en Cristo a los sanos y a los enfermos, a los jóvenes y a los ancianos, a la mujer y al varón. La comunidad es terapéutica cuando hay aceptación del hermano, amor en toda situación y esperanza para toda dolencia”.  

Nos recuerda Agustín que “la iglesia no es una catedral para santos, sino un hospital para pecadores”.   El Siervo del Señor no solo tiene palabras de ánimo. Mañana tras mañana su Dios, el Dios Soberano, como un maestro que llama temprano a su discípulo para comenzar la clase del día, despierta su oído para que oiga como los sabios. Así, el Siervo es sabio para hablar, porque es sabio para escuchar.   Mañana tras mañana, nos indica una verdadera disciplina del Siervo. Leemos que Jesús “muy de mañana” se retiraba solo para orar, para estar a solas con su Padre.

Una cita diaria, constante, permanente, para oír Su voz. El oído listo para recibir Su palabra, dirección, proyectos, voluntad. Para aprender una nueva lección de simpatía y misericordia necesarias para el ministerio de ese día. “Os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios”, dijo en Juan 8.40.   Israel no había escuchado a Dios. Cuando Él llamó, nadie respondió como leemos en el v. 2 de este capítulo 50. Pero el Siervo tenía su oído atento para obedecer la dirección de su Señor. Oigámosle: “De cierto, de cierto os digo; No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente”; “Nada hago por mí mismo, sino según me enseñó el Padre, así hablo”. “Yo hago lo que he visto cerca del Padre”“Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar”. “La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió”.  

No era falta de poder o capacidad en el Hijo, sino una causa de comunión de esencia y operación. Por eso, en Juan 5.30 leemos: “No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre”. Era la voluntad humana de Jesús sometida totalmente a la del Padre.   Si Jesús, el Hijo de Dios, necesitaba asistir a la escuela del Padre cada día, ¡cuánto más nosotros! El tiempo devocional es imprescindible en la vida cristiana.

Es el momento de estar a solas con el Señor para oírle, hablarle y recibir guía y dirección para el día. ¡Bendita hora de silencio y reflexión en la presencia de Dios! No dejemos nunca que los apuros, las cosas de la vida, las “urgencias”, nos priven de ese tiempo de bendición.   Que podamos decir con el salmista en el salmo 63: Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas, para ver tu poder y tu gloria”.   Pero, además, todo siervo del Señor tendrá su boca llena de verdad y de palabras de aliento, fortaleza y consuelo en su ministerio, si tiene sus oídos llenos de la Palabra de Dios.

Si su actitud es la del antiguo profeta Samuel, que siendo aún un muchacho dijo: “Habla, que tu siervo oye”.   Y para eso se necesita disciplina, la actitud del discípulo que aprende a los pies del Maestro “mañana tras mañana”.   Dice Alec Motyer:   “La cita mañana tras mañana no es una provisión o exigencia especial relacionada con el Siervo perfecto, sino el currículum normal para todos los discípulos”.   Debemos aprender de Él. No es algo sencillo, porque somos propensos a hablar, pero no a oír. Santiago dice: “Todo hombre sea pronto para oír; tardo para hablar, tardo para airarse”. Así somos muchas veces. Cierta vez, una sencilla mujer cristiana me dio una lección que no olvidé jamás. Le comenté cómo había amonestado en forma un tanto desconsiderada a un hermano que no venía a los cultos, y cómo él había reaccionado con desagrado. Ella me dijo: “Cuando una persona está en problemas, más que hablarle, hay que saber oírle”.

No es fácil saber oír, pero he tratado de aprenderlo a partir de mi error y su consejo.   El Siervo del Señor, el hombre Jesús, así lo demostró en su ministerio. También él supo escuchar al necesitado. Y aún lo hace. El Salvador, nuestro abogado en la presencia de Dios tiene oídos de sabios para saber oír. Por eso puedo ir a cada momento en medio de mi necesidad al trono de la gracia y saber que su oído está atento a mi clamor para recibir el oportuno socorro. Siempre está dispuesto para mí. Por eso usted puede acercarse al trono de la gracia, sabiendo que allí sentado hay uno que sabe oírle y quiere bendecir su vida.

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