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Autor: Eduardo Cartea

El capítulo 50 de Isaías nos sigue, como en los programas anteriores, describiendo las características del Siervo del Señor. En esta oportunidad se habla de la obediencia al Padre.


DESCARGARLO AQUÍ PE3046 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (21ª parte)



El Mesías obediente

¿Cómo está? Acompáñeme, si gusta, a seguir meditando sobre el capítulo 50 de la profecía de Isaías en torno a este breve estudio sobre “los Cánticos del Siervo del Señor”.   En el v. 5 leemos: Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás”.   Abrir el oído, en este caso no tiene la idea de “revelar”, o “descubrir algo”, sino en “abrir algo cerrado”. En esta última cita leemos de Israel, en contraposición del Mesías Siervo: Sí, nunca lo habías oído, ni nunca lo habías conocido; ciertamente no se abrió antes tu oído; porque sabía que siendo desleal habías de desobedecer, por tanto, te llamé rebelde desde el vientre”.

Notemos que esta expresión de “abrir el oído” está relacionada con la obediencia. Quiere decir, estar dispuesto a escuchar y hacer lo que alguien pide.   Así que aquí significa que el Padre le comentó un secreto que Jesús estuvo deseoso de obedecer. “Me abrió el oído” es una expresión preciosa. No solo nos habla de Aquel que estuvo dispuesto a obedecer al Padre sin reservas, con un oído abierto a su dirección y voluntad, fuera cual fuese ella.

También nos recuerda las palabras mesiánicas del Salmo 40.6-8: “Sacrificio y ofrenda no te agrada; has abierto mis oídos; holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”.   Esta expresión de “abrir el oído”, puede traducirse de otra forma, como “horadar la oreja”. Y horadar la oreja significa la rendición completa y voluntaria de una persona a otra. En la Biblia se puede ver elocuentemente en Éxodo 21.1-11.

En aquel tiempo, los esclavos que servían a sus amos en el antiguo Israel, cuando, teniendo oportunidad de salir en libertad después de siete años de servicio, escogían quedarse voluntariamente en la casa de su amo para servirle por amor a él y a los suyos. Entonces, se celebraba aquel rito tan especial de horadar su oreja con una lezna contra una puerta o un poste, en señal de servicio voluntario y perpetuo. “La prueba del acto quedaría en la cicatriz corporal como un documento indeleble”.  

El autor de la epístola a los Hebreos interpreta el pasaje del Salmo 40 y lo aplica a la persona del Señor Jesús en el capítulo 10.5-7, sustituyendo la expresión “has abierto mis oídos” por “me preparaste cuerpo”. No hay contradicción. Los oídos son el punto de contacto a fin de recibir y obedecer la voluntad de Dios para su vida y ministerio, en el cual todo el ser está dispuesto, en total consagración.   El hacer la voluntad divina no era gravosa para el Siervo. El hacerla “me ha agradado”, dice. Para todo siervo obediente, la voluntad de Dios es siempre “buena, agradable y perfecta”.  

Así que la respuesta a ella fue categórica: “No fui rebelde, ni me volví atrás”. Al contrario de Su pueblo, en el Siervo no hubo claudicación. Vez tras vez anunció a sus temerosos discípulos que era necesario que el Hijo del Hombre padeciera mucho, porque así lo había determinado Su Padre celestial.   Hay un pasaje sorprendente en Marcos 10, donde leemos: “Iban (Jesús y sus discípulos) por el camino subiendo a Jerusalén; y Jesús iba delante, y ellos se asombraron, y le seguían con miedo. Entonces volviendo a tomar a los doce aparte, les comenzó a decir las cosas que le habían de acontecer: He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles; y le escarnecerán, le azotarán, y escupirán en él, y le matarán; más al tercer día resucitará”.  

No hubo desprecio, humillación, ni dolor o vergüenza que le hiciese renunciar a cumplir el mandato del Padre de consumar la obra redentora a favor de la humanidad perdida. Hebreos 12.2 dice que “por el gozo puesto delante de él, sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza”.   Al contrario, para esto he venido”, dijo Jesús, y completó su obra. Orando al Padre, con la certeza de la obra consumada, dijo: Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”. Muchas veces a los hombres nos sorprende la muerte y nuestros proyectos, nuestras obras quedan a medio hacer, sin concluir. Pero no fue así con el Hijo de Dios. El concluyó la obra. Por eso el Calvario retembló con la voz de Cristo, cuando dijo: “Consumado es”.

Todo ha concluido. Todo ha sido pagado. Todo ha sido consumado.   En el versículo 6 de este capítulo 50 de Isaías leemos de otra faceta de la misión del Siervo del Señor, hablando de sus sufrimientos: “Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos”.   Esta es una descripción descarnada de la humillación que sufrió el Mesías profetizado: herido, maltratado, deshonrado, injuriado, avergonzado. Leer en los evangelios el relato de la entrega de Judas, la negación de Pedro, el juicio ante Herodes y Pilato, y la crucifixión en el Gólgota judío es asistir a la culminación de la obediencia del Siervo. Así Pablo, inspirado, dice que fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.  

La expresión “Di mi cuerpo a los heridores” nos habla del castigo de flagelación, los crueles cuarenta azotes “menos uno”, que sufrió el Salvador. Un azote de tiras de cuero, que terminaba en puntiagudos huesos o afilados trozos de metal, descargado con saña feroz por insensibles verdugos, dejaron hondos surcos en su bendita espalda.   Por eso, como una ofrenda costosa, pero voluntaria, le oímos decir: “Di —entregué, puse— mi cuerpo a los heridores”.   La otra expresión: “Mis mejillas a quienes me arrancaban la barba”, expresa no solo la brutalidad de la acción, sino la señal, en la cultura hebrea, de deshonra y humillación, abofeteándole. Es, sin duda, una manifestación de absoluto menosprecio.  

Agrega: “No escondí mi rostro de injurias y de esputos”. Escupir a uno, y particularmente en la cara, es otra forma del mayor desprecio, hecho por personas de muy baja moral. Así lo podemos leer en Job 30, en la experiencia del patriarca, pero perfectamente aplicable al Señor: Hijos de viles, y hombres sin nombre, más bajos que la misma tierra. Y ahora yo soy objeto de su burla, y les sirvo de refrán. Me abominan, se alejan de mí, y aun de mi rostro no detuvieron su saliva”.    

Una verdadera tortura física y moral, digna del peor de los criminales. ¡Qué osadía, la criatura pretender humillar al Creador! Un día verán ese rostro lleno de majestad y gloria y clamarán a los montes para que caigan sobre ellos y les escondan de su ira.   ¿Qué hubiera pasado si el Señor de la gloria, el que calmó los vientos y la tempestad, el que sanó a leprosos, dio vista a ciegos y oído a los sordos, que expulsó con su voz de mando a legiones de demonios y resucitó muertos, el Dios poderoso de los siglos y la historia, ¿hubiese abierto su boca? Si solo pronunciando el “Yo soy”, cayeron a tierra aquella noche en el huerto de los olivos, ¿qué hubiese sido de aquellos que le prendieron si hubiera llamado en su auxilio al Padre y Él le enviara —como dijo— “doce legiones de ángeles” ?, ¿qué hubiera pasado si no sucediera lo que dice el apóstol Pedro de Él “quien, cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” ?  

Lo soportó en silencio, y agrega nuestro versículo “di mi cuerpo y mis mejillas” … “no escondí mi rostro”. Lo hizo voluntariamente. Por eso Pablo dice en 1 Timoteo 2.6: “Se dio a sí mismo en rescate por todos”; en Tito 2.14: “quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad”; y en Gálatas 2.20: “se entregó a sí mismo por mí”. Notemos en estas tres Escrituras la progresión del pensamiento:

  • Se dio en rescate por todos. Por todos los pecadores.
  • Se dio a sí mismo por nosotros. Por todos los que creemos
  • Pero, sorprendentemente, también “Se entregó a sí mismo por mí”.

  Por cierto, El Siervo del Señor es digno de gratitud y adoración.

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