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Autor: Eduardo Cartea

El capítulo 40 verso 7 de Isaías se describe la confianza del Siervo del Señor, el Mesías. Esta está puesta en el Padre. De otra forma, no hubiese sido posible pasar por el tormento necesario para dar solución al problema del pecado.


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PE3047 – Estudio Bíblico
Cánticos del Siervo del Señor (22ª parte)



El Mesías decido

Me alegra estar nuevamente con usted para continuar pensando, meditando en el Siervo del Señor en el contexto de “los cánticos del Siervo” en la profecía de Isaías.     

   Estamos viendo un verdadero retrato del Señor Jesucristo. Y en el capítulo 50 de Isaías, podemos ver como él desarrolló su misión, la que el Padre le había encomendado cuando vino del cielo a este mundo a salvar a los pecadores.

 

  Hemos considerado ya los versículos 4 al 6. Hoy veremos el v. 7. Lo leo para comenzar nuestra meditación de hoy:

  Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto, no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado”.

   La expresión “me ayudará” está en futuro, mientras que “no me avergoncé” en pasado. Es una rara forma gramatical que podríamos traducir así, como en algunas versiones: “No seré humillado, pues es Dios quien me ayuda”. La afirmación, no obstante aparecer en futuro en la versión que solemos utilizar (la Reina Valera Revisión 60), indica una confianza absoluta del Siervo en su Dios. Esa confianza es el secreto para no sentir la vergüenza, la ignominia de los sufrimientos y la muerte indigna de la cruz.

   Los ecos del salmo resuenan: Jehová está conmigo (el Señor es mi ayudador); no temeré lo que me pueda hacer el hombre”.

   Aun cuando sufrió “tal contradicción de pecadores contra sí mismo”, su ánimo no se cansó “hasta desmayar”, dice la epístola a los Hebreos, capítulo 12. Al contrario, leemos en Lucas 9.51: Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén”. “Afirmar el rostro” puede ser traducido como: “hizo firme su propósito”, “decidió ir con determinación”, “se dirigió resueltamente”, “emprendió con valor su viaje”. Cualquiera de estas afirmaciones nos lleva a pensar en la firme resolución del Siervo de completar la obra para la cual había venido. ¿No sabía lo que le esperaba? ¡Sí lo sabía! ¿No conocía de antemano los sufrimientos que habría de atravesar? ¡Por supuesto! Era el Dios omnisciente compartiendo su naturaleza divina con su naturaleza humana. Así lo había anticipado a sus discípulos vez tras vez. Menciono varios pasajes:

  “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día”.

 “Es necesario que padezca mucho, y sea desechado por esta generación”.

 “Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos; porque lo que está escrito de mí, tiene cumplimiento”.

 “Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día”.

 ¿Notó la frase que se repite en todos estos versículos? “Es necesario”. No había otra forma. No podía Dios resolver el dilema de la perdición de los hombres salvo con una solución: la muerte de Cristo, su Hijo amado, llevando sobre sí la responsabilidad y condenación de los pecados de los hombres.

   A pesar de ello, el Señor Jesús puso su rostro como un pedernal, como una roca firme y con carácter resuelto fue hacia adelante… hacia la cruz. Jesús no fue un mártir. El decidió ir a la cruz.

  Recogemos esta frase del gran escritor F. B. Meyer: “El mártir muere porque no puede evitarlo. Cristo murió por su propia elección. Puso su vida de sí mismo. Ninguno se la quitó”. Dice el Señor en Juan 10.18: Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre”. Esta frase trasunta profunda convicción. El Hombre Dios soberano no esperó a que quitasen su vida —la entregó de sí mismo.

   Es verdad que un día sobre la cruz inclinaría la cabeza antes de exhalar su final suspiro y entregar su espíritu al Padre, pero, no sería avergonzado.

  “En un sentido podría decirse igualmente que Cristo fue Señor de su propia muerte, porque no esperó a que la muerte fuera a Él, sino que Él mismo salió al encuentro de la muerte. Jesús murió porque quiso, cuando quiso y como quiso”. ¡Qué extraordinario!

 

  Es notable que el término que usa Juan para “entregó” en su Evangelio, cap. 19.30, donde leemos: “Y habiendo inclinado la cabeza entregó el espíritu”, tiene el sentido de entregar, encomendar, encargar, confiar algo para ser guardado. Y en el pasaje paralelo de Mateo 27.50, la palabra traducida como “entregó” da la idea de liberar, despedir. Ambos términos indican una acción voluntaria y totalmente consciente. No fue de otro modo. El Hijo de Dios, el Dios de la gloria, el Omnipotente Dios, creador de cielos y tierra, no fue a la cruz por la voluntad de aquellos que le crucificaron, sino por su propia voluntad. En la antigüedad, cuando era necesario sacrificar animalitos inocentes, ocupando el lugar del pecador, había que matarlos y luego atarlos al altar para ser pasados por el fuego. Ellos no se subían voluntariamente al altar. Pero el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, no solo fue predestinado desde antes de la fundación del mundo para morir en la cruz, sino que él mismo se entregó para hacerlo.

  Un escritor destacado, E. Danyans, agrega a continuación:

  “Fue su propia voluntad de morir. Hay en Él una vida y poder de escoger siempre presentes, y así, en el último momento, se ofrece a Sí mismo en sacrificio.

   El Comentario de Weiss-Meyer dice que la expresión «entregó (a Dios) el espíritu», caracteriza su muerte como voluntaria, puesto que la separación del alma (o espíritu) del cuerpo se verificó por su consciente y espontánea entrada en la voluntad de su Padre, aunque, sin embargo, se efectuó conforme a la ley natural”.

   Alvah Hovey, por su parte, agrega:

  “Cristo, en ese momento, conforme a la voluntad de su Padre, permitió que su cuerpo cediera a las fuerzas destructivas naturales que le asaltaban, y entregó su espíritu a Dios. No quitó su propia vida, sino que resolvió por su propia voluntad no impedir por más tiempo que los hombres pecadores se la quitaran”.

  “Y así fueron cumplidas sus propias palabras `Nadie me quita la vida, yo la pongo de mí mismo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar`. La parte esencial es esta: que en el acto supremo de su obra propiciatoria, Jesús hizo de la voluntad de su Padre su propia voluntad y se ofreció a Sí mismo en sacrificio a Dios. Hasta el último momento y en la separación del alma y del cuerpo, fue consciente y perfectamente libre, haciendo todo y sufriéndolo todo sin constreñimiento, excepto el del amor para con Dios y los hombres”.  

 

   Pronto el Padre levantaría su cabeza; por eso el Siervo de Jehová bien pudo decir con el salmista en el Salmo 27:

  “Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré? Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? Cuando se juntaron contra mí los malignos, mis angustiadores y mis enemigos, para comer mis carnes, ellos tropezaron y cayeron. Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado. Porque él me esconderá en su tabernáculo en el día del mal; me ocultará en lo reservado de su morada; sobre una roca me pondrá en alto. Luego levantará mi cabeza sobre mis enemigos que me rodean, y yo sacrificaré en su tabernáculo sacrificios de júbilo; cantaré y entonaré alabanzas a Jehová”.

  No quedaría con Su cabeza inclinada: esa cabeza coronada con amargas espinas, herida, ensangrentada, llevando las marcas de nuestro pecado, pronto iba a ser coronada con honra. Jesús fue sepultado, pero al tercer día resucitó. Y luego ascendió al cielo, donde, dice la Biblia, está sentado a la diestra del Padre, coronado de honra y gloria. Pero aún más. Un día aquellos que le rechazaron, y aún le rechazan, verán Su cabeza cubierta de gloria y esplendor, y ante su majestad doblarán sus rodillas y confesarán que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios el Padre.

   Una antigua canción, con música de Juan Sebastián Bach, dice en reverentes acentos:

    Cabeza ensangrentada, cubierta de sudor,

    De espinas coronada y llena de dolor;

    ¡Oh, celestial cabeza, tan maltratada aquí,

    de sin igual belleza, yo te saludo a ti!

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