Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (32ª parte)
9 noviembre, 2024Autor: Eduardo Cartea
En este programa escucharemos sobre el Mesías que con su sacrificio nos trajo la paz. Además de entender la profunda relación de la enfermedad en común de la humanidad, y posibilidad de alcanzar un estado pacífico. Todo esto en el marco del estudio del hermano Eduardo Cartea sobre Los Cánticos del Siervo”.
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PE3058 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (33ª parte)
El Mesías Príncipe de Paz
Hola, es un gusto acompañarle una vez más en este espacio en el que meditamos sobre temas de la Palabra de Dios.
Estamos considerando uno de los grandes capítulos de la Biblia, como es el No. 53. No hay descripción profética sobre los sufrimientos de Cristo más elocuente en el Antiguo Testamento que esta página inmortal de las Escrituras. Su exactitud asombra, su profundidad nos anonada. No se puede abordar su contenido sino con los pies descalzos en actitud de reverencia ante la revelación de la Palabra de Dios.
Miremos en el versículo 5 su castigo y sus llagas.
La última expresión de nuestro versículo es: “el castigo de nuestra paz fue sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados”. Sí, hubo curación para nosotros porque hubo herida para Él.
El pecado lleva consigo no solo la culpa, sino el juicio y el castigo. Así que, como pecadores que somos, usted y yo merecíamos pagar por nuestras culpas. Una enorme deuda contraída con Dios mismo. Y esa deuda no es otra que la muerte, y la peor de todas ellas: la separación eterna de Dios. Tal juicio es inexorable. La Biblia lo dice en estos términos en la profecía de Ezequiel cap. 18: “El alma que pecare, esa alma morirá”. Oigamos como lo dice Jeremías, en su cap. 30: “Porque yo estoy contigo para salvarte, dice Jehová, … a ti no te destruiré, sino que te castigaré con justicia; de ninguna manera te dejaré sin castigo”. Inexorablemente, estábamos expuestos a eterna condenación. “La paga del pecado es muerte”, sentencia la Biblia. Irremisiblemente perdidos para siempre.
Pero en la cruz hubo una transacción: el Padre echó sobre las espaldas de Jesús todo nuestro pecado y por Él derramó sobre su santo Hijo lo que nos correspondía, Su justicia y Su ira, para proveernos, a nosotros, miserables y perdidos pecadores, un vestido de justicia, la justicia de Cristo y un perdón absoluto.
El veredicto del juez es concluyente: o muere el pecador, o muere Jesucristo en su lugar. Así como sucedió en Egipto por mandato de Dios antes de salir de la esclavitud por medio de Moisés. Debía morir el hijo primogénito o el cordero sustituto.
El castigo tan cruel y duro cayó sobre Él. Fue el medio necesario para lograr nuestra paz. La “paz con Dios”. El estado de reconciliación que proviene de Dios hacia nosotros. En 2Co. 5, leemos: “Todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no imputándoles a los hombres sus pecados”. La paz con el Padre fue lograda por Cristo a través de su muerte en la cruz. Leemos en Efesios 2.14: “Él es nuestra paz”. Y agrega Colosenses 1.20: “Y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz”.
Oigamos a Alex Motyer:
“Aquí significa la “paz con Dios” mediante la cual nos acercamos a Él y Él se reconcilia con nosotros. Isaías abrió esta secuencia de oráculos sobre el trasfondo de una paz perdida…. El Siervo se adelantó entonces, … precisamente porque los malos no pueden disfrutar de paz, pero necesitan a alguien que les lleve de regreso a Dios. Ahora esta obra se ha cumplido mediante su muerte penal y sustitutoria. Donde no había paz”.
El vocablo paz, shalom en hebreo, contiene un concepto más profundo que en nuestra lengua. No es solo ausencia de aquello que perturba. Es, además, un sentimiento de bienestar, de quietud. Para el Siervo de Jehová fue tortura, agonía y muerte —para nosotros es bendición plena y dicha eterna.
Días antes de la cruz, el Señor había estado llorando sobre la ciudad de Jerusalén. La amada ciudad que le iba a recibir con palmas y exclamaciones de hosanná, que significa: “¡Oh Señor, sálvanos ahora!”, y que horas más tarde gritaría hasta hacer arder las gargantas: ¡Crucifícale, crucifícale! Así que, Jesús, viendo y sabiendo lo que sufriría a causa del desdén y rechazo de aquel pueblo, dijo: “Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! Y en otro momento agregó: “¡Oh si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos”. No lo conocieron. No lo entendieron, ni lo recibieron. Rechazaron a Cristo. Le despreciaron y le entregaron a muerte.
Y ¿cuál fue el costo de la paz, de nuestra paz? Isaías nos responde: El costo de la paz fue nada menos que las heridas de Jesús. Nuestro versículo dice: Por su llaga fuimos nosotros curados. Curados de nuestra enfermedad, de nuestra lepra espiritual.
Pedro recoge esta verdad y la recuerda en su primera epístola 2.24: “Por cuya herida fuisteis sanados”. El término que utiliza para herida es único en el Nuevo Testamento, pero es el mismo que se usa en este versículo 5 de Isaías 53. Se refiere a una herida, una magulladura extremadamente dolorosa producida por un azote.
Sin embargo, es interesante el comentario del célebre erudito William Vine en su diccionario de palabras griegas: “Esto no se refiere a la flagelación de Cristo, sino que se refiere en sentido figurado al golpe del juicio divino que cayó sobre él vicariamente en la cruz”. ¿Cuál es la conclusión? Es esta: que una vez más podemos decir que los sufrimientos de la cruz fueron mucho más que los físicos. El hecho de cargar el pecado y por ello, verse separado de Dios, abandonado por Él, en esa muerte que significó la ruptura de la comunión perfecta y eterna con el Padre, fue la herida más lacerante, más dolorosa; la herida de muerte.
Por ella hubo sanación para nosotros: una completa y perfecta emancipación del pecado y sus efectos.
Es muy precioso el contenido de la palabra “llagas”, pues en el original hebreo, el término viene de una raíz que significa: sociedad, compañía, un acto de compartir. Podríamos decir entonces: “por su llaga”, o también “por su compañerismo” fuimos nosotros curados.
Parece extraño. Sin embargo, encierra una gran verdad. Dice la epístola a los Hebreos 2.14: “por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo”. La llaga de Jesús no es sino su identificación con la nuestra, la podrida llaga del pecado de nuestra lepra espiritual. Podemos decir cada uno de nosotros con Jeremías en su capítulo 10: “Enfermedad mía es esta”. Sí. Somos enfermos de una enfermedad, incurable por medios humanos. La enfermedad del pecado que irremediablemente conduce a la perdición eterna.
Pero Jesús, no solo se identificó con nosotros en nuestra enfermedad espiritual, además se acercó a nosotros, nos tocó con su gracia, y por su llaga fuimos curados. Cristo se solidarizó de tal modo con la raza humana que no solo se hizo hombre, sino que se identificó con nuestra miseria, haciendo suyo nuestro pecado, nuestra lepra espiritual. Una antigua canción lo expresa bellamente:
Venid, cantad, de gozo en plenitud
y dad loor a quien su sangre dio;
y luego en ella nos lavó,
de nuestra lepra nos limpió,
y nos libró de nuestra esclavitud.
Así que, por el castigo que cayó sobre Él, nuestra deuda fue cancelada, y tenemos paz. El juicio de Dios no nos alcanzará. El justo juez no puede condenar dos veces: a Jesús y a nosotros. Estamos libres de condenación. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están unidos a Cristo Jesús”.
Pero, además, podemos decir que nuestra enfermedad es curada. Por sus llagas, la llaga que produce el pecado en nuestras almas fue curada para siempre, y tenemos salvación.
Leemos en Jeremías, capítulo 17: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas y perverso, ¿quién lo conocerá? O, ¿quién lo sanará? Dios mismo da la respuesta: “Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón para dar a cada uno según sus obras”. Y entonces, oímos al pecador decir: “Sáname, oh Señor, y seré sano; sálvame, y seré salvo, porque tú eres mi alabanza”.
Si no conoce aún a Cristo como su Salvador, esta debería ser su oración: “Sáname, oh Señor, y seré sano; sálvame y seré salvo”. Que sea así.