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Autor: Eduardo Cartea

La sentencia final que resume la historia de la cruz está en el final del v. 9: “Aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca, con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”. No deja lugar a dudas. Por encima de los hombres, fue Dios el Padre  quien le sujetó a la cruz, aunque no hubiera hecho maldad.


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PE3063 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (38ª parte)



El Mesías nuestra propiciación

Hola, amigos, estamos contemplando al Siervo del Señor, al Mesías Jesucristo en la profecía de Isaías capítulo 53.

La sentencia final que resume la historia de la cruz está en el final del v. 9: “Aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca, con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”. No deja lugar a dudas. Por encima de los hombres, fue Dios el Padre —una vez más dice el texto— quien le sujetó a la cruz, aunque no hubiera hecho maldad.

A primera vista hay una injusticia aquí. ¿Cómo es posible que a alguien que nunca hizo algo digno de castigo, se le quiera quebrantar y hacer padecer?, ¿no es justo Dios?, ¿no dice la Biblia que “está mal que un juez favorezca al culpable y condene al inocente? Es así, a menos que alguien inocente ocupe el lugar del culpable. Entonces el inocente se transforma en culpable. Así resolvió Dios el dilema en la Persona de Cristo. Por eso, la cruz no fue un accidente, fue la voluntad de Dios. Como vimos en este excelso capítulo, el Padre quiso herirle, cargarle de culpabilidad, angustiarle y afligirle, quebrantarle y sujetarle a padecimiento. Le trató como justamente debía tratar a cada pecador. Su santidad había sido mancillada. Su justicia debía ser reivindicada. Jesús ocupó mi lugar y recibió lo que yo debía recibir.  

La iglesia de los primeros siglos lo entendía muy bien. En la monumental oración de Hechos 4 lo expresan con toda convicción: “Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera”.

La muerte de Cristo no fue una circunstancia inesperada. Tampoco la respuesta de Dios ante el hecho del pecado del hombre. La muerte de Cristo responde a una decisión eterna en el seno de la Trinidad divina. Allí, en la eternidad, antes que el mundo fuera hecho, antes que de la mente y las manos del Creador salieran los ángeles, los mundos, la tierra y todo lo que en ella hay, antes de todo esto, el Trino Dios había decidido la muerte de Jesús. No es fácil de entender, sin duda, pero es una gran realidad. Pedro lo expresa así en su primera epístola: “sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los últimos tiempos por amor de vosotros”.

Dios había determinado la muerte de Jesús. No había otro medio de salvación ante la realidad de una humanidad caída y muerta en sus delitos y pecados. Era necesario que Cristo, el inocente Hijo de Dios, ocupara el lugar del pecador, sustituyéndolo, para lograr con su muerte satisfacer la justicia de Dios y lograr una salvación eterna y perfecta para todo aquel que cree.

Esto es algo incomprensible. Aquel que era “uno” con él, cuya comunión era eterna y sin interrupción alguna, le entregó en manos de inicuos, de pecadores a padecer la muerte de la cruz.

Notemos como nuestro versículo 10 de Isaías 53 lo dice: “Con todo eso, Jehová quiso quebrantarle, sujetándolo a padecimiento”. La expresión “quebrantarle, sujetándolo a padecimiento” es muy fuerte. Quebrantar es quebrar, romper; significa “aplastar”, “desmenuzar”, “moler”, “humillar”. Pero es justamente lo que Dios tuvo que hacer con su Siervo: humillarle y hacerle sufrir.

Una traducción proveniente de fuentes confiables traduce esa expresión como “lo atravesó”. Eso significa que Dios le atravesó, produciendo en el Salvador una herida mortal. ¡Es Dios mismo quien lo hizo! Del mismo término deriva la palabra hebrea que se traduce como cadáver. Está clara y corroborada la referencia a muerte.

 

Una versión traduce “sujetándolo a padecimiento”, así: “haciendo que enfermase”; esto nos lleva a pensar en Su solidaridad con la raza enferma de los hombres, y nos recuerda que “llevó nuestras enfermedades”, que padeció nuestra lepra espiritual.

¡Qué ejemplo nos da el Siervo a nosotros, de cargar con las penas de los demás!

Permítame pensar en la frase que sigue, en este v. 10: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado”.

“Poner la vida”, es entregarla. ¿Recuerda que vimos que Judas, los judíos, Pilato, nuestros pecados y hasta Dios mismo le había entregado? Todo esto es verdad, pero aún hay más: Cristo mismo se entregó a morir por nosotros.

Dice Juan 10.17, 18: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mi mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre”.

Nadie quitó la vida al Señor Jesús. El la puso de sí mismo. Él la ofreció como un sacrificio personal en cumplimiento del mandamiento que el Padre le había encomendado.

Cristo puso su vida por la iglesia que iba a redimir. Dice Efesios 5.2: “Andad en amor como también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante”.

Pero también – y esto es lo más maravilloso- Cristo se entregó a sí mismo por mí. Aquel precioso versículo de Gálatas 2.20 lo dice: “Con Cristo estoy juntamente crucificado y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí, Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”.  

Es grandioso que Cristo se haya entregado por los pecados de la humanidad. Que se haya entregado por amor a los suyos, a la iglesia. Pero es más grandioso que Cristo se haya entregado a sí mismo por mí.

No merezco esa muestra de amor inefable. No soy digno de que Él me amara hasta la cruz. Que hubiera dado su vida para salvar la mía. No queda otra cosa que caer a sus pies y adorarle en gratitud.

La siguiente expresión es también muy profunda: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado”.

¿Qué es expiación? Esta gran palabra de la Escritura señala el acto por el que se quita el pecado o la contaminación mediante un sacrificio o pago establecido por Dios. En el Antiguo Testamento tiene que ver con  verbo hebreo kipper, que indica expiación propiamente dicha. La etimología de kipper es incierta. Algunos sugieren la palabra aramea que equivale a «borrar», pero es más probable que venga de una raíz que significa «cubrir». El concepto básico parece ser el de eliminar el obstáculo que impide la bendición de Dios.

Tenía que ver con la ceremonia que tenía lugar una vez al año en el llamado “día de la expiación”, bien detallado en Levítico capítulo 16 en el cual, el sumo sacerdote, después de presentar sacrificios por sus pecados y los de su casa, entraba al Lugar Santísimo para derramar la sangre de un cabrito sobre el arca del pacto y así lograr cubrir los pecados del pueblo. A continuación, ponía las manos sobre otro cabrito en un simbolismo de transmitir los pecados de la nación y luego se enviaba al animalito inocente, pero “cargando los pecados” que nunca había cometido, al desierto desde nunca volvería.

Es una ilustración muy vívida de lo que Cristo hizo en la cruz. No solo cubrió con su sangre todos los pecados de aquellos que crean en él, sino que, además, los envía lejos a lugar desde el cual nunca volverán a aparecer en su mente. Los perdona para siempre. “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones”, dice el Salmo 103.

     En el Nuevo Testamento el concepto de expiación está relacionado con la palabra “propiciación”.

Propiciación significa, por un lado, satisfacer la justicia de Dios y por el otro, cubrir, perdonar los pecados de todos aquellos que por la fe acuden a Cristo. Juan lo explica en su primera epístola, cuando dice: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”.

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