Compromiso total VIII (3ª parte)
4 julio, 2016Compromiso total IX (2ª parte)
4 julio, 2016Autor: William MacDonald
¿No es extraño que cuando Dios llama a una persona, la reacción normal sea la resistencia? C.S.Lewis preguntó una vez: «¿Quién puede adorar adecuadamente a ese Amor que abre las puertas al pródigo que es traído pataleando, luchando, resintiendo y moviendo los ojos en todas direcciones buscando una oportunidad de escapar?»
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PE2235 – Estudio Bíblico
“Compromiso total” IX (1ª parte)
Hola amigos! ¿Cómo están? Como ya se dijo, el tema que comenzamos hoy es: Un sacrificio reticente. ¿No es extraño que cuando Dios llama a una persona, la reacción normal sea la resistencia?
Cuando el Señor encomendó a Moisés que pidiera la liberación de Su pueblo, el patriarca protestó: «¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?» (así leemos en Éx. 3:11). Y después, en Éx. 4:10, vemos que agregó otra excusa: «¡Ay, Señor! Nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua.»
Jeremías también se quejó con el Señor por haberlo elegido: «¡Ah! ¡Ah, Señor Jehová! He aquí, no sé hablar, porque soy niño» (dice en Jer. 1:6).
En una parábola del Nuevo Testamento, Lc. 19:14, un hombre noble le confió dinero a diez siervos para que lo invirtiesen. Pero ellos lo odiaron, diciendo: «No queremos que éste reine sobre nosotros».
Saulo de Tarso se resistió tercamente al poder de convicción del Espíritu Santo, como vemos en Hch. 9:5, en las palabras del Salvador: «dura cosa te es dar coces contra el aguijón».
C. S. Lewis dijo que el Señor lo trajo pataleando y gritando, y que fue «el convertido más renuente de toda Inglaterra». Muchos de nosotros podemos entender exactamente lo que quiso decir, porque ésa también fue nuestra experiencia.
Así también ha sido nuestra: Rebelión
Por años, nos hemos desviado como ovejas que no querían más que seguir su propio camino. Pisando fuerte y gritando desafiantes: «No queremos que este Hombre reine sobre nosotros.» Estábamos determinados a no dejarnos dirigir por nadie y que nadie interfiriera con nuestros planes y ambiciones.
Queríamos placer, y estábamos convencidos que Dios no quería que lo tuviéramos. Él era nuestro aguafiestas cósmico. Queríamos la aprobación de nuestros pares; la aprobación divina no nos importaba para nada. Queríamos que el ego estuviera en el trono, y veíamos al Señor como un usurpador entrometido.
Entonces, nuestra paz se fue desvaneciendo gradualmente. Viendo hacia atrás, notamos que alguien debe haber estado orando por nosotros. Sin ningún deseo de nuestra parte, comenzamos a conocer personas desinteresadas. Insistían en confrontarnos con Dios y Jesús, el pecado y la salvación, el cielo y el infierno. No importaba si estábamos en el trabajo o en un centro comercial. Los cristianos nos daban tratados. Veíamos «Jesús Salva» pintado en una roca. Encendíamos la radio o la TV, escuchábamos alguna mención de Dios, o del cielo, o del infierno. Parecía que la religión estaba en todas partes, algo tan común como una cabina telefónica o un anuncio de Coca Cola.
Entonces…
… comenzó la guerra. Le pedimos a Él que nos dejara en paz. Como Saulo de Tarso, estábamos pateando el aguijón, y estaba siendo difícil. De alguna manera, estábamos en guerra con el Omnipotente, pero también parecía que estábamos escapando de Él. En nuestra locura, intentábamos huir del que es omnipresente. Francis Thompson describió nuestra huida en La Persecución del Cielo:
“Huí de Él, durante días y noches;
Huí de Él, durante el transcurso de los años;
Huí de Él, por los laberintos de mi propia mente;
Y en medio de lágrimas
Me escondí de Él, detrás de un mar de risas.
Por esperanzas divisadas, me apresuré;
Y apunté, precipitado,
Hacia las angustias titánicas de mis temores abismales,
Esos fuertes pies que perseguían, que venían detrás.
Persecución sin prisa,
Paso imperturbable,
Velocidad deliberada, majestuosa premura,
Golpean—y una Voz golpea
Más constante que los Pies—
«Todo te traiciona a ti, pues tú me traicionaste a Mí.»
Nada tenía sentido. Estábamos peleando contra nuestros mejores intereses. Pensábamos que el Salvador nos estaba robando el placer, cuando Él quería que disfrutáramos del verdadero placer. Pensábamos que Su voluntad era mala, indeseable y horrible. Y, de hecho, era lo mejor en todo aspecto. Él quería salvarnos de los pecados que nos estaban arrastrando al infierno. Quería darnos vida eterna como un regalo. Él no vino a robarnos, matarnos o destruirnos, sino para darnos una vida más abundante.
Esto me recuerda a un predicador radial que se estaba preparando para retirarse por la noche, cuando de pronto sonó el teléfono. Era una agradecida y entusiasta oyente de su programa. Estaba en la estación de trenes y tenía un tiempecito disponible para visitarlo a él y a su esposa. El predicador puso todo tipo de excusas. Era un largo camino desde la estación. Ella dijo que tomaría un autobús. Pero él le advirtió que los autobuses dejaban de circular en media hora. No importa: ella tomaría un taxi. Finalmente, cuando se quedó sin excusas, le dijo que viniera. El taxi llegó. Ella llegó a la puerta y se quedó durante un corto tiempo. Cuando se iba, puso un paquete de dinero en su mano. Todo lo que ella quería era ayudarlo a comprar tiempo para el programa radial.
Más tarde él confesó: «Me alegro tanto de haberla dejado venir.»
Así fue con nosotros. Cristo vino a golpear nuestra puerta en medio de rayos de sol y lluvia. Nosotros teníamos el control del pestillo y lo mantuvimos a Él sin dejarlo entrar. No tratábamos de esta manera a nuestros amigos y vecinos. Y todo lo que Él quería era darnos vida eterna.
Pero, continuamos nuestra: Búsqueda Inútil
Seguimos intentando encontrar placer desesperadamente. Estábamos bebiendo de cisternas rotas. Y Cristo nos ofrecía un agua que, si bebíamos de ella, haría que no tuviésemos sed jamás. Queríamos a nuestros pecados más de lo que queríamos a Cristo.
Hubo momentos en que nos debilitamos y pensamos que quizá deberíamos aceptar al Salvador. Después de todo, el predicador dijo que teníamos todo para ganar y nada para perder. Pero, ¿qué pensarían nuestros amigos? Estábamos avergonzados. Avergonzados de Jesús. La idea de confesarlo frente a otros hacía correr escalofríos por nuestra espalda. No, jamás podríamos contarle a la gente que habíamos sido salvos, que habíamos nacido de nuevo. Podíamos escuchar sus risas burlonas y comentarios menospreciantes. Y podíamos ver sus miradas sarcásticas.
Fue entonces que apareció la: Convicción
A esta altura, la convicción de pecado había llegado muy profundo. Día y noche sentíamos que la mano de Dios pesaba sobre nosotros. Como dice David en el Sal. 32:4: «se volvió (nuestro) verdor en sequedades de verano». Si intentáramos alegar nuestra bondad, el Espíritu de Dios nos recordaría nuestros pensamientos. Era obvio que nadie con una mente contaminada como la nuestra podría entrar jamás en el reino de Dios. Cuando debíamos estar durmiendo, estábamos despiertos, conscientes de la carga de pecado que estaba sobre nuestros hombros y temerosos del justo castigo que nos esperaba. El infierno ya no sólo era parte de un insulto que usábamos a la ligera; era una terrible realidad.
Con una hipócrita habilidad, intentamos esconder de nuestros amigos las emociones que surgían de nuestras almas. ¡Qué buenos actores éramos! Pero estábamos consumidos por el temor y la confusión, una masa enredada de contradicciones. Francamente, nuestra vida se estaba desmoronando. Como C. S. Lewis, sentimos «el constante e implacable acercamiento de Aquél a quien (nosotros) deseábamos no encontrar».