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Autor: Eduardo Cartea Millos

Es el Dios de la gloria, el omnipotente, el todo suficiente. Aquel, que dice la Biblia “da vida a los muertos y llama las cosas que no son, como si fuesen” es su Dios, mi Dios. El Dios en quien creemos, en quien confiamos, el Dios fiel.


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PE2851- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (6ª parte)



La determinación de la obediencia

Hola, ¿cómo está? Quiero leer con usted y su Biblia los versículos 3 y 4 del gran capítulo 22 del Génesis. Acompáñeme, por favor: “Y Abraham se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno, y tomó consigo dos siervos suyos, y a Isaac, su hijo; y cortó leña para el holocausto, y se levantó y fue al lugar que Dios le dijo. Al tercer día alzó Abraham sus ojos, y vio el lugar de lejos”. 

Recordamos que en la vejez de Sara y Abraham, aquel matrimonio de orientales a quienes Dios llamó para ir a una tierra desconocida, pero que les prometió para ellos y sus descendientes, Dios, milagrosamente les concedió un hijo. No sólo fue milagro que un niño fuera concebido por un padre de cien años, en el seno de una mujer de noventa, sino que, además, Dios le dio a ella la fuerza necesaria para amamantarlo naturalmente. Pero, así fue.

La Biblia lo expresa bellamente así: “Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno, y ése ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar”.

Es el Dios de la gloria, el omnipotente, el todo suficiente. Aquel, que dice la Biblia “da vida a los muertos y llama las cosas que no son, como si fuesen”.

Es su Dios, mi Dios. El Dios en quien creemos, en quien confiamos. El Dios fiel, cuya promesa para los suyos es, en las palabras del apóstol Pablo: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús”.

Pero ese Dios que dio a Abraham la alegría del hijo esperado, del hijo de la promesa, un día lo llamó dos veces: “Abraham, Abraham”. Fue un llamado especial, con un propósito especial, inesperado, tremendo, incomprensible. Y le pidió que tomara a su hijo, Isaac, a quien amaba, y lo llevara a un lugar a sacrificarlo para Dios. Ese día fue el día de la prueba suprema para Abraham. Dios estaba probando su fe, su confianza. Si realmente confiaba en Él de corazón, con toda conciencia, o simplemente era un sentimiento fugaz, superficial, incluso conveniente. Ese día debió ser una tortura para el padre de la fe. Al día siguiente iba a quitarle la vida por mandato divino al ser más amado, su propio hijo.

Nos imaginamos una noche terrible para Abraham. El pedido de Dios debió ser devastador para él. Debió dejarle sumido en profundos pensamientos. Sin sueño. Sin entender. Confuso. Aturdido. Nosotros conocemos el final de la historia, por eso nos resulta sencillo entenderlo. Abraham no la conocía. Aunque la intuía por la fe, porque dice la Biblia sorprendentemente en Romanos 4: “Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido”.

Así que, no vemos que se haya desanimado, ni haya protestado, ni se haya enojado. Dios lo pedía, y él solo debía obedecer. Hizo lo que David dijo en su Salmo 119: “Me doy prisa y no tardo en obedecer tus mandamientos”.

No era un asunto para razonar o discutir. Solo había que limitarse a obedecer. Abraham ya había comprobado el poder de Dios en su vida, y aunque esta prueba estaba en el cenit de las demandas divinas, solo era cuestión de volver a descansar en el poder y la sabiduría de su Dios.

¡Qué fe inmensa! ¡Que confianza absoluta! Con razón es llamado el padre de “todos los que siguen las pisadas de la fe”. A pesar de toda aquella tempestad que azotaba su mente y sus sentimientos, descansó en la palabra del Omnipotente. Ciertamente cumplía aquello dicho por Isaías: “En descanso y en calma seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza”. Esa es la fe que lleva a una obediencia confiada, como la de un niño hacia su padre.

Obedecer es simplemente decir: Sí, Señor.  Recordamos la reacción inversa de Pedro, cuando Dios le dijo en aquella visión de la terraza de la casa de Simón el curtidor, en Jope: “Pedro, mata y come”, queriendo decirle que “no llamara a los gentiles inmundos, y fuera a predicarles el evangelio”, como dice Mackintosh: “una lección divina a cuya luz debían desvanecerse las sombras de la antigua economía”, y él respondió: “Señor, no”. 

La obediencia nunca dice “Señor, no”, porque si es Señor, es sí. Si no, no es Señor.

A veces somos como aquel hijo de la parábola de Mateo a quien el padre le pidió ir a trabajar en su viña, y respondiendo le dijo: “Sí, señor, voy. Y no fue”. Es fácil hacer promesas. El tema es cumplirlas. Pedro prometió al Señor lo que no estuvo dispuesto a cumplir. Y así somos muchas veces. Reaccionamos por emoción, no por obediencia racional, espiritual. Y las emociones son fuegos de artificio. Puro ruido. Nada más.

Marcos Vidal, en una de sus poesías cantadas, lo expresa así:

    “¿Qué te pasa, iglesia amada que no reaccionas?

    Solo a veces te emocionas, y no acabas de cambiar”.

La lección más clara de lo que significa obedecer siempre la he visto en Jeremías 35, con la experiencia del profeta con los recabitas, unos descendientes de Jetró, el suegro de Moisés. Dios usó esa experiencia para enseñar a su pueblo Israel lo que era obedecer. El Señor le dijo a Jeremías que para probar su obediencia fuera a buscarlos, los introdujera en el templo y les diera a beber vino. Pero ellos le dijeron: “No beberemos vino, porque Jonadab, hijo de Recab, nuestro padre nos ordenó: No beberéis jamás vino vosotros ni vuestros hijos… y nosotros hemos obedecido a la voz de nuestro padre… en todas las cosas que nos mandó”. La obediencia no cuestiona. Solo obedece. 

Hay mandamientos en la Palabra que deben ser “solo obedecidos”. Muchas veces tratamos de acomodarlos a nuestra conveniencia, a nuestras circunstancias, y decimos: bueno, no hay que ser tan extremista, tan fanático, tan cerrado. ¡No es así! Si Dios lo dice en su Palabra, es suficiente para hacerlo, o para no hacerlo, según el caso.

“Abraham lo dejó todo por Dios; encontró todo en Dios; rindió todo a Dios”.

¿A qué cosas Dios nos manda obedecer?

A sus demandas. A Israel Dios le dijo: “Oye Israel, los estatutos y decretos que yo pronuncio hoy en vuestros oídos; aprendedlos, y guardadlos, para ponerlos por obra”. En Hechos 5, leemos: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”. En 1 Pedro: “Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia. Sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir. Porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”. 

Pero, también debemos obedecer a la verdad. Pedro dice a los cristianos del primer siglo, y de todos los siglos: “Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro”. Pablo, a su vez, reprocha a los gálatas y les dice: “Oh gálatas insensatos, ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad…?”.

Pero, el mayor ejemplo de obediencia es Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador. Dice la Biblia: “Por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos”; “por lo que padeció, aprendió la obediencia”; y fue “obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

La obediencia en Jesús era un principio vital. No se reducía

a hechos aislados de obediencia. Era el espíritu que animaba su vida entera. Vivió para hacer la voluntad de Dios. La obediencia era en su vida el poder supremo y dominante.

Querido hermano, querida hermana: Dios nos llama a una vida de obediencia. Muchas veces, es cierto que las demandas de Dios son muy serias. A apelan a nuestros sentimientos, a nuestra voluntad, a rendir lo que somos y lo que tenemos. Muchas veces, su obediencia reclama nuestra salud, o bien nuestros bienes, o nuestras relaciones, o… todo junto. Y entonces, nuestros ojos envueltos en lágrimas, se vuelven al cielo y decimos: “¿Por qué, Señor?”. Sabe, no es pecado que hagamos esto, si lo hacemos con un corazón humilde y sin rebeldía. Nuestro Salvador, en su noche agónica en Getsemaní también pidió que la copa pasara de él. Al día siguiente, clavado en la cruz, preguntó, con su mirada enclavada en un cielo oscuro, tempestuoso, que presagiaba inminente muerte y abandono: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Puedo preguntarle al Señor, cuando las circunstancias me superan, me dejan sin palabras. Pero, mi corazón debe estar dispuesto a decirle al Señor, como me enseñó el Maestro: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Eso es obediencia.

Así que, Abraham no dudó. A la mañana, muy temprano, se puso en marcha hacia donde no sabía, para hacer lo que no entendía. Pero, en su fe obediente… salió. Que aprendamos a obedecer a Dios, cada día y en cada circunstancia.

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