Cuando Dios llama dos veces: Camino a Damasco (37ª parte)

Cuando Dios llama dos veces: El llamado a una vida transformada (36ª parte)
1 enero, 2023
Cuando Dios llama dos veces: Grandes cambios (38ª parte)
1 enero, 2023
Cuando Dios llama dos veces: El llamado a una vida transformada (36ª parte)
1 enero, 2023
Cuando Dios llama dos veces: Grandes cambios (38ª parte)
1 enero, 2023

Autor: Eduardo Cartea Millos

El Señor llamó dos veces a Pablo en el camino a Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dios lo baja del caballo en sentido literal y figurado. Dios humilla y levanta.


DESCARGARLO AQUÍ
PE2882- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (37ª parte)



Camino a Damasco

Hola. Estamos viendo con usted la vida del apóstol Pablo y en nuestro último encuentro lo hallamos transitando el camino hacia Damasco para encontrar a los cristianos y deportarlos a Jerusalén, para meterlos en la cárcel.

Para Pablo, no era solo perseguir a los cristianos, sino también a Cristo. Como alguien dijo: “Hubiera perseguido a Jesús mismo, si hubiera tenido oportunidad”.

Y entonces, cuando las almenas de los templos de la diosa Ishtar, las cúpulas redondeadas de las blancas casas damasquinas estaban a la vista, las cumbres aun nevadas del Hermón daban un precioso marco al áspero camino y proporcionaban una brisa de aire fresco al tórrido mediodía oriental, cuando el agotador viaje, probablemente a pie de unos doscientos cincuenta kilómetros que se había extendido por no menos de una semana estaba a punto de concluir, ocurrió uno de los milagros más portentosos de toda la historia. La conversión de, acaso, la mente más lúcida del cristianismo.

El sol estaba en el cenit, y de repente, una luz del cielo,  un resplandor tan potente que supera la luz del mediodía, como un fulgurante relámpago en medio de una tormenta rodeó al joven fariseo y a su séquito. El modernismo habla de una tormenta eléctrica desde la cual le habló el Señor. Pero no es posible minimizar el hecho. No era una tormenta. Era la gloria de Dios, la Shekinah divina con todo su esplendor. La misma que inundó el templo en la antigüedad (2 Cr. 7.1-3); la misma que vieron los pastores en la noche de Belén (Lc. 2.9); la misma que vieron los discípulos en el monte de la transfiguración (Lc. 9.29-32). Esa visión gloriosa los derriba sin concesiones. Los que le acompañaban quedan atónitos, dice Hechos 9.7, es decir mudos de asombro, y postrados oyen la voz, pero sin entenderla ni ver a nadie.

Para el omnipotente Saulo, el estar postrado en tierra, aturdido y enceguecido por el resplandor de la gloria del glorioso Señor debió ser un verdadero shock. F. B. Meyer lo dice así:

Pero Saulo, con toda su apuesta arrogancia y desde el duro suelo, confundido, enceguecido, asustado, sí vio al Señor. Justamente esa visión cambió su vida, transformó su errada teología y significó para él el respaldo de su apostolado.

Fue una aparición en persona del Señor Jesucristo. La última aparición del Cristo resucitado. Así lo dice el mismo apóstol escribiendo a los corintios: “y al último de todos, como a un abortivo (uno nacido fuera de tiempo), me apareció a mí” (1ª. Ep. 15.8). Tan real fue esa visión de Jesús que Pablo, al defender su apostolado, dice en 1 Corintios 9.1: “¿No soy apóstol? ¿No soy libre? ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro?”. Ananías lo ratifica cuando, al visitar al recién convertido Saulo le dice: “Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (Hch. 9.17). Bernabé lo presentó a los apóstoles, dice Hechos 9.27, “y les contó como Saulo había visto en el camino al Señor, el cual le había hablado”.

Saulo también oye la voz del Señor. Hacía mucho tiempo que no sentía miedo, pero allí, misteriosamente impactado por algo que no sabía, lo tuvo y más cuando oyó una voz imperativa que en lengua hebrea le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. O también, “¿Por qué me estás persiguiendo?”.

Temerosamente atina a preguntar: “¿Quién eres, Señor?”. Algunos dicen que “Señor” aquí es un mero respetuoso título protocolar. Otros –y nos parece que esta es la interpretación correcta– que en ese instante reconoció el señorío de Cristo. Una traducción más acertada puede ser “¿Quién eres mi Señor?”. En un instante, como un rayo, el rabino, conocedor de las Escrituras del Antiguo Testamento debió identificar en su mente a Jehová, de quien se decía siervo con el mismo Jesús, a quién había odiado y despreciado tanto tiempo. ¡Qué impresionante impacto para su intelecto y su espíritu!

Es posible que el rostro del Señor reflejando la gloria de Dios (2 Co. 4.6), su penetrante mirada, como la que impactó en el corazón de Pedro la noche de la negación, fuera suficiente para derrumbar toda su enloquecida personalidad y sus furiosos planes.

La voz desde el cielo le contesta y no dice “Yo soy el Cristo”, sino “Yo soy Jesús”. Es el hombre contra el hombre. Y Pablo admite su derrota. Se da por vencido. La batalla ha terminado.

En su testimonio relatado en el capítulo 26 de Hechos incluye aquella significativa frase proverbial oída del Señor el día de su conversión: “Yo soy Jesús, a quién tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. Como el buey que, queriendo oponerse a la voluntad de su dueño de laborar la tierra, lo único que logra es lastimarse a sí mismo, clavando en sus patas el aguijón. El mayor pecado que acarreaba condenación contra sí mismo era lo que él pensaba era una obra meritoria ante Dios.

Es precioso pensar aquí que esa respuesta del Señor indica que él y los suyos, la Cabeza glorificada y el cuerpo militante son una misma cosa. Perseguir a los cristianos es perseguir al mismo Señor. Así se puede ver, aplicando Mateo 25.40, 45: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”.

Como dice Agustín: “Era la cabeza en el cielo clamando a favor de los miembros que todavía estaban en la tierra”. 

Así que el orgulloso rabino que daba órdenes, dice sumisamente: “Señor, ¿qué quieres que haga?”.  Y la respuesta es: “Levántate y entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer”.  

  “Todo el cristianismo está presente en lo que el Cristo resucitado le dijo a Pablo. “Levántate, y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer”. Hasta ese momento Pablo había estado haciendo lo que él consideraba apropiado, lo que su voluntad dictaminaba. Desde ese momento en adelante se le diría lo que tendría que hacer. El cristiano es un hombre que ha dejado de hacer lo que él desea y ha comenzado a hacer lo que Jesucristo quiere que haga”.

Pero algo más. En ese momento, el Señor le revela el propósito que tenía para él: “para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti…” (Hch. 26.16).

El líder de aquel piquete asesino ahora es llevado como un niño, o un desvalido por sus mismos subalternos que no entienden lo sucedido, y le dejan en Damasco, ciego, solo y aturdido.

¿Nos imaginamos la patética figura de Saulo que vio Ananías después de tres días sin comer ni beber, sin asear, sin ver y aun sufriendo el choque emocional de su experiencia en el camino?

Pensando en él, ¿no vienen a cuento aquellas palabras dichas por el Espíritu a la iglesia en Laodicea: “Tú dices yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y tú no sabes que eres un desventurado, pobre, ciego y desnudo”?

Pensamos, por otra parte, lo que podría pasar por la mente de alguno de los tantos sencillos creyentes que habían abrazado la fe de Cristo y que vivían la zozobra de la persecución, del desarraigo, del amargo y forzado exilio. Tal vez surcarían su mente preguntas inquietantes: ¿Habría sido correcto dejar el redil del judaísmo para unirse al rebaño del buen Pastor? ¿Serían ciertas las promesas de Jesús de estar con ellos “todos los días hasta el fin”? ¿Sería una quimera la esperanza cristiana, una mera ilusión, una vanidad de vanidades? ¿Cómo se entienden las palabras del Maestro: “No se turbe vuestro corazón”, cuando el miedo asalta los sentimientos? ¿Valdría la pena perder trabajos, casas, familias y ahora aun tener la vida en peligro, acosados por la venganza implacable del fariseo perseguidor? ¿No es lógico oír de aquellos desarraigados y miserables el mismo clamor de las almas del Apocalipsis: “¿Hasta cuándo, Señor…?”.

Pronto entenderían los sabios propósitos de Dios al conocer un verdadero milagro de Su gracia.

Por su lado, qué lejos estaba el arrogante Saulo de saber que una Mente más elevada y poderosa que la suya tenía otro plan para su vida. Qué lejos de saber que su empresa iba a quedar truncada antes de concretarse en la antigua ciudad siria. Qué su destino, insospechado para él, era vivir para aquel a quien odiaba. Que su camino estaba determinado desde la eternidad. Que antes de que naciera ya había sido señalado para una misión diametralmente opuesta a la que su humana sabiduría le dictaba.

 “Saulo, Saulo”. Era el doble llamado de Dios a un hombre singular. El último doble llamado que registrarían las Escrituras. La culminación de aquella serie de dobles llamados de Dios que habían sido para Abraham a la obediencia; para Jacob, a conocer Su voluntad; para Moisés, al servicio; para Samuel, a la consagración de la vida; para Marta, a la devoción personal; para Pedro, a la lucha espiritual; y para Saulo, a una vida transformada.  

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Elija su moneda
UYU Peso uruguayo