Cuando Dios llama dos veces: Un llamado a la consagración (20ª parte)
31 diciembre, 2022Cuando Dios llama dos veces: Ministrando ante Dios (22ª parte)
1 enero, 2023Autor: Eduardo Cartea Millos
El pequeño Samuel antes de recibir el doble llamado de Dios fue dado por Dios como repuesta a la oración y dedicado a Dios, vino a ser un nazareo.
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PE2866- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (21ª parte)
Dado por Dios y dedicado a Él
Hola. Es un gusto para mí encontrarme nuevamente con usted para seguir observando en las sagradas escrituras el tema de los dobles llamados de Dios a algunos hombres y mujeres, cada uno de ellos con un propósito especial. Estamos viendo ese doble llamado en la vida de Samuel: El hombre escogido por Dios para su servicio. Notemos en su vida algunas cosas importantes:
1º. Samuel fue dado por Dios (1.19-20). El hecho de que Ana fuera impedida de tener hijos, le otorga a la historia un carácter más épico y nos hace ver el propósito especial que Dios tenía al otorgarle a esta piadosa mujer un hijo. Así como sucedió con Isaac, o Moisés, o Juan Bautista, y otros personajes que eslabonan la cadena de la gracia a través de los siglos en los que se evidencia la intervención divina, Samuel fue otorgado por Dios milagrosamente.
Fue el fruto de un corazón derramado en la presencia de Dios; de un alma que, como dijo al anciano sacerdote oraba y lloraba “por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción”. Pero, una vez expuesta su necesidad y su clamorosa petición, se apoyó en la gracia y descansó en ella. Por eso dice el v. 18 del capítulo 1: “Y se fue la mujer por su camino, y comió, y no estuvo más triste”. No sabía ciertamente si su oración cambiaría las cosas conforme a su ruego, pero –como sucede siempre–, la oración había cambiado a Ana.
Cuando “Jehová se acordó de ella” y le concedió su anhelado hijo, un salmo brotó de aquel corazón gozoso y agradecido. Es una bellísima canción de alabanza que se halla en el cap. 2.1-10 y que manifiesta sublimes rasgos de Dios, en acentos de adoración: su salvación; su santidad; su refugio; su omnisciencia; su poder; su misericordia; su soberanía, concluyendo con una verdadera profecía, anticipando un rey que todavía no existía en Israel, pero apuntando hacia el futuro Mesías: “Dará poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido”.
Tan trascendente es este salmo, que pasados los siglos, fue la canción –el Magnificat– que expresó aquella mujer sin igual que fue María, la madre del Salvador y que registró Lucas en su evangelio, capítulo 1.46-55.
2º. Samuel fue dedicado a Dios. El nombre mismo de Samuel es un mensaje: “oído por Dios”, o “pedido a Dios”, o “concedido por Dios”, o quizás “nombre de Dios (en hebreo, shem-El). Y, tal como lo había prometido, iba a ser “presentado delante de Jehová” para quedarse para siempre en los atrios sagrados, ocupado en el ministerio en forma completa y de por vida. Y eso desde muy pequeño, pues dice que después de los cuidados propios de una madre hacia su bebé probablemente con no más de cuatro años fue llevado, junto con una ofrenda y un compromiso: “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico –se lo entrego– también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová”. Y adoraron allí al Señor.
Los levitas generalmente servían en el ministerio desde los veinticinco hasta los cincuenta y cinco años, pero Samuel fue dedicado a Dios y su obra de por vida. Así que desde muy niño vivió en el santuario, siendo entrenado, preparado por el mismo Elí en tareas, primero sencillas y finalmente, después que Elí murió ocupando su lugar en el sacerdocio.
Esa dedicación era lo que se conoce como nazareato. El nazareo era un hombre dedicado por completo al servicio del Señor y con ciertas características de vida y conducta. La enseñanza está en Números capítulo 6. El nazareo debía renunciar a todo goce terrenal; a toda dignidad natural, es decir, renunciar a sus derechos personales como cortarse el cabello; a toda contaminación, viviendo en máxima santidad. Así fueron, además de Samuel, Sansón, Juan el Bautista y Pablo. Aunque, en el caso de Pablo, era un nazareato temporal.
Es muy oportuno incluir aquí lo que dice C. H. Mackintosh sobre este tema en su comentario devocional al libro de Números:
“El nazareo no mide las cosas de la vida con “la medida de la moral del siglo”. Su moral no es en ningún modo la usual. Ellos miran las cosas desde un punto de vista celestial y divino y, por consiguiente, no pueden mirar como inocente nada de lo que pudiera tender a rebajar, fuese lo que fuese, su carácter elevado de consagración a Dios, tras de la cual sus almas se dirigen ardientemente”. Así, asuntos que pueden no ser absolutamente malas en sí mismas, serían un estorbo para su entera consagración a Dios, a la que siente haber sido llamado”.
“Los nazareos de Dios deben mantenerse puros, de lo contrario pierden su fuerza. Para ellos, la potencia y la pureza son inseparables. La santidad interior es indispensable; de ahí la urgente necesidad en ellos de estar siempre alerta hacia las diversas cosas que tienden a arrastrar el corazón, a distraer el espíritu y a rebajar el grado de espiritualidad”.
Lo que era lícito y natural en los hombres comunes, no lo era para el nazareo.
Es inútil andar cuestionando si algo está bien o está mal. La cuestión es saber cuál es nuestra aspiración en la vida. Si somos cristianos “comunes” o si somos “nazareos” (si –en forma figurada– eso es lo que queremos ser). Hay cosas que no discutiríamos si nuestras almas estuvieran en una actitud espiritual.
La vida de Samuel no es intachable. Tuvo sus debilidades, como todos los hombres que habitaron este suelo, excepto el Hombre celestial. Una de ellas, que sus hijos, Joel y Abías, al igual que los de Elí, fueron hombres impíos. Así lo dice la Biblia: “Pero no anduvieron los hijos por los mismos caminos de su padre, antes se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho”. A tal punto que los ancianos de Israel se reunieron con Samuel y le pidieron que les constituyera un rey, porque sus hijos no eran digna descendencia del varón de Dios. Lo cierto y reprochable es que Samuel no solo los puso por jueces en Beerseba, sino que seguramente, aun sabiendo cómo eran, consintió en dejarles ejerciendo esa responsabilidad. Pero aun esto no impide el ver en esta vida notable un hombre dedicado a Dios.
La dedicación de la vida del creyente es lo que Pablo escribe a los Romanos en el capítulo 12: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”.
Es notable que la palabra “consagración” no aparece en el Nuevo Testamento, salvo en dos oportunidades en la carta a los Hebreos hablándonos de la institución del antiguo pacto y del sacrificio de Cristo, pero no referidos directamente a la vida cristiana. Realmente consagración es una palabra del Antiguo Testamento envuelta en el lenguaje de los sacrificios y significa el hecho de separar por Dios personas o cosas. Y eso es lo que hizo Dios con nosotros. Eso, en el lenguaje del Nuevo Testamento se llama “santificación”.
La respuesta del creyente a esa consagración es, justamente lo que el versículo de Romanos que citamos, dice: la presentación de un sacrificio vivo. Esta presentación no es necesariamente una crisis; tampoco resulta de un momento de decisión, muchas veces meramente emocional, o de levantar la mano en un “llamado a la consagración”, sino que se trata de una permanente actitud de sumisión y servicio que mantiene el espíritu de una vida dedicada a través de todas las circunstancias de la vida.
¿Por qué se habla de un sacrificio? No lo es porque Dios nos exija el martirio. Alguien dijo: “Dios no quiere que nos precipitemos al martirio, sino que le dediquemos todas las fuerzas de nuestro ser”. Tampoco porque sea doloroso, aunque la dedicación de la vida implica muchas veces renuncias costosas, pruebas y privaciones. Pero Dios no toma una vida para hacerla sufrir, para hacerla padecer. Dios no pide mi vida para dañarme, sino para bendecirme. El salmista decía: “En tu presencia hay plenitud de gozo”.
Menos es un sacrificio porque agregue en algo lo hecho por Cristo en la cruz y complete mi salvación. Es un sacrificio, porque demanda la entrega sin reservas a la voluntad de otro, a la voluntad del Señor. Como el esclavo hebreo de la antigüedad que permitía que horadasen su oreja contra el poste para significar su entrega a la voluntad de su amo. Y notemos que en el pasaje paralelo de, sustituye la oreja por “el cuerpo”. Y es correcto, porque el cuerpo es instrumento de toda nuestra vida.
“Sacrificio… quiere decir que nosotros no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que estamos bajo la potestad divina. Eso jamás podrá lograrse a menos que renunciemos a nosotros mismos en una abnegación completa”.
Sacrificio no significa que debamos inmolar nuestra vida, privada de todo, recluida en un convento, etc. Implica una entrega, la rendición de la vida a la voluntad de Dios para que Él la use según sus eternos propósitos. Eso es una ofrenda sacrificial. Eso es lo que el Señor espera de usted y de mí.