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Autor: Wim Malgo

El amor de Dios se manifiesta a través de la disciplina y el castigo, porque es un Padre amoroso. Cuando reconocemos nuestra condición, confesamos nuestra injusticia y nos arrepentimos de nuestros pecados, damos lugar a que Dios nos transforme y podamos vivir en el amor de Dios, obedeciéndole, sin miedo y unidos a Él.


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PE3022 – Estudio Bíblico
El amor de Dios (2ª parte)



Hoy continuamos con nuestra serie sobre el amor de Dios, y quisiera leer con ustedes Hebreos 12:5-6: “¿Acaso olvidaron las palabras de aliento con que Dios les habló a ustedes como a hijos? Él dijo: «Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor y no te des por vencido cuando te corrige. Pues el Señor disciplina a los que ama y castiga a todo el que recibe como hijo»”.

La última vez vimos cuán infinito, inagotable e insondable es el amor eterno de Dios por nosotros.

Ahora quisiera plantear una pregunta: ¿De qué manera se acerca Dios a nosotros con su amor? La Biblia da la respuesta, como acabamos de leer: una de las maneras en las que Dios muestra su amor es mediante el castigo y la disciplina. Quizás tú me dirás: “Yo no entiendo eso. Si Dios me ama, ¿por qué querría castigarme y disciplinarme?”.

Para contestar a esta pregunta, sigamos leyendo en Hebreos 12, esta vez el versículo 8: “Si Dios no los disciplina a ustedes como lo hace con todos sus hijos, quiere decir que ustedes no son verdaderamente sus hijos, sino que son ilegítimos”.

Lamentablemente, muchos padres hoy en día piensan que no disciplinar a sus hijos es una manera de mostrar amor. Y sin embargo vemos el resultado de este pensamiento en las vidas de muchos niños y niñas. Dios nos disciplina, no a pesar de amarnos, sino porque nos ama. Un padre amoroso querrá corregir a tiempo aquellas conductas y tendencias que ve que dañarán a su hijo o hija. Su deseo no es lastimar, sino pulir el carácter.

“El Señor disciplina a los que ama”. ¿Por qué, entonces? Aunque te sorprenda, a través de la disciplina Él nos acerca a sí mismo, nos separa del mundo y nos lleva más cerca de su corazón.

Profundicemos un poco más. Quisiera mostrarte que a través del castigo y la disciplina Dios produce en nosotros una disposición para acercarnos al lugar donde su amor se desplegó al máximo: la cruz del Calvario. Cuando recibimos la disciplina de Dios, y la aceptamos porque es justa, el resultado es que nos unimos más a Jesús.

Romanos 8:28 nos dice que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”. “Todas las cosas” incluye el castigo y la disciplina de Dios.

Pero miremos las cosas desde otra perspectiva, y hagámonos la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos experimentar y ser partícipes del amor de Dios?

En primer lugar, pensemos en nuestra propia condición. Hemos visto cómo el Señor se inclina hacia nosotros, pero ¿cómo podemos nosotros participar de este amor cuando nos damos cuenta de que toda nuestra propia justicia no es suficiente para heredar la vida eterna?

Lo vemos en el joven rico cuando se acercó a Jesús y le dijo en Marcos 10:17: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” Cuando el Señor le expone los mandamientos, él le dice con corazón sincero: “Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud”.

Este joven se acerca a Jesús con temerosa incertidumbre. Es justo, ha guardado la ley lo mejor que ha podido, pero siente que no es suficiente para heredar la vida eterna, y pregunta: ¿Qué debo hacer? En ese momento, delante de él, Jesús muestra una vez más quién es. Dice el versículo 21 de Marcos 10: “Entonces Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta”.

Muchos creyentes viven fuera del amor de Dios, sin experimentarlo, sin participar de él. ¿Por qué? Porque se apoyan en su propia justicia. Confían en su capacidad, en sus buenas obras, en lo que producen en su carne piadosa. No entienden cuando la Palabra dice en Isaías 64:6: “todas nuestras justicias (son) como trapo de inmundicia”.

Este joven lo vio: Jesús lo amaba. Pero no estaba dispuesto a entregarse por completo a ese amor.

El amor del Señor se manifiesta en toda su plenitud solamente cuando somos capaces de reconocer nuestra miseria.

En segundo lugar, el amor del Señor se hace realidad en nuestras vidas cuando no solo reconocemos, sino que confesamos todo lo que ocultamos. Veo al hombre impuro y leproso de Marcos 1 acercarse sucio a Jesús y arrodillarse. Grita desesperado: “Si quieres, puedes limpiarme”. Con esta súplica confiesa su impureza sin remedio y su total impotencia. Y en el versículo 41 leemos que Jesús se compadeció de él. Esta persona impura realmente experimentó el amor del Señor.

En tercer lugar, el amor de Dios nos rodea e impregna cuando nos hemos arrepentido de todo corazón por nuestras fallas. Probablemente conozcas la historia de David y Betsabé. El hijo nacido de esta unión pecaminosa es arrebatado por el Señor después de que David se inclinara y clamara misericordia. Pero después de eso, el Señor hace todo nuevo. Nace de nuevo un niño, Salomón, “al cual amó Jehová”, como leemos en 2 Samuel. Donde hay arrepentimiento, el amor de Dios triunfa y puede obrar a través de la sangre de Jesús. Y la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado.

Vayamos aún más profundo con otra pregunta: ¿Cómo entra el amor de Dios en tu corazón?

Bueno, antes que nada, por el nuevo nacimiento. Romanos 5:5 nos dice que: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado”. Por eso no tiene sentido como creyente seguir orando: “Señor, dame más amor”, porque el Señor no da lo que ya ha dado a través del nuevo nacimiento.

Sin embargo, no todos los que creen haber nacido de nuevo han nacido de nuevo. ¿Cómo es en tu vida? ¿Se ha derramado el amor de Dios en tu corazón? 1 Juan 3:14 nos habla de señales muy claras a través de las cuales se ve que esto ha sucedido: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano permanece en la muerte”. ¿Amas de corazón a tus hermanos?

El hecho de que el amor de Dios se haya derramado en tu corazón se revela también cuando decimos “no” a las cosas que son del mundo. 1 Juan 2:15 dice: “No amen al mundo ni nada de lo que hay en él. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él”. Cuando hablamos del “mundo”, pensamos en cosas como el dinero, las posesiones, la vanidad. Si alguien está aferrado a estas cosas, el amor del Padre no está en él.

Pero qué felices son los que saben que el amor del Padre fue derramado en su corazón, que tienen paz en la certeza de haber nacido de nuevo. Para todos los que viven esta preciosa realidad, el amor de Dios actúa y se manifiesta.

En primer lugar, es un motor para la obediencia. El amor resuelve el problema de la obediencia al Señor. Jesús dice en Juan 14:15: “Si me aman, guardarán mis mandamientos”. Si tu obediencia al Señor es un “deber”, entonces todavía no lo conoces, no conoces su amor. Pero si estás lleno de su amor y te aferras a Él, verás que te preguntas: ¿cómo puedo ser aún más obediente a Él? Haces tuyas las palabras de Jesús: “Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra”.

En segundo lugar, el amor de Dios en nosotros elimina el miedo. Vivimos en una época de miedo y ansiedad, pero 1 Juan 4:18 dice: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor”.

En tercer lugar, el amor de Dios es el vínculo que te une a Dios y que nadie puede romper excepto tú. Romanos 8:35 lo dice muy claramente: “¿Quién nos separará del amor de Dios?”. Y Pablo dice en los versículos 38 y 39 que nada puede separarnos del amor de Dios.

¿Se ha derramado ya el amor de Dios en tu corazón? ¿Amas a tu hermano? ¿O amas a este mundo? Quizás es un buen momento para que cada uno se examine a la luz de la Palabra de Dios.

Amén.

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