El testimonio de la sangre y el espíritu


Autor: Skip Heizig

“Jesús murió por nuestros pecados”. Es una declaración que en la civilización occidental, hasta la persona más incrédula puede responder acerca de la fe cristiana. Pero nosotros no podemos darnos el gusto de que sea un simple lema o respuesta teológica. Hay una serie de verdades profundas y esenciales que están abarcadas en esa pequeña frase y las repasaremos en este programa.


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PE3083 – El testimonio de la sangre y el espíritu



Cuando los discípulos de Jesús comenzaron a salir por el mundo hasta entonces conocido y anunciaron, en el poder del Espíritu Santo, las buenas nuevas de salvación, entonces la recién nacida Iglesia comenzó a crecer a pasos agigantados. Uno de los temas principales de Hechos es que la Iglesia no pertenece a ningún líder o grupo de personas, sino solo a Jesucristo. ¿Por qué? Porque Él no se limitó a establecer la Iglesia, sino que como está señalado en Hechos 20:28: “la adquirió con su propia sangre”. Ningún líder o pastor ha muerto jamás para redimir a su congregación. Ninguna comisión, ninguna junta jamás puso su vida para pagar el precio de la redención de nadie. Pablo más tarde remarcó este hecho en su carta a la iglesia de Corinto. Allí había algunos que decían “yo sigo a Pablo”. Él mismo escribió en 1 Corintios 1:13, … ¿Fui yo, Pablo, crucificado por ustedes? (…) ¡Por supuesto que no!”. (NTV)

 

Jesús nos compró con su sangre para que le perteneciéramos, Él es la cabeza de la Iglesia; por eso la iglesia es llamada Cuerpo de Cristo.

Un objetivo primordial de nuestra existencia como Cuerpo de Cristo es difundir el Evangelio, y esto es posible cuando nuestras vidas son un testimonio continuo del poder transformador de Dios. La Iglesia comenzó con personas que habían testimoniado personalmente la vida, muerte y resurrección de Jesús. Y a lo largo de los siglos, la Iglesia pudo sobrevivir en tiempos difíciles y prosperar en otros momentos, porque había personas que experimentaron el poder transformador de la sangre de Jesús en sus vidas y hablaron a otros de este tremendo cambio. Los Hechos de los Apóstoles relatan el poder de este testimonio.

 

Leemos en el primer capítulo, versículo 10: “estando los discípulos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”.

El libro de Hechos comienza con que los discípulos están de pie en el Monte de los Olivos, estirando el cuello y mirando al cielo después de que Jesús hubiera ascendido allí. Dos ángeles se les aparecen y parafraseando, básicamente les dicen: “Hola, Jesús viene otra vez; pero ahora no os quedéis ahí parados. Poneos en marcha”.

Yo me convertí en los años setenta; en ese entonces esperábamos que el Señor regresara en cualquier momento. Todavía mantengo la enseñanza de que el Redentor volverá pronto, pero obviamente se volvió peligrosa esa teoría, cuando muchos de mis amigos dejaron sus trabajos y empezaron a volverse perezosos. “Después de todo”, decían, “Jesús volverá antes de fin de mes”.

El Hijo de Dios puede venir en cualquier momento, sí, pero no sabemos cuándo. Él nos dice en Hechos 1:8 lo que tenemos que hacer hasta entonces: “…me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra”. ¿Recuerdas lo que dijeron los ángeles?: “¿Qué hacéis ahí parados? ¡Hay mucho para hacer”!

Es bueno esperar con impaciencia el regreso de Jesús, pero no a expensas de lo que Él quiere que hagas ahora: es decir, difundir el Evangelio y contar a un mundo perdido el gran plan de redención de Dios.

 

La historia de la salvación es la cruz y la tumba vacía, pero no todo termina ahí. Cristo no esperaba que sus discípulos abandonaran la vida cotidiana y se sentaran en una colina cantando con una guitarra esperando su regreso. La tarea más importante es difundir el mensaje de la obra consumada de Cristo.

 

A partir de este punto del Nuevo Testamento, el énfasis cambia: los discípulos comienzan a difundir la buena nueva, siempre recordando lo que Jesús había realizado en la cruz y dando testimonio de lo que habían visto y oído, incluso cuando eran perseguidos por esa causa.

 

El llamado “hilo rojo”, que atraviesa la escritura en una única línea de sangre hasta el Mesías, comienza a ramificarse en una red de arterias, conectadas entre sí en Cristo y en constante crecimiento a través de la misión mundial. Tiene tantos capilares como personas que lo han aceptado.

 

Pronto los primeros creyentes se toparon con la pregunta más importante del mundo: ¿Cómo se salva uno? ¿Es la salvación obra exclusiva de Dios o debemos hacer algo para merecerla? Desgraciadamente, este debate sigue existiendo en las iglesias de hoy, porque la gente lucha contra el hecho de que la salvación es un don gratuito de la gracia, que la obra ha sido consumada ya.

“Seguramente debo hacer algo más para ganarme el favor de Dios” es el pensamiento de muchos. Este tipo de arrogancia, por un lado, o de miedo e incertidumbre, por el otro, es como un par de tenazas cuyo único propósito es aislarnos del poder y la libertad que recibimos de Cristo.

Los apóstoles iban diciendo a todo el mundo, judíos y gentiles por igual, que no hicieran otra cosa que creer en Jesucristo. Sin embargo, un grupo llamado judaizantes enseñaba que los gentiles no solo tenían que entregar sus vidas a Cristo, sino que también debían guardar la Ley de Moisés para ser salvos. Les era ofensiva la idea de que un gentil, sin ser circuncidado o guardar la ley, pudiera ser aceptado en la iglesia y tener el cielo garantizado, simplemente por creer en Jesús. Después de todo, Jesús era el Mesías de los judíos que cumplía las Escrituras hebreas, ¿verdad?

Los judaizantes trataron de mezclar la Ley y la Gracia, negando de esa manera la Gracia. Trataban de añadir algo a la obra ya terminada de Jesús en la cruz. Eso es legalismo, y es peligroso. Lo que salva es solamente la gracia de Dios por medio de la fe. Las buenas obras son la consecuencia de la salvación por gracia, no al revés. Cada vez que añadimos algo más que la sola fe, para ser salvo, ya sean rituales, ceremonias o reglas, estamos diciendo que la sangre de Jesús no fue suficiente para salvarnos de manera segura y eterna.

Pedro corrige de manera clara y contundente este error cundo dice en Hechos 15 “creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos”, con lo cual se refería a los gentiles creyentes. No dijo: “Los gentiles pueden salvarse de la misma manera que nosotros los judíos”, sino: “Nosotros podemos salvarnos de la misma manera que ellos: sólo por la fe en Jesús.

Jacobo, también conocido como Santiago, el hermano de Jesús lo afirma citando de las Escrituras una profecía sobre el gran alcance de la obra salvadora de Dios. Él dice en Hechos 15:14:

“Simón ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre. Y con esto concuerdan las palabras de los profetas, como está escrito: Después de esto volveré Y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; Y repararé sus ruinas, Y lo volveré a levantar, Para que el resto de los hombres busque al Señor, Y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre”.

Jacobo cita aquí al profeta Amós. Y Explica que Cristo ha reconstruido el tabernáculo de David, es decir su casa real, la puerta de la fe está ahora abierta a los gentiles. La casa de David estaba en ruinas cuando su linaje real fue maldecido a causa de Jeconías. No existía manera natural de que esto se revirtiera. La única forma de levantar esta maldición era mediante el nacimiento virginal, que Jesús cumplió como Mesías, y con el que restauró la casa y el linaje de David abriendo así de par en par la profetizada puerta de la salvación.

Esto se logró, como señala Jacobo, “…para que el resto de los hombres”, no solamente los judíos, “…busquen al Señor, y todos los gentiles sobre los que ha sido proclamado mi nombre, dice el Señor, que hace todas estas cosas”. Con su razonamiento arraigado en las Escrituras, mostró a la Iglesia primitiva que, según Amós, los gentiles no tienen que convertirse al judaísmo para poder entrar en el reino de Dios, sino que se les permite venir sin más.

Ese es el Evangelio, esa es la buena nueva. El símbolo del cristianismo no es la balanza que pesa nuestras buenas y malas acciones o nuestra obediencia a la ley, sino la cruz. Y esta cruz habla del perdón que Jesús hizo posible, porque derramó su sangre hace 2,000 años. Al hacerlo, borró toda transgresión y abrió las compuertas de la asombrosa gracia de Dios que incluye a todo aquel que cree.

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