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El Último Mensaje de Jesús a su Iglesia

(6ª parte)

Autor: Norbert Lieth

El último programa de una serie muy interesante y actual. “El último mensaje de Jesús a su Iglesia”. También tratado en el Libro que lleva el mismo nombre por Norbert Lieth.


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PE1153 – Estudio Bíblico
El Último Mensaje de Jesús a su Iglesia
(6ª parte)



Querido amigo ¿Sabía usted que la riqueza a la cual se apega el corazón nos hace ciegos? «Ya que tú dices: Soy rico…y no sabes que tú eres desgraciado, miserable, pobre, ciego y desnudo.»

Justamente ahí donde la Iglesia de Jesús tiene, exteriormente, todas las cosas y es rica a su propio parecer – es donde está ciega para los que todavía no son salvos, ciega para la siembra de la Palabra de Dios; porque entonces ya no tiene las prioridades correctas. Por eso, el Señor Jesús dice a la iglesia de Laodicea que compre «vestiduras blancas para que te vistas» (Ap. 3:18). Parece que esa iglesia ya no tenía el anhelo de ver que las personas llegaran a vestirse con la vestidura de la justicia de Jesús, o sea, llegaran a ser salvas.

Cuando aplicamos esto a nuestra vida cotidiana, puede significar que el buscar seguridad personal tenga más espacio en nuestro corazón, en nuestros pensamientos y actos, que el anhelo de anunciar el pronto regreso de Jesús y de alcanzar, aún, al mayor número posible de personas con el Evangelio. Puede ser más importante para nosotros tener una buena infraestructura que buscar, en seria y persistente oración y súplica a Dios, posibilidades para poder sembrar Su Palabra en una medida aún más grande. Si esta es nuestra actitud, nos parecemos a aquellos náufragos salvados, a los cuales les importaba más el oro que las preciosas semillas de trigo:

«La tempestad había quebrado el mástil como si fuera un fósforo, el timón estaba roto. Así desamparados, eran arrastrados hacia las rocas de una isla solitaria. La nave chocó contra una roca y se destruyó, pero la tripulación pudo salvarse. Todas las provisiones de víveres fueron llevadas a tierra, entre otras cosas también una bolsa de trigo, preciosas semillas. En la isla prepararon en seguida un campo para poder sembrar el trigo. Durante el trabajo encontraron oro. Olvidaron completamente las semillas, todos cavaron tan sólo para encontrar más oro.

Recién cuando se acabaron sus víveres, volvieron a pensar en la bolsa de trigo. A toda prisa prepararon un campo y sembraron las semillas en la tierra. Pero era demasiado tarde, las semillas ya no brotaron. Recién al enfrentar la muerte, ellos reconocieron el poco valor del oro y la maldición de su codicia.

La isla es el mundo, los náufragos somos nosotros. La semilla es la Palabra de Dios. Pero las riquezas y la codicia nos atraen más que la salvación de Dios.»

Por la búsqueda desmedida de los valores materiales, hemos olvidado sembrar la semilla de la Palabra de Dios para poder recoger frutos para la eternidad. ¡Qué tragedia inconmensurable!

Ahora bien, un punto más quiero nombrar: La búsqueda de los valores materiales nos hace pobres en conocimiento.

El que anhela intensamente las cosas pasajeras, llega a ser pobre en conocimiento, o sea, ciego para el más profundo conocimiento de Jesucristo. Por eso, el Señor dice en Apocalipsis 3:18b: «Yo te aconsejo que de mí compres…colirio para ungir tus ojos para que veas.»

Para no ser comprendido mal, quisiera subrayar una vez más: La riqueza solamente es peligrosa si penetra en nuestro corazón y nos domina, si independiza nuestros pensamientos y proyectos de Dios, pues entonces ahoga la Palabra de Dios en nosotros. Al respecto, leemos en Marcos 4:19: «…pero las preocupaciones de este mundo, el engaño de las riquezas y la codicia de otras cosas se entrometen y ahogan la palabra, y queda sin fruto.»

Si ya no estamos creciendo en cuanto al conocimiento espiritual y si ya no hay fruto a nuestro alrededor, entonces tendríamos que preguntarnos seriamente si, quizás, la causa sea que las cosas de este mundo se han entrometido en nuestro corazón y lo han llenado. No podemos servir a dos señores. Nuestro corazón no puede estar lleno de las cosas pasajeras y al mismo tiempo del creciente conocimiento de Jesucristo – una de las dos cosas quedará afuera. Pues tanto el afán por los valores materiales como también el más profundo conocimiento del Hijo de Dios, son un asunto del corazón.

Sin embargo, como cristianos renacidos necesitamos urgentemente que los ojos de nuestro corazón sean iluminados, para llegar a conocer la verdadera y duradera riqueza de los valores espirituales. El apóstol Pablo sabía esto, por eso, oró por la iglesia de Efeso, diciendo: «…habiendo sido iluminados los ojos de vuestro entendimiento, para que conozcáis cuál es la esperanza a que os ha llamado, cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos» (Ef. 1:18). Si tan sólo nos ocupamos de las cosas mundanas, si codiciamos muchas cosas y deseamos tener esto o aquello – entonces llegamos a ser ciegos para el más profundo conocimiento del Señor Jesús y ya no vemos la riqueza inconmensurablemente grande que Dios nos dio en Su Hijo. Pues el verdadero conocimiento no es asunto de la cabeza o de la razón, sino del corazón. Por eso, el mártir Esteban, en su defensa ante el Concilio, habló primero del corazón y después de los oídos: «¡Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo. Como vuestros padres, así también vosotros» (Hch. 7:51).

Cuando las cosas de este mundo llenan la iglesia, el Espíritu Santo se retira, falta la unción, no hay crecimiento en el conocimiento de Jesús. Por eso, el Señor aconseja a la tibia iglesia de Laodicea, la cual se siente bien en el materialismo: «…que de mí compres…colirio para ungir tus ojos para que veas», y: «vestiduras blancas para que te vistas y no se descubra la vergüenza de tu desnudez» (Ap. 3:18).

¿Qué tendremos para presentar al final de nuestra vida?

Acerca de esta pregunta, de la cual todo depende, leí lo siguiente:

«¿Será juzgada nuestra vida según las pequeñas recompensas, los éxitos, nuestros diplomas, alguna copa de plata que testifique el coraje deportista, las medallas que hayamos ganado, artículos de prensa, nuestra promoción, nuestro estado en la iglesia local, nuestro aviso fúnebre y una tumba bien cuidada? ¿Es éste todo el significado de nuestra vida?

No fue por casualidad que un profesor aconsejó a los alumnos del último grado de una clase de la Universidad que no se ocuparan demasiado del dinero, la honra y la gloria. Dijo: Un día encontrarán a alguien que no se interesa por ninguna de esas cosas, y entonces se darán cuenta de cuán pobres son en realidad.»

A pesar de toda la seriedad de este mensaje del Señor a Su iglesia en Laodicea – y con esto también a nosotros – no debemos olvidar que detrás de él está todo el amor de Jesús. Pues El, quien es la verdad en persona, dice luego en el versículo 19: «Yo reprendo y disciplino a todos los que amo. Sé, pues, celoso y arrepiéntete.» Y El concluye Su carta a esa iglesia, de la cual no menciona ni una buena cualidad, con una promesa muy preciosa: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo. Al que venza, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo también he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (v. 20-22). Es, pues, Su amor y la repetida confirmación de Su fidelidad, las que te piden ahora que salgas de la tibieza de tu vida.

¿Cómo puedes volver a ser ferviente en tu amor a Jesús? ¡Dejándote convencer ahora por Su Palabra, humillándote sinceramente delante de El por tu tibieza, pidiéndole perdón con fe y llevando a partir de ahora una nueva vida de vencedor en Su fuerza! ¡El Señor te dé mucha gracia para esto!

Y tú, que solamente marchas con los demás en una iglesia local y, por cobardía, hasta hoy no has tomado ninguna decisión completa a favor de Jesús: ¡No sigas poniendo en juego la maravillosa eternidad que está preparada también para ti! Considera esto: Sólo con Jesucristo puedes ganar, pues el futuro Le pertenece a El. Dile, pues, hoy: «Señor Jesús, quiero venir ahora a Ti. Por favor, perdona todos mis pecados y límpiame con Tu sangre. A partir de hoy Tú serás también mi Salvador, Pastor y Señor. Amén.»

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