Los buenos propósitos solamente, no son suficientes (3ª parte)
17 agosto, 2015La tradición de no hacer caso a la tradición (2ª parte)
17 agosto, 2015 La tradición de no hacer caso a la tradición
(1ª parte)
Autor: Wolfgang Bühne
__“De repente” – sin haberlo planeado ni soñado – el Espíritu de Dios había dado a los líderes y al pueblo un avivamiento por medio de Ezequías.
Y esto los llevó a darse cuenta de una cosa: ¡Hacía 250 años que no se celebraba la Pascua! Esta fiesta prescrita por Dios,
instaurada para recordar a Israel la noche de la liberación de la esclavitud de Egipto por la sangre del cordero de la pascua, había caído en el olvido…
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PE2056 – Estudio Bíblico
La tradición de no hacer caso a la tradición (1ª parte)
¿Cómo están amigos oyentes? Continuamos con el mensaje, y vemos ahora: Cómo comienza la adoración …
Pero, volvamos un momento a Ezequías y a una escena conmovedora: Después de la expiación por medio de la sangre de los animales sacrificados, por mandato de Ezequías, los levitas se pusieron en orden con sus instrumentos de música. Según la ordenanza de Dios dada por el rey David y Natán el profeta.
Se habían preparado con címbalos, salterios y arpas, y con ellos los sacerdotes con sus trompetas. Pero ninguno se atrevió a emplear su instrumento según su propio parecer. El “cántico de Jehová” no comenzó sino hasta que se sacrificó el holocausto sobre el altar: sonaron las trompetas y los demás instrumentos acompañaron el júbilo. Aquí, en 2 Cr. 29, también se habla de la música con los “instrumentos de David” (en el v. 27) y “con las palabras de David y de Asaf vidente” (en el v. 30).
El holocausto es un símbolo de la entrega de nuestro Señor, cuando se dio a Sí mismo en sacrificio para Dios, para agradar y glorificar al Padre: no sólo tenemos el perdón y la reconciliación con Dios, sino que además somos hechos “agradables”. Cuando comprendemos esto es cuando irrumpe el gozo y damos gracias a Dios por esta gran misericordia y este gran amor.
El rey Ezequías y todos los que estaban con él, se arrodillaron y adoraron a Dios, al igual que los levitas que cantaban “con gran alegría” a Dios, inclinándose delante de Él y adorándolo.
Unidos a esta adoración iban la “consagración”, y los “sacrificios y alabanzas” de corazón generoso (como vemos en el v. 31). Y esa será siempre la consecuencia, cuando Dios nos abre los ojos y los corazones para ver el valor y las repercusiones del sacrificio de Su Hijo. La entrega y la consagración de Cristo despertará y profundizará también en nosotros el deseo de entregar nuestra vida como “holocausto”, en agradecimiento y por amor, para honra y gozo de Dios. La “adoración” y la “alabanza” en la vida de todo creyente se convierten en un mero rito, cuando no nacen de un corazón sincero y amante. El volumen, las emociones, las lágrimas y las palabras fervorosas no son un barómetro para medir la adoración verdadera – pues ésta tiene que ir unida siempre a la entrega de corazón al Señor.
En medio de todos estos sacrificios y adoración de la que hablábamos, nos preguntamos: ¿Dónde estaban los sacerdotes?
Al final de este capítulo se nos narra algo notable, que puede ser de importancia para nosotros: no había suficientes sacerdotes para sacrificar los muchos animales que el pueblo daba en gran cantidad, con generosidad de corazón. La razón era que: contrastando con los levitas, muchos sacerdotes no se habían santificado y, por eso, no pudieron ejercer su ministerio. Al menos fueron sinceros y no fingieron, ni se acercaron a Dios en una condición inmunda. Así es que leemos en el v. 34: “los levitas fueron más rectos de corazón para santificarse que los sacerdotes”. Y por eso los levitas ayudaron a sus hermanos a llenar el vacío, hasta que todos los sacerdotes se hubieron santificado.
Nos asombra que precisamente los que tenían el mandato de acercarse a Dios y de presentar sacrificios, no se tomaron muy en serio eso de santificarse. Podríamos objetar que llevaban años sin practicar su servicio, porque el templo había estado cerrado durante generaciones. Pero, esta misma circunstancia afectaba también a los levitas y, sin embargo, ellos actuaron de manera diferente.
Aquí también vemos que lo importante es el corazón. Nosotros, como creyentes del Nuevo Testamento, somos tanto “sacerdotes” (adoradores) como “levitas” (siervos), y ninguno de nosotros debería ser negligente ni en lo uno ni en lo otro. Hoy en día pasa lo mismo: aquellos que han obtenido un mayor conocimiento del sacrificio y de la obra de nuestro Señor, y que tendrían que ir por delante con la alabanza y la adoración, son los que a menudo no se toman tan en serio la santificación.
Aquellos, sin embargo, cuyo corazón y servicio está más enfocado en las personas, e invierten todo su ser en la evangelización, misión y amor al prójimo, enfatizan la necesidad de la santificación y la practican fielmente.
Pero, a pesar de todo, hubo gran gozo.
Leemos en el v. 36: “Y se alegró Ezequías con todo el pueblo, de que Dios hubiese preparado el pueblo; porque la cosa fue hecha rápidamente.” Con esta declaración termina este capítulo asombroso.
A Dios sea toda la gloria – ¡Soli Deo Gloria! El centro de la alegría y gratitud no fue Ezequías, sino el Señor que había obrado todo.
¿Quién hubiese soñado que Dios, en tan corto tiempo, daría “de repente” tal avivamiento espiritual en el pueblo de Dios? Esto nos hace recordar otra vez al “aguacero de Dios” del que habló Lutero, y que siempre es un regalo inmerecido de la gracia de Dios. Ciertamente, Ezequías fue un instrumento dispuesto que Dios pudo usar. Pero el autor fue únicamente Dios. Sólo Él se merece toda la honra.
Entonces, comenzó “el cántico de Jehová” (como leemos en el v. 27). Durante muchos años no se había oído. Una generación entera de jóvenes israelitas ya no lo conocía – y si lo conocía, era sólo de “segunda mano”. Sus oídos se habían acostumbrado a la música de las fiestas idólatras. En su meditación sobre este texto, Paul Humburg imagina los hechos de esta forma:
“Cuando se oyó el impetuoso cántico de Jehová en la ciudad de Jerusalén, había en el Monte de los Olivos un hombre con su hijo, de quizá 16 o 17 años, trabajando en su campo. Al percibirlo, el hijo se apoyó sobre su azadón y le preguntó a su padre: ‘Padre, escucha, ¿qué es eso que se oye?’ El padre vuelve la mirada al santuario de Dios y, medio deprimido y medio gozoso, dice: ‘Es el cántico de Jehová, así cantábamos nosotros antiguamente en el templo’…” Toda una generación, toda una juventud de 16 o 17 años había crecido sin haber oído jamás el cántico de Jehová…
Ancianos, vosotros corríais bien, pero ¿quién os ha frenado para no obedecer a la verdad? ¿Quién os ha encantado? ¡Responded! …
Esta conducta es pecado delante de Dios. Un cristianismo sin fuerza y sin alegría es un obstáculo para los demás y especialmente para los jóvenes … ¡Nuestra tibieza detiene la obra de Dios!