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Autor: Norbert Lieth

A partir de nuestra conversión, también nosotros los cristianos nos encontramos en un viaje espiritual, y pasamos por el desierto de este mundo hasta llegar a la meta, que es nuestra tierra prometida celestial. Hasta entonces también nosotros pasamos cada uno por una generación y pasamos diversas estaciones que han sido fijadas por Dios. En esta serie de mensajes queremos comparar algunas estaciones de Israel con las nuestras. Después de todo, la Biblia dice justamente sobre el peregrinaje de Israel por el desierto: “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos”.


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PE2348 – Estudio Bíblico
“Las Estaciones de la Vida” (4ª parte)



Estimados amigos, como ya se dijo, llegamos a las dos últimas estaciones. La séptima estación se titula: Espíritu contra carne.

Números 33:16 y 17 dice: “Salieron del desierto de Sinaí y acamparon en Kibrot- hataava. Salieron de Kibrot-hataava y acamparon en Hazerot.”

¿Qué había pasado? El pueblo literalmente tenía deseos de la carne. ¿Cómo había llegado a eso? Se habían dejado seducir por los no-israelitas que salieron de Egipto junto con ellos. En lugar de dominarlos, éstos los dominaban a los ellos. Leemos en Números 11:4: “Y la gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar y dijeron: ¡Quién nos diera a comer carne!”

Esto hizo que Moisés se sintiera tan indefenso, que tuvo que reconocer: “No puedo yo solo soportar a todo este pueblo”. Nosotros también a menudo llegamos a este punto, donde la carne o sus deseos nos quieren dominar, por estar siempre acompañándonos, y entonces decimos algo similar a lo que dijo Moisés: “No puedo más, no lo logro solo, no puedo soportarlo más.”

Dios le dio a Moisés instrucciones para que él pudiera soportar los deseos de los israelitas. Él debía elegir a 70 ancianos, y el Señor pondría de Su Espíritu Santo sobre ellos. En el campamento de Israel luego había otros dos hombres que también fueron llenos del Espíritu, sobre lo cual Josué se quejó. Pero, Moisés le contestó: “¡Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que Jehová pusiera su espíritu sobre ellos!”.

¡Ése es el asunto! Si el pueblo entero se encontrara en obediencia y bajo la dirección del Espíritu, no sería dominado por los deseos y la seducción de los no-judíos que los acompañaban. Los dos hombres no estaban en el tabernáculo, sino que se quedaron afuera, en el campamento, y allí fueron llenos del Espíritu Santo. Esto nos quiere decir que no debemos ser espirituales solamente en ocasiones espirituales y no sólo en lugares específicos, como por ejemplo en la iglesia (es decir en los cultos), sino también en el campamento, o sea en la vida diaria, en casa, en el trabajo y en el patio de la escuela.

Poco tiempo después, vino un viento del Señor que traía perdices desde el mar. El pueblo deseoso de carne las recogió ávidamente y comenzó a comer. Pero, mientras la carne aún estaba entre los dientes de los israelitas, ellos fueron golpeados por una gran plaga. Al lugar de los acontecimientos más tarde se le llamó “sepulcros de codicia”, porque allí fue enterrado el pueblo lascivo. Los deseos de la carne fueron castigados.

De modo que, por un lado vemos la obra del Espíritu Santo y por otro el grito del pueblo por carne y por sus deseos. Existen solamente estos dos caminos: orden por medio del Espíritu de Dios, o las consecuencias de los deseos de la carne. Romanos 8:13 dice: “Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”.

El gran problema fue que gran parte de los israelitas no le daban lugar al obrar del Espíritu Santo, sino que se aferraban a Egipto y se dejaban seducir por los que no eran israelitas. Es así como Dios hace la trágica constatación a través del profeta Ezequiel, en el capítulo 20, versículo 8: “Mas ellos se rebelaron contra mí, y no quisieron obedecerme; no echó de sí cada uno las abominaciones de delante de sus ojos, ni dejaron los ídolos de Egipto”.

Dios necesitó tres días para liberar a Su pueblo de Egipto, pero 40 años y más, para liberarlos de los ídolos de Egipto. El viaje a la tierra prometida debería haber durado solamente once días bajo condiciones normales (según Deuteronomio 1:2). Pero, entre Israel y el alcanzar la promesa no contaba la distancia, sino la condición de sus corazones. Y muchos fallecieron por esa causa.

Es trágico, cuando un ser humano se aferra al pecado hasta morir en él, cuando muere en una “fosa de deseos”. La situación de Israel simboliza la lucha del Espíritu contra la carne: “Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron” (nos dice 1 Corintios 10:6). Y en Gálatas 5:17, leemos: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis”.

Naturalmente todo cristiano puede tener su propia opinión sobre la libertad en Cristo, dentro del marco bíblico. Para uno ya un vasito de vino es demasiado, para otro aun un poco más no le hace nada. Uno ni tiene un televisor en la vivienda, otro mira con límites. Para una el pañuelo en la cabeza es deber, para la otra no. Uno es más libre en su comportamiento, otro más estrecho. Alguien tiene más humor, otro es más serio. Cada cristiano tiene su entendimiento sobre libertad y sus limitaciones personales. Y con toda seguridad no podemos convertir nuestro entendimiento subjetivo en ley para los demás (según Romanos 14).

Pero, para los casos en los que realmente vivimos en la carne, el Señor nos ha dado una conciencia, la Biblia, el Espíritu Santo y la congregación. Sabemos diferenciar muy bien, en definitiva, entre libertad y pecado. Y, en realidad, también sabemos que no podemos utilizar la gracia para cubrir el pecado. – De modo que se trata de cosas de las cuales sabemos que no son buenas, sino que son pecado y deseo de la carne. Éstos entonces los llevamos como carga y con mala conciencia; y con eso cargamos también a otros. Ésas son cosas que no nos dejan en paz, y para las cuales siempre buscamos excusas.

¿Cuánto tiempo necesita Dios para llevarnos a donde Él nos quiere tener? ¿Qué obstáculos Le interponemos en el camino, qué cosas arrastramos? ¿Qué es lo que no soltamos? ¿Serán los “extraños”, los no-cristianos? ¿Será el mundo por el cual nos dejamos seducir?
“La gente extranjera que se mezcló con ellos tuvo un vivo deseo, y los hijos de Israel también volvieron a llorar…” En el Nuevo Testamento, en 1 Juan 2:16, esto suena así: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo”.

¿No es verdad, también, que todo lo que aún arrastramos de la vieja vida y no estamos dispuestos a soltar, se convierte una y otra vez en lazo para nosotros? ¿En una “sepultura de deseos”? A menudo tropezamos con la carne, porque no nos domina el Espíritu y estamos atascados y no avanzamos. “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (nos dice Gálatas 5:16). Y en el versículo 24, leemos: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos”.

También es posible que uno aún no se haya entregado, es decir, que no haya soltado, que uno se aferre a su vida, a sus opiniones, a su religiosidad, a pesar de saber que debería soltar todo eso y entregarlo a Jesús para poder vivir verdaderamente. No se trata aquí de la entrega de la propia vida por estar cansado de vivir, sino de la entrega de la vida a Jesucristo. Moisés soltó y se entregó a sí mismo cuando admitió: “No puedo cargar con este pueblo yo solo.” Y fue ahí donde Dios intervino y obró a través de Su Espíritu Santo.

Gálatas 5:1 nos exhorta: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud”.

Y así llegamos a la última estación: En Números 33:37 al 39, leemos: “Y salieron de Cades y acamparon en el monte de Hor, en la extremidad del país de Edom. Y subió el sacerdote Aarón al monte de Hor, conforme al dicho de Jehová, y allí murió a los cuarenta años de la salida de los hijos de Israel de la tierra de Egipto, en el mes quinto, en el primero del mes. Era Aarón de edad de ciento veintitrés años, cuando murió en el monte de Hor.”

Entre las etapas de nuestra vida se encuentra, inevitablemente, también la muerte, en caso de que el Señor no venga antes. Estamos rodeados de muerte, y debemos tratar con ella si queremos llegar a ser sabios. La muerte es algo que nos es decretada y que sucede por orden del Señor. No estamos a merced del azar, sino sometidos al obrar de Dios.

Aarón había tenido una larga vida. Había vivido la liberación y el éxodo de Egipto. Había sido ungido como sumo sacerdote y obrado como tal. Conocía los altos y los bajos, las victorias y los fracasos de la vida. A veces Aarón había fallado (el becerro de oro; el murmurar contra Moisés, juntamente con María), otras veces obtuvo victorias maravillosas (la oración contra Amalec, juntamente con Hur y Moisés sobre el monte). Pero, la entrada a la tierra prometida no le fue permitida. Antes de la misma fue llevado al cielo, a través de las puertas de la muerte.

Muchos de nuestros padres y madres en la fe pasaron con el Señor por altos y por bajos, y esperaron la promesa del arrebatamiento. Aun así, ellos no lo vivieron, porque antes del mismo fueron llevados al cielo a través de la muerte. La pregunta que se nos plantea a todos es: ¿Qué pasará con nosotros? ¿Podremos vivir el arrebatamiento aquí en la tierra, o tendremos que pasar por la muerte? Como no podemos tener una respuesta segura a esta pregunta, deberíamos actuar a tiempo como lo hicieron Moisés y Aarón.

En Números 20:26, Dios dijo: “Y desnuda a Aarón de sus vestiduras, y viste con ellas a Eleazar su hijo; porque Aarón será reunido a su pueblo, y allí morirá”. El cargo de Aarón debía ser trasmitido; él moriría, pero no su trabajo. Ya hacía tiempo que Eleazar había sido preparado para eso, y ahora él podía hacerse cargo de las responsabilidades de su padre. Del mismo modo actuó Moisés. A tiempo, puso a Josué a su lado como su siervo. Y cuando Moisés, más adelante, preguntó al Señor a quién Él había destinado como su sucesor, Dios señaló a Josué.

Recordemos también a los profetas Elías y Eliseo. Relativamente temprano en su ministerio, Elías recibió la orden de Dios de poner a Eliseo como su sucesor. Luego, Eliseo llegó a ser el siervo de Elías. Más adelante, caminaron juntos, hasta que Elías fue llevado al cielo. Respecto a esto, leemos en 2 Reyes 2:9: “Cuando habían pasado, Elías dijo a Eliseo: Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea quitado de ti. Y dijo Eliseo: ¡Te ruego que una doble porción de tu espíritu sea sobre mí!”

¿Sería esta una petición desvergonzada? De seguro que no, por dos razones. Primero: deberíamos entender esta petición ante el trasfondo de la ley antiguotestamentaria. El primogénito de una familia recibía una parte doble de la herencia y el privilegio de llegar a ser cabeza de la familia. Eliseo no quería otra cosa, sino ser el sucesor legítimo de Elías y continuar su obra como profeta. Esto Dios también lo confirmó. A continuación, Eliseo, de hecho, llegó a ser el líder de los demás profetas. Segundo: Eliseo, literalmente, deseaba una doble porción del espíritu de Elías, pero no para ser mejor, más poderoso o más famoso, sino para poder trabajar aún más para Dios. La obra no sólo debía continuar, no para peor, sino que debía continuar para mejor. Alguien dijo: “Un sucesor efectivo no solamente aprende de su predecesor, sino que construye sobre los logros de su predecesor.” De hecho, Dios obró casi el doble de milagros a través de Eliseo, que a través de Elías.

Si honestamente deseamos servir al Señor, y al hacerlo no somos egoístas, podemos pedirle a Dios por grandes cosas, por un poderoso obrar de Su Espíritu Santo. También podemos pedirle que nuestros sucesores en la fe reciban aún más gracia para las tareas en la iglesia de Dios, y que el Señor expanda los límites de aquello que ellos recibieron de nosotros. Debemos preocuparnos a tiempo de poder pasarles a otros lo que el Señor nos ha dado a nosotros. Deberíamos instruir a otros a tiempo, para que puedan tomar la obra y continuarla.

¿Qué hacemos hoy por aquellos que un día nos seguirán? Así lo hizo Aarón con Eleazar, Moisés con Josué, y Elías con Eliseo. Así lo hizo también nuestro Señor Jesucristo con Sus discípulos, y éstos con sus colaboradores. En un comentario acerca de Números 27:15 al 23, dice: “Uno de los mayores desafíos para los líderes consiste en reemplazarse a sí mismos, al formar a otros como líderes. (…) La muerte es la expiración definitiva de un liderazgo. Una de las mejores piedras de toque de nuestro liderazgo, es nuestra disposición y capacidad para preparar a otros para ocupar nuestra posición. Moisés tomó una decisión excelente al convertir a Josué en su ayudante. Esta elección, más adelante, fue confirmada por Dios, cuando indicó a Moisés nombrar a Josué como su sucesor”.

Después que Aarón falleció, sucedió que: “… salieron del monte de Hor y acamparon en Zalmona”. Las etapas del cristianismo continuarán hasta que, como iglesia, en su totalidad, hayamos alcanzado la meta y estemos todos con el Señor en Su reino. En todo esto, en realidad, sólo se trata de lo siguiente: andar por el camino del Señor, cumplir la tarea, y asegurar su continuación.

Hace algún tiempo atrás leí una confesión de Pablo que me impresionó profundamente. Cada uno de nosotros, después de todo, desea llegar a ser lo más anciano posible – y no hay nada que recriminar en desear que el Señor nos lo conceda – pero mucho más importante es otra cosa, que leemos en Hechos 20:24: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios”.

A menudo, intentamos alargar nuestra vida lo más posible. Intensamente nos ocupamos de nuestra salud y devoramos libros al respecto, hojeamos revistas, buscamos en páginas de Internet, tomamos vitaminas y hacemos deporte hasta caernos de cansancio. Como alguien dijo: “La vida entera es el intento de retenerla.” Pero, la Biblia trata este tema en forma muy diferente. La Palabra de Dios trata de cosas mucho más importantes. Pablo dice: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo.” En otras palabras: “No me importa cuánto tiempo viva, la edad que llegue a tener. Otra cosa es mucho más importante, que complete mi carrera, que viva con Jesús, que cumpla mi tarea, que mantenga la fe, que finalice la lucha, que me quede con Jesús, y que haga lo que Él me ha encargado hacer; sí, que viva para Su evangelio.”

Las estaciones de la historia de Israel nos muestran, en sentido espiritual figurado, qué es lo importante (para nuestra enseñanza, como dice Romanos 15:4). ¡Qué podamos sacar nuestras propias conclusiones de las mismas!

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