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Autor: Samuel Rindlisbacher

El primer objeto en el tabernáculo, el altar de bronce habla de la cruz como lugar de Juicio y de expiación. El segundo objeto, la fuente o lavacro nos habla de la purificación diaria por la Palabra de Dios.


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PE2888- Estudio Bíblico
Profecía en el Tabernáculo (3ª parte)



Amigos, si nos acompañaron en el programa anterior se acordarán del hombre cargado por su culpa, que encontró la solución junto al altar del holocausto. El altar del holocausto era el primer objeto que encontrábamos al entrar al Tabernáculo.

Volvamos por un momento a ese hombre en el tabernáculo. Una vez puesta sus manos sobre la cabeza del animal, cae en la realidad de que es él quien merece la muerte por sus pecados. Con la voz entrecortada comienza a hablar de sus desaciertos: las mentiras, los pensamientos impuros, el odio en su corazón, el robo, la infidelidad y el rencor. Todo es transferido simbólicamente al animal inocente, que al morir se convierte en una imagen profética de Jesucristo. Así, pues, mis pecados son la causa de la muerte de Cristo.

Existen dos hechos que revelan de manera terrible y profunda el sufrimiento que Cristo tuvo que pasar al morir en la cruz:

Primero, la manera en que se hizo el altar del holocausto y

segundo la forma en que se quemaba el sacrificio.

El altar estaba hecho de madera de acacia y cubierto por chapas de bronce. Su forma era cuadrada, cinco codos de ancho y cinco codos de largo, con tres codos de altura. El codo real, usado en el tabernáculo, medía 52,5 cm.

Dentro del altar, a media altura, había una parrilla de bronce donde se colocaba al animal del sacrificio para ser quemado. Para producir una mayor temperatura, el altar se encontraba levemente elevado, con el fin de facilitar una mejor circulación de aire.

Todo esto hace referencia a la dureza y brutalidad de la muerte en la cruz, donde Jesucristo quitó el pecado del mundo. No hay nada romántico en ello, sino tan solo el duro mineral ardiendo al rojo vivo entre las llamas, las cuales queman todo lo que tocan. Es una imagen del juicio de Dios sobre el pecado. Es en el altar del holocausto donde es revelada la ira santa y justa de Dios a causa del pecado. Sin embargo, no podemos olvidar que somos nosotros quienes merecíamos recibir esta ira divina.

La madera representa la humanidad de Jesucristo. Él fue completamente hombre, sabía bien lo que significaba el cansancio, el hambre, la sed, la alegría y el dolor. Aunque, como dice la Biblia en Hebreos 4:15, fue sin pecado. Cuando uno expone la madera al fuego, como en el altar del holocausto, es consumida por el fuego. Éxodo 27:8 llama nuestra atención a esta realidad: «lo harás hueco, de tablas». El fuego deja solamente cenizas de la madera. Esto nos muestra la situación del Señor Jesucristo en la cruz, como los describía el profeta Isaías siete siglos antes:

no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.

Y el Salmo 22, nos cuenta cómo el diablo jugaba su juego infernal y el pecado se desataba con poder:

Me han rodeado muchos toros; Fuertes toros de Basán me han cercado. Abrieron sobre mí su boca como león rapaz y rugiente. He sido derramado como aguas, Y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas.

Incluso el sol, junto a toda la creación, no pudo presenciar cómo Jesucristo, el Hijo de Dios, era de tal manera maltratado y expuesto públicamente, haciéndose pecado. Leemos en Lucas 23:44-45: «Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena, y el sol se oscureció».

Con todo, nunca podremos comprender con profundidad el alcance de este acontecimiento. Esto también podemos verlo en el altar del holocausto. La parrilla en la que se quemaba el animal del sacrificio se encontraba exactamente en medio del altar, quedando fuera de las miradas curiosas de aquellos que se encontraban alrededor. El cordero estaba solo, expuesto al ardiente fuego de la ira de Dios.

Con el acontecimiento en el Gólgota, Dios resuelve a su manera el problema de nuestro pecado. Su propio Hijo toma sobre sí el pecado y paga, como Cordero de Dios, por los pecados de este mundo, haciendo posible la paz entre Dios y los hombres.

Cuando pasamos el altar del holocausto, el siguiente objeto que encontramos es el lavacro, cuya descripción encontramos en Éxodo, capítulo 30, versículos 17 al 21:

Habló más Jehová a Moisés, diciendo: Harás también una fuente de bronce, con su base de bronce, para lavar; y la colocarás entre el tabernáculo de reunión y el altar, y pondrás en ella agua. Y de ella se lavarán Aarón y sus hijos las manos y los pies. Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran; y cuando se acerquen al altar para ministrar, para quemar la ofrenda encendida para Jehová, se lavarán las manos y los pies, para que no mueran. Y lo tendrán por estatuto perpetuo él y su descendencia por sus generaciones.

 Damocles era un cortesano oportunista de una antigua leyenda griega que gozaba de todos los beneficios de la corte de Dionisio I, tirano de Siracusa. A pesar de estos beneficios, comenzó a cansarse de su posición, envidiando el poder y la riqueza del rey. Al llegar a los oídos del monarca las sospechas de estos pensamientos, decidió invitar a Damocles a celebrar con él un lujoso banquete. Ese día, mientras Damocles compartía con el rey, una espada grande y filosa, sostenida tan solo por el pelo de un caballo, colgaba por encima de su cabeza, amenazando con caer en cualquier momento y matarlo. Con esto, el rey pretendía enseñar a Damocles que el oficio real también implicaba una importante carga.

Algunos cristianos parecen estar en la misma situación que este cortesano, sobre todo cuando escuchan las palabras de Hebreos 12:14, donde leemos: «Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor».

¿Santidad? ¿Acaso eso es posible? ¿No es que por nuestra imperfección siempre volveremos a caer? En realidad, el cristiano anhela andar según le exige su vocación. No obstante, a menudo escribimos una historia diferente y sucede lo que Pablo escribió en Romanos 7: «… yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago».

El mandamiento de Dios de ser santos se suspende amenazante sobre nuestras cabezas como la Espada de Damocles. Esta es la razón por la que debemos rogar siempre: «De los pecados de mi juventud, y de mis rebeliones, no te acuerdes; conforme a tu misericordia acuérdate de mí, por tu bondad, oh Jehová»

El tabernáculo nos muestra cómo los sacerdotes vivían de forma similar. Aunque sus vidas y servicio estaban consagrados a Dios, reflejando así Su santidad, a menudo sucedía lo contrario. Cada día se confrontaban con el pecado, las aflicciones de las personas y los restos de animales sacrificados, pero sobre todo debían experimentar ¡sus propios errores y desaciertos! Cuántas veces habrá irrumpido en sus corazones el grito: «¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?».

Sin embargo, Dios les había provisto una salida, también en Éxodo 30:

“Cuando entren en el tabernáculo de reunión, se lavarán con agua, para que no mueran; y cuando se acerquen al altar para ministrar, para quemar la ofrenda encendida para Jehová, se lavarán las manos y los pies, para que no mueran.”

El servicio del sacerdote dependía totalmente del agua del lavacro, con la cual debía purificarse a diario. Sin esta práctica, le era prohibido servir. Tampoco debemos pasar por alto el material con que fue hecho el lavacro: «…hizo la fuente de bronce y su base de bronce, de los espejos de las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión». Mientras el sacerdote sacaba agua, su imagen, cubierta de la mugre del día y la sangre de los animales sacrificados, se reflejaba en el lavacro como en un espejo. De igual forma, cuando nos inclinamos hacia el espejo de la Palabra de Dios, su claridad lo refleja todo. Pero, Dios no solo pone Su espejo delante de nuestros ojos, con el fin de que veamos nuestra perdición, sino que también nos ofrece perdón y purificación. Hebreos 10:22 hace la siguiente afirmación. «Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala consciencia, y lavados los cuerpos con agua pura».

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