"Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu."
Juan 19:30
La muerte de Jesús es un acontecimiento tan inconcebible, que jamás podríamos describirlo en toda su profundidad con palabras humanas. Esto se debe a que en ocasión de su muerte, no moría alguien cuya vida era pasajera, condicionada por el tiempo y el espacio, sino que moría el único que tenía inmortalidad dentro de sí.
En aquella ocasión, Dios murió en Jesucristo; en aquella ocasión murió la vida eterna. Pero, en realidad, la vida eterna no puede morir - ya que sería una contradicción -; lo cual nos lleva a pensar que un poder aún más grande debe haber existido detrás de estos dos hechos. ¡Ese poder fue el amor dominante e imperioso del Padre y del Hijo! Leemos al respecto, en forma profética, en Cantares 8:6: "porque fuerte es como la muerte el amor." Cuando la vida eterna personificada clamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?", Dios calló: "... callará de amor".
Por eso, la palabra de la cruz, en toda su magnitud, con respecto a lo que dice acerca de nuestra salvación, es, de hecho, poder de Dios, como dice 1 Corintios 1:18. Pero, para el mundo es una locura, ya que ¿qué es lo que el hombre natural puede hacer con un Cristo crucificado? Nuestro Señor entregó su vida voluntariamente. No le fue quitada, ya que primero él inclinó la cabeza y, después de eso, murió.