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…y el punto medio es Jesús

Hay un refrán que dice que se puede caer del caballo de ambos lados. O sea, que se puede ir a los extremos. Tanto en el tiempo del primer templo, como también del segundo, los israelitas, justamente, presentaron un comportamiento extremo. Una parábola para nuestro tiempo.

Durante siete años Salomón construyó el primer templo de Israel, con mucha sabiduría, iniciativa y destreza. La oración de Salomón en la inauguración del templo fue fervorosa y honesta, y Dios confirmó el templo al hacer caer fuego del cielo, lo cual incendió el sacrificio, y haciendo aparecer la gloria del Señor (2 Cr. 7:1). Pero, más adelante, Salomón se debilitó en su entrega. Él comenzó a adorar también a otros dioses además del Dios de Israel, y a edificarles santuarios. Muchos de los reyes subsiguientes y el pueblo mismo siguieron su ejemplo y su caída en forma cada vez más extrema. El profeta Jeremías advirtió al pueblo diciendo, como lo tradujo Karl-Heinz Vanheiden: “No se acostumbren al estilo de las naciones” (Jer. 10:2). Pero, justamente, eso hicieron los israelitas a continuación.

Sacerdotes malvados y falsos profetas se levantaron en el templo. El pueblo, guiado por mujeres, comenzó a llevar sacrificios de incienso y libación a la reina del cielo, los hombres observaban y toleraban todo eso (Jer. 44). En la casa del Señor, el santuario de Dios, repentinamente aparecieron ídolos en los que los hombres se deleitaban, y a la entrada del templo las mujeres lloraban por otros dioses, insultando así al Dios de Israel (Ez. 8).

En el correr de los años los israelitas pasaron por alto las advertencias de no adaptarse al estilo de vida de los gentiles. La casa de Dios, paso a paso, fue abierta y mal usada para fines mundanos: “¿Es cueva de ladrones delante de vuestros ojos esta casa sobre la cual es invocado mi nombre? He aquí que también yo lo veo, dice Jehová” (Jer. 7:11).
La trágica consecuencia sólo podía ser que el Dios a quien ya no se le tenía en el punto central, abandonara Su casa y permitiera su destrucción (Ez. 10-11). De este modo, el hermoso y magnífico templo de Salomón ardió en llamas y fue destruido totalmente por los babilonios. Los tesoros y los utensilios del templo fueron llevados a Babilonia.
Esta trágica historia también puede ser aplicada a la iglesia actual de Jesucristo: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Co. 3:16-17).

Cuántas iglesias locales y organizaciones eclesiásticas enteras fueron fundadas con mucho amor y dedicación, con mucha disposición al sacrificio y oración. El Señor era el centro, Su Palabra se encontraba en el candelabro, y el Espíritu Santo obraba en sus filas. Pero, con el correr del tiempo se llegó a ser más superficial, la predicación fue menos profunda, a la Palabra de Dios se le dio menos lugar, y el vacío fue llenado con otras cosas. Cosas secundarias que deberían encuadrar la reunión, llegaron a ser lo principal, y lo principal se convirtió en secundario. Al desplazar a la Palabra de Dios, se desplazó a Dios mismo. El mundo y el pecado fueron tolerados cada vez más, y a menudo permitidos calladamente o incluso defendidos. Frente a esto, Pedro nos exhorta diciendo: “Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia” (1 P. 1:14).
Ese era un lado del caballo. El otro lado lo vemos cuando los judíos regresaron del exilio babilónico. Bajo Esdras, Nehemías, Zorobabel, Ageo, etc., edificaron el segundo templo. Y si bien éste no era comparable con el primero, los judíos otra vez poseyeron un templo. Herodes el Grande, más adelante, lo reformó totalmente. Josefo Falvio dice que el mármol de color blanco deslumbrante de las instalaciones del templo, desde lejos se veía como nieve sobre una colina. Y la casa del templo, el centro sagrado de las instalaciones, estaba revestido con placas doradas que brillaban tan fuertemente con el sol, que había que taparse los ojos.

Después de su regreso a la Tierra Prometida, los judíos parecían estar curados de una vez por todas de la idolatría, pero ahora otra cosa tomó ese lugar, algo que no era mejor: la tradición. Si en el caso del primer templo era el ser como el mundo lo que los había alcanzado, ahora eran las tradiciones que no los soltaban. Los fariseos y los escribas estaban tan atados a sus costumbres que no estaban dispuestos a renunciar a ellas. Las mismas eran más fuertes que la Palabra de Dios y, finalmente, llevaron a que los judíos desecharan al Hijo de Dios. Ellos se cerraron totalmente frente a todo cambio que el Señor Jesús quiso traer con el Nuevo Testamento (cp. Mt. 15:1-3,6; Mr. 7:8-9).
El resultado, en definitiva, fue parecido al del primer templo. Su templo una vez más se convirtió en una cueva de ladrones: “Y [Jesús] les dijo: Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Mt. 21:13). El Señor Jesús salió del templo en la misma dirección, hacia el Monte de los Olivos, en que la gloria del Señor había salido del primer templo. La consecuencia nuevamente fue que el templo ardió en llamas y fue destruido totalmente, e incluso en el mismo día del año en que había sucedido en el primer templo.
Tanto la mundanalidad como también el aferrarse a las tradiciones que uno pone por encima de la Biblia, contienen el mismo peligro. Ambos pueden ahogar la Palabra de Dios y quitarle el lugar que le corresponde.

Iglesias enteras se han ido a la ruina a causa de la superficialidad y la mundanalidad, e igualmente también a través de aferrarse obstinadamente a tradiciones que, consciente o inconscientemente, son puestas por encima de la Palabra: no se estaba dispuesto a ningún cambio o transigencia, porque “siempre se ha hecho así”. Y entonces uno se asombra que las iglesias no crezcan, que no se acerquen jóvenes, y que los jóvenes que se cree tener se vayan. No se está dispuesto a innovaciones y cambios apremiantes, que serían oportunos espiritualmente. Se está orgulloso de “pertenecer a los fieles”. Eso también pensaban los fariseos, y no sabían que estaban equivocados.
Alguien dijo que la costumbre, el hábito y la usanza, pueden ser más fuertes que la verdad. Y el Duque de Bedford opinó en cuanto a las tradiciones estancadas: “El tradicionalismo es un viejo salero de plata del que no sale nada de sal.”

Tengamos cuidado de que nuestra sal no se vuelva insípida y sin fuerza, y de que en todo tiempo tengamos sal con nosotros (Mt. 5:13; Col. 4:6). El punto central en todo esto debe y tiene que ser Jesucristo. A Él deberíamos ponerlo ante todo y alinearnos con Él. No se trata de vivir hoy como hace cien años atrás, y de seguir organizando el culto de la misma manera. No toda nueva canción es del diablo, por ejemplo. Hace algún tiempo atrás pude participar en una conferencia en la que al cantar intercalaban canciones cristocéntricas más modernas con canciones cristocéntricas más antiguas – jóvenes y mayores disfrutaban de esto.
Cuando apareció la radio, muchos decían que era del diablo. Otros sacaban provecho de la misma y predicaban el evangelio con esta nueva adquisición. Hoy, en algunos círculos cristianos, es el Internet el que es visto como el mal mayor. Pero, también podría ser que el Señor un día nos reprenda por no haber aprovechado ciertas posibilidades para las cosas de Dios, sino que las enterramos.

Nuestro lema debería ser: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:2). No debemos traer el mundo a los salones de nuestras iglesias, pero tampoco debemos aferrarnos con testarudez a las viejas costumbres. Más bien, se trata de buscar la voluntad de Dios a través de la renovación de nuestra mente, y estar abiertos a Su obrar. Para eso se necesita mucha sabiduría, oración, comunicación y tacto. Pueda el Señor dárnoslo, ya que, después de todo, se trata de Su obra, no de la nuestra.

El siguiente ejemplo puede servir de ilustración: En los EE.UU. estaba el fundador de una iglesia que había recibido una gran carga para ayudar a jóvenes necesitados. Él los buscaba, se ocupaba de ellos, los invitaba, y les llevaba la Palabra de Dios, y muchos se convertían. A algunos en la iglesia no les gustaba eso, porque esos jóvenes al principio no se comportaban precisamente en forma cristiana. Un día llegó un hippie con cabello largo y descalzo a la iglesia, y ensució la alfombra con sus pies sucios. Algunos miembros de la iglesia se molestaron y exigieron sacar a ese hombre, pero el pastor dijo: “¡No! Tiremos la alfombra fuera de la puerta.” – Ésa fue la medida correcta, y mostró ser de mucha bendición, ya que ese hippie menospreciado hoy es misionero y fundador de iglesias en Alemania…

Norbert Lieth

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