La sal que perdió su fuerza

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¿Seguimos percibiendo lo que ocurre en nuestra sociedad o nos hemos replegado en una especie de caparazón espiritual?

En el Sermón del Monte nuestro Señor enseñó a sus discípulos (Mateo 5:13-16) sobre la sal de la Tierra. Se sabe que la sal no solo sala, sino que también contrarresta la descomposición– seguir a Cristo tiene el mismo efecto. Debemos brillar como luminares del Cielo en medio de una generación maligna y perversa (compárese con Filipenses 2:15). Discipular conlleva testificar a quienes nos rodean. Jesús dijo que la sal insípida es echada fuera y hollada por los hombres; dicho de otro modo, es inservible. Podemos relacionar esto con el discipulado y nuestras responsabilidades con la sociedad. No olvidaré una frase de mi profesor de ética Heiko Krimmer quien una vez dijo algo así: “Parte de la falta de autoridad de la Iglesia de Cristo en la actualidad está relacionada con su silencio sobre el tema del aborto”.

Esto hace sonar una alarma en nosotros. Estamos tan preocupados por nuestro propio bienestar y supuesta espiritualidad, que no nos damos cuenta de lo que ocurre a nuestro alrededor. Respecto al aborto, muchos católicos sinceros nos llevan ventaja. Digo esto, no para comparar aspectos espirituales, sino por la vergüenza que deberíamos sentir aquellos que queremos ser fieles a la Biblia. Como esta, podríamos mencionar muchas cuestiones éticas. No hay nada malo en mantener el énfasis en la vida espiritual y en las cuestiones doctrinales: nuestra prioridad sigue siendo siempre la predicación del Evangelio y la edificación de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, se vuelve peligroso cuando dejamos de percibir y reconocer nuestra responsabilidad social como cristianos. Walter Lüthi escribió en su estudio de Romanos 13: “Aunque este viejo mundo es un barco que se hunde, nosotros, los hijos de Dios, no tenemos derecho a comportarnos como ratas que abandonan la embarcación; nosotros, a diferencia de los demás, tenemos que permanecer atentos mientras la nave aún flote”.

La Segunda Carta a los Tesalonicenses 2:3 dice que vendrá la gran apostasía contra las ordenanzas de Dios, la que culminará en la manifestación del Anticristo. Mateo 24:12 habla del predominio de la anarquía– el griego anomía puede ser traducido como ‘ausencia de’, en este caso, de la voluntad divina– y el enfriamiento del amor; no podemos evitar estos acontecimientos antes del regreso de Jesús. En lo personal, estoy convencido de que estamos en medio de ellos. Empero, estaríamos equivocados si desatendiéramos cualquier responsabilidad con el argumento de que, de todas maneras, todo esto ocurrirá. Caer en un letargo piadoso o en un fatalismo pasivo sería un acto de desobediencia.

Hemos dejado de ser responsables. Incluso podríamos preguntarnos si nos acercamos a estos hechos con más rapidez a causa de que la sal se ha vuelto insípida y ha perdido su fuerza. Tomemos el ejemplo del rey Josías en el Antiguo Testamento. A través de la profetisa Hulda se le predijo que, después de muerto, el juicio de Dios vendría de forma inexorable sobre Jerusalén y Judá. Hasta ese momento, Josías ya había hecho varias reformas, por lo que podría haber puesto las manos sobre su regazo. Sin embargo, hizo lo contrario. Aunque sabía por el anuncio profético que el juicio vendría cuando él ya no estuviese, puso todas sus fuerzas en seguir adelante con la renovación espiritual.

Saber que el regreso de Jesús es inminente no nos exime de nuestra responsabilidad social como siervos de Jesús– tampoco es válido argumentar que de todos modos no podemos hacer nada. Para hacer una dura comparación con la historia alemana: ¿qué podrían haber cambiado Paul Schneider, Dietrich Bonhoeffer o Wilhelm Busch de los acontecimientos que ocurrían en su época? Por supuesto, en su momento marcaron una gran diferencia, pero quedémonos con la situación que se vivía en aquel momento: nadie fue capaz de detener el genocidio ni de poner fin al régimen de terror. Ni siquiera los sermones de Paul Schneider en Buchenwald, a través de los barrotes de la celda de detención – una fuerte denuncia por justicia– sirvieron para cambiar la brutalidad y los asesinatos ocurridos en este campo de concentración. Tanto Schneider como Bonhoeffer fueron asesinados al desatarse la perdición de la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera el pastor Wilhelm Busch, con sus valientes sermones y su increíble testimonio, pudo evitar el curso de los acontecimientos. Sin embargo, estos hombres entendieron su obligación ante Dios y el Evangelio; asumieron su responsabilidad, siendo una ayuda para muchos cristianos a la hora de discernir entre lo falso y lo verdadero cuando se enfrentaban a las nuevas ideologías.

En cambio, muchas veces intentamos justificar nuestro retraimiento y pasividad en materia ética, diciendo que, de todos modos, el Señor viene pronto y todo debe cumplirse. No tenemos por qué compartir todos los puntos de vista teológicos de Bonhoeffer, pero deberíamos reflexionar acerca de lo que en su momento acusó a quienes practicaban una piedad pietista, lo que él mismo mencionó como el “egoísmo de salvación”… ¿Qué quiso decir con eso?

Algunos creyentes solo enfatizaban las cuestiones espirituales y no asumían su responsabilidad social. Volviendo a Mateo 5, fue así como la Iglesia de Cristo perdía su salinidad. En el periodo de posguerra se produjeron numerosas confesiones de culpabilidad.

Bonhoeffer también hizo una importante distinción entre lo penúltimo y lo último. En esto vemos una clara demarcación de la teología transformadora. Según Bonhoeffer, lo “último” es el reino divino que viene, el que depende por completo de Dios. A diferencia de esto, Dios nos ha hecho responsables por lo “penúltimo”, sobre todo en el aspecto social.

Podemos aplicar esto también a nuestras prioridades. Lo último y más importante es siempre la proclamación del Evangelio para la salvación de las personas y la edificación de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, dentro de nuestras posibilidades, participamos también en la obra del Señor y asumimos responsabilidades. En 2 Tesalonicenses 2:7 leemos que el misterio de la iniquidad ya está en acción, pero primero es necesario que sea quitado aquello que lo detiene. Varios comentaristas bíblicos relacionan este pasaje con el rapto de la Iglesia o la remisión del Espíritu Santo, aunque puede tratarse también del poder restrictivo de Dios. No podemos afirmar con absoluta certeza a qué se refiere la expresión “quien al presente lo detiene”. Si pensamos que se trata de la Iglesia, podemos incluso utilizarlo para justificar nuestra pasividad y prevaricación como sal de la Tierra. Cambiando el pasaje, podríamos decir en este caso: “Para que se pudra bien, primero hay que quitar quien al presente lo detiene, es decir, a nosotros”.

Claro que también podría ser que todo se descomponga con rapidez porque la sal ha perdido su fuerza. Pensemos en la COVID-19, un tema complejo, con sus contextos e implicaciones, incluso dentro de la Iglesia de Cristo. Los cristianos pueden llegar a diferentes conclusiones y valoraciones del tema, pero en todas nuestras luchas debemos preocuparnos por preservar la unidad espiritual. En cuanto al protocolo de acción que se nos asigna, estamos llamados a un enfoque muy prudente y reflexivo. Además, debemos estar agradecidos por poder seguir ejerciendo nuestro derecho fundamental a la libertad de culto, en gran medida, sin obstáculos. Sin embargo, la Iglesia de Cristo debe aprovechar al máximo sus posibilidades y no pensar que tiene que mostrarse “fiel al Estado” mediante una impulsiva obediencia. Por lo tanto, se plantea la cuestión de si realmente tenemos que aceptar todas las medidas en silencio o reclamar en los asuntos correspondientes hasta agotar las posibilidades legales.

Pensemos tan solo en el aislamiento y soledad de los ancianos y moribundos, una cuestión intolerable desde el punto de vista ético cristiano; o las numerosas depresiones y suicidios por altos niveles de estrés. Una partera, por ejemplo, advierte sobre el aumento de la depresión posparto entre las madres jóvenes, debido a las restricciones de contacto. ¿Y qué pasa con la violencia doméstica y las consecuencias del aislamiento social que recaen sobre los niños que viven en estos contextos? Con base en una ética cristiana, estas cosas no deberían ser simplemente descartadas.

¿Cómo podemos conciliar la libertad religiosa, de culto y de reunión, con el mandato bíblico de cantar alabanzas a Dios? No se trata de ignorar las regulaciones sin más, sin embargo, ¿no nos habremos conformado tanto que ya no nos preocupa, por lo que no alzamos tampoco nuestra voz? ¿Qué ocurriría si los eventos cristianos, la asistencia a los servicios religiosos o la participación en la Cena del Señor se condicionan a las vacunas? A la luz de esto, da que pensar cuando vemos cómo el “sistema de coordenadas espirituales” está empezando a cambiar, incluso en las iglesias fieles a la Biblia. Haciendo referencia a Romanos 13, algunos consideran las medidas y recomendaciones del Gobierno como una máxima, sin pensar en lo que la Biblia nos dice de forma exhaustiva sobre la naturaleza de la Iglesia de Cristo.

La COVID-19 es algo serio. Toda muerte o enfermedad grave lo es.– no hay que restarle importancia a esto. Sin embargo, desde una perspectiva ética cristiana, debemos plantearnos la cuestión de la proporcionalidad, pues el Estado, en materia de protección de la vida, establece normas opuestas a las Escrituras, como el aborto o la eutanasia. Por otro lado, presenciamos un constante alarmismo, a veces deliberado, y una información unilateral, siendo rechazadas las opiniones de expertos confirmados que valoran algunos hechos de forma diferente a la del Gobierno y señalan otras formas de afrontar la situación. El profesor Siegfried Scherer ya pidió un debate científico abierto en mayo de 2020. También es muy preocupante la disposición a denunciar a los demás, incentivada por los reglamentos.

No debemos incumplir la normativa por mero capricho, ni comportarnos de forma agresiva, tampoco difundir especulaciones y teorías descabelladas. De todas formas, la Iglesia de Cristo tiene el mandato de alzar la voz cuando existen medidas que causan daños a la ética humana. Las consecuencias económicas no causan solo perjuicios materiales, sino que cuestan vidas y generan tragedias humanas, en especial en los países pobres. Las restricciones dejarán profundas huellas en la Iglesia de Cristo, de las cuales ni siquiera somos conscientes hoy. Para algunos, después del aislamiento físico, viene el espiritual.

Hablando de pánico: cada enfermo o fallecido por COVID-19 representa sin duda una tragedia. Nadie puede asumir que es inmune al virus; lo que debemos preguntarnos es: ¿nos estamos dejando arrastrar por nuestros sentimientos de temor, o aquellos que nos rodean pueden ver que tenemos una esperanza viva y eterna, y que estamos en las manos del Dios Todopoderoso?

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