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Autor: Eduardo Cartea

El Señor Jesús, en los últimos momentos antes de su muerte, experimentó sentimientos y situaciones desalentadoras, frustrantes y dolorosas. ¿Cuál fue el propósito? Ese es el tema de este programa.


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PE3040 – Estudio Bíblico
Cánticos del Siervo del Señor (15ª parte)



Teniendo en cuenta el punto que desarrollamos: los “Cánticos del Siervo del Señor”, hoy nos toca continuar viéndole como aquel que fue desechado por los hombres, aunque recompensado por su Dios, en el capítulo 49 del libro de Isaías.

¿Habrá surcado alguna vez por la noble frente del Siervo de Jehová un atisbo de cansancio, hastío, decepción, frustración, desilusión o desaliento? Debemos tener presente que el Señor Jesús es Dios, pero también hombre. Completamente Dios, en la perfección absoluta de su Ser divino, y completamente hombre, en la identidad de nuestra naturaleza, con sus debilidades y limitaciones, aunque sin conocer el pecado. Las propias de un ser que siente los rigores del desprecio, ingratitud, soledad, incomprensión, insensibilidad, falta de respeto y tantas otras manifestaciones de la carne, que golpearon Su alma santa.   

En ese sentido, podemos ver su reacción por los efectos de la muerte frente a la tumba de Lázaro Su amigo, y el hondo dolor que el Autor de la vida siente al ver los despojos del último enemigo de los hombres. Por la incredulidad de la ciudad de Jerusalén, que hace brotar de sus ojos lágrimas de desaliento, aunque llenas de compasión; o por la incomprensión de Felipe, cuando, después de conocerle durante tanto tiempo, le pide ver al Padre. Ante el orgullo de sus discípulos, al oírlos luchar por ser uno más importante que el otro. Ante la necesidad de la humanidad toda, al sufrir el horror y la perplejidad que significaba “la copa” que debía apurar, y que produjo la agonía del Getsemaní “con gran clamor y lágrimas”, y necesitar el aliento de un ángel que acudió a confortarle. O a los discípulos que le preguntan incomprensiblemente, justo antes de dejarles para volver al Padre: “Señor ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?”.

Claro que sintió decepción, desaliento y frustración. Posiblemente habrán surgido en su mente las palabras proféticas del versículo que estamos considerando: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas”. Después de Su ministerio de tres años, de tantos que recibieron Sus mensajes de gracia y Sus milagros de poder, es tremendo pensar que estuvo solo frente a Pilatos y a Herodes. Es desalentador pensar que aquel a quien llamó “amigo” le vendiera vilmente, o quien había oído decir que nunca le abandonaría y que pondría su vida por Él, le negara tres veces hasta maldiciendo ante los impíos. Es frustrante saber que solo un puñado de piadosas mujeres y un solo discípulo estuvieran al pie de la cruz y que un compañero suyo dijera, falto de confianza: “Si no veo, no creo”. Es triste sentir que aquellos que había preparado durante la escuela del discipulado, hubieran perdido las esperanzas y los objetivos, y obedecieran la propuesta de uno que les dijera: “Voy a pescar”. Entonces, ¿no es lícito pensar que todo había sido en vano?, ¿valía la pena haber venido a lo suyo y que los suyos no le recibieran? Peor aún, inmensamente peor, el que, ya sobre la cruz y en medio de los gemidos agónicos del Calvario, sus labios casi yertos pronunciaran aquel clamor de la profecía, hecha patética realidad: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Sí; humanamente parecería que todo había sido un fútil esfuerzo.

El Salmo 69, uno de los más preciosos salmos mesiánicos, anticipa proféticamente mil años antes del Cristo los sufrimientos del Siervo del Señor, y en algunos de sus versículos relata el drama del Getsemaní y del Calvario en el alma de Jesús, en acentos de profunda perplejidad. Notemos lo que dice en sus versículos 1 al 4, como si el mismo Salvador estuviera clamando desde la angustia de su alma:

“Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido; han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza los que me aborrecen sin causa; se han hecho poderosos mis enemigos, los que me destruyen sin tener por qué. ¿Y he de pagar lo que no robé?”.

El enemigo estaba al acecho cobardemente para abatir al Salvador. Si algo se proponía el diablo era el impedir que llegara a la cruz. Y si llegara, que descendiera de ella. Pero ¡Aleluya!, ¡no lo logró! Si así hubiera sido, estaríamos perdidos en nuestros delitos y pecados y sin esperanza para la eternidad.

Aunque el desaliento es una reacción natural a las circunstancias adversas, nunca llegó a producir en el Siervo del Señor un sentimiento de abandono de su misión. Como dice W. Vine, “no es una expresión de incredulidad o desesperación, porque de inmediato el corazón expresa la seguridad de la verdad”.

Las palabras del sublime Hijo de Dios no terminan en la mitad del versículo profético. Leemos en la frase final: “pero mi causa está delante de Jehová, y mi recompensa con mi Dios”. Pedro, como un eco de esta excepcional actitud dice en su primera epístola, cap. 2: “Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”.

Es Dios el que tiene la última palabra. Él es el juez que juzga justamente y recompensa a aquellos que en Él confían y galardona a aquellos que llegan a la meta en la carrera propuesta. El que premia a los que agonizan la dura batalla —el que corona a los que guardan la fe.

Debemos pensar que Jesús fue un hombre de fe. Por eso leemos en la epístola a los Hebreos, cap. 12 que “por el gozo puesto delante de él, sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”.

La recompensa del Siervo estaba con Su Dios. Leemos de ella en Hechos 2: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”. Pablo también lo expresa en Filipenses 2.9-11: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. Esta actitud del Siervo del Señor es un aliciente para aquellos que somos ahora sus siervos. Es un modelo para imitar, cuando muchas veces, en circunstancias de incomprensión, adversidad, temor y debilidad, “nuestro ánimo se cansa hasta desmayar”. Es en ellas que debemos alzar la mirada y ver a Jesús, para aprender de él. Dice nuevamente W. Vine, en una consideración muy apropiada para nosotros:“El servicio que buscamos prestar a menudo parece producir poco o ningún resultado. Además de la ineficacia, existen circunstancias de extrema dificultad y prueba, que tienden a pesar el corazón. Y si Satanás pudiera cumplir su propósito, usaría todo esto para arrojarnos a la desesperación y, si es posible, hacer que cesemos el trabajo y volvamos a la perplejidad como una angustia. Aquí hay un pasaje diseñado por el Espíritu de Dios para darnos a considerar todas estas circunstancias a la luz de todos los sabios consejos de Dios, de modo que, en medio del conflicto, seamos alentados a compartir su visión y saber que nuestro juicio es con Él, y eso con Él es la recompensa por nuestro trabajo aparentemente infructuoso”.

Oigamos a W. Wiersbe, citando otro autor:

“Ser un verdadero ministro para los hombres es aceptar siempre nueva felicidad y nueva aflicción, profundizándose ambas de forma constante y entrando en una unión cada vez más íntima e inseparable a medida que el ministro llega a ser más profundo y espiritual. El siervo que se da a sí mismo a otros, nunca puede ser una persona completamente triste, pero tampoco puede ser una persona de alegría sin nubes”.

Es muy consolador pensar que Dios nos juzgará no por los resultados aparentes, sino por nuestra fidelidad. Tomemos el arado, y sin mirar atrás, sigamos haciendo surcos de servicio consagrado, con la mirada fija en el autor y consumador de nuestra fe, en Jesús.

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