Cánticos del Siervo del Señor (27ª parte)

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Autor: Eduardo Cartea

El libro de Isaías se presenta como el más citado en cuanto a la profecía sobre el Mesías. Y como hemos escuchado en programas anteriores, describe abundantemente al “Siervo del Señor”. El capítulo 53, se destaca por la precisión en los detalles y la solemnidad de la visión del Redentor. Este florece en medio de una tierra, un pueblo, seco y árido espiritualmente.


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El Mesías hermoso

Hola, con mucho gusto vuelvo a encontrarme con usted en este tiempo precioso de meditar en la santa Palabra de Dios. Estamos viendo un párrafo singular, excelso: Isaías capítulo 53. Para aquellos que leemos la Biblia regularmente, es uno de los pasajes más solemnes y sublimes de esta profecía eminentemente evangélica y que presenta la visión anticipada de quien es el Redentor de Israel y el Salvador del mundo: Jesucristo. El surgimiento del Mesías no había sido estruendoso. Su aparición no fue a son de trompetas. Fue tan silenciosa como aquel “silbo apacible y delicado” que Elías sintió como una suave quietud en la soledad de Horeb —así como surge en el silencio del surco el verde retoño de una planta delicada.

Del mismo modo que la semilla que brota y crece sin que el labrador sepa cómo. Como una raíz en tierra árida, resquebrajada por la sequedad. Pocos lo percibieron. No llamó la atención. Era un hombre habitando entre los hombres y en “tierra seca”, que no es más que una referencia a la nación de Israel. Provenía de una tribu en decadencia, en una época de mera tradición; con un sacerdocio corrupto, bajo la influencia de la incredulidad de los saduceos; con una casta de hipócritas religiosos, los escribas y fariseos.

Un verdadero desierto moral, y espiritualmente hablando, árido. “Algunos creen ver en las palabras “tierra seca” una referencia al Monte de Sión, que en hebreo significa “cerro seco”, sugiriendo que aparte del rey legítimo que tiene su asiento en él, según el Salmo 2; aquel monte, tan glorioso para los salmistas y cronistas de Israel, no era más que un lugar sin vida ni fruto para Dios”.   Pero, además, Jesús nació en un pesebre maloliente en un pequeño pueblo judío. Creció en Nazaret, una villa galilea de no buena reputación, en medio de una familia de escasos recursos; de un oficio sencillo: un humilde artesano. Era, sin duda, “el Dios que habitó en la zarza”.

La única mención de la persona de Jesús, aparte de los Evangelios, es la que dejó escrita el historiador judío Flavio Josefo en su “Antigüedades Judías”, allá por el el año 93 ó 94 de nuestra era, que incluimos. Dice Flavio Josefo: “Por este tiempo apareció Jesús, un hombre sabio, si es que es correcto llamarlo hombre, ya que fue un hacedor de milagros impactantes, un maestro para los hombres que reciben la verdad con gozo, y atrajo hacia Él a muchos judíos y a muchos gentiles, además; Era el Cristo. Y cuando Pilato, frente a la denuncia de aquellos que son los principales entre nosotros, lo había condenado a la Cruz, aquellos que lo habían amado primero no le abandonaron ya que se les apareció vivo nuevamente al tercer día, habiendo los santos profetas predicho esto y otras mil maravillas sobre Él. Y la tribu de los cristianos, llamados así por Él, no ha cesado de crecer hasta este día”.

Su apariencia era tan común que Isaías dice: “no hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos”. Parecer y hermosura, parecerían indicar su aspecto externo. Pero “hermosura” aquí no es la misma palabra que aparece en 52.14, donde se lee “su hermosura más que la de los hijos de los hombres”. Allí significa aspecto externo. Aquí expresa grandeza, distinción, esplendor. Otra versión traduce: “No había en él belleza ni majestad alguna; su aspecto no era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable”.

Dice otra: “No tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni aspecto que nos cautivase”. Y no nos referimos específicamente a su aspecto físico que, aunque perteneciente a un hombre “común” en cuanto a su sencillez, debió transmitir un halo de majestad, sino a la humildad y mansedumbre que no eran exactamente los signos del Mesías que esperaban los judíos. No obstante, había en el Cristo un atractivo singular. Sin duda, Su carisma y simpatía, Su poder milagroso, Sus palabras inimitables plenas de sabiduría debían ejercer en los demás un sentimiento de admiración imposible de ocultar. Por eso le seguían multitudes.

Cuando siglos atrás habían sido construidos el Tabernáculo, el Lugar Santo y el Santísimo, fueron hechos con tablas cubiertas de oro, con bases y capiteles de plata; contenían muebles cubiertos de oro o de oro macizo, como el candelero. Todo era absolutamente precioso en su interior. Pero no era visto por fuera. La estructura estaba cubierta de varias cortinas, siendo las externas de oscuras pieles de tejones y de cabras. Nada atractivas, y no había nada que hiciera suponer la belleza interior.

Una vez alzado, dice la Palabra en el libro del Éxodo que una nube cubrió el tabernáculo y la gloria de Jehová lo llenó. Así fue nuestro bendito Salvador: Su gloria interior no era vista por los hombres; estaba escondida en su humanidad. Pero Juan dice: “Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó (levantó su tabernáculo, su tienda) entre nosotros, y vimos su gloria, como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. Aquellos que le conocieron, que estuvieron con Él, pudieron apreciar la gloria de Dios reflejada en Sus palabras y hechos. También la vieron cuando el Señor descorrió por unas horas la cortina de su humanidad para ver el reflejo de su gloriosa persona sobre el monte de la transfiguración. Pedro recuerda esa experiencia y dice “hemos visto con nuestros propios ojos su majestad”.

El término “renuevo” en la lengua hebrea no tiene que ver solamente con el tierno retoño de una planta. Significa “un bebé”, un niño que se nutre de la leche de su madre. Así, el Siervo nació como un bebé. Vino al mundo como venimos los hombres. Nació de una madre. Pablo lo dice en Gálatas 4.4: “nacido de mujer”. Nos asombra leer ese misterio insondable. Es precioso ver en la Escritura las cuatro referencias al “renuevo” en:

  • Jeremías 23.5: He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra”.
  • Zacarías 3.8: He aquí, yo traigo a mi siervo el Renuevo”.
  • Zacarías 6.12: He aquí el varón cuyo nombre es el Renuevo, el cual brotará de sus raíces, y edificará el templo de Jehová”.
  • Isaías 4.2: En aquel tiempo el renuevo de Jehová será para hermosura y gracia, y el fruto de la tierra para grandeza y honra, a los sobrevivientes de Israel”.

Cada una de ellas coincide con los distintos aspectos que la Palabra otorga al Señor Jesucristo, que coinciden con los temas de los cuatro evangelios, y aun con el aspecto de los cuatro seres vivientes que aparecen en la profecía de Ezequiel y en el libro del Apocalipsis. El león (Cristo como Rey, en el Ev. de Mateo); el buey, o becerro (Cristo como Siervo, en Marcos); el hombre (Cristo como el varón, el Hijo del Hombre, en Lucas) y el águila (Cristo como el Hijo de Dios, en Juan). En el v. 3 de este capítulo 53 de Isaías, el Espíritu Santo agrega a modo de confesión de aquellos que un día le despreciaron, pero en el futuro le reconocerán como su Rey y Señor: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos”.

No solo no es deseado; también es despreciado y desechado por los hombres. Despreciar es una palabra muy dura, porque significa “tener en poco”, “tratar con desdén”, es decir, considerar a algo o alguien como sin significado, sin valor o indigno de prestarle atención. Desechar es “abandonar”, “dejar solo”. Eso es lo que los hombres al fin sintieron hacia el Siervo del Señor. Le tuvieron en poco, sin valor y le abandonaron. Lutero lo expresó así: “Le estimaron como nada”. No era nadie para ellos. En Isaías 49.7 dice que el Siervo del Señor es “el menospreciado de alma”. O sea, de los hombres. Pero no solo de palabra sino por íntima y resuelta decisión y acción. Sí, el Siervo del Señor, el mismo Hijo de Dios, eterno, soberano, señor de cielos y tierra nació en humildad, vivió desechado por los hombres y murió en una cruz de vergüenza. Pero también Dios le exaltó hasta lo sumo y le dio un nombre sobre todo nombre. El merece nuestra adoración y devoción.

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