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Autor: Eduardo Cartea

El Siervo del Señor descrito en el capítulo 53 verso 3 y 4, es quien llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Descubra con nosotros el alcance y profundidad de la Gracia Divina en esa declaración. Y respuestas a la pregunta acerca de la sanidad milagrosa o la ausencia de esta.


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PE3055 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (30ª parte)



El Mesías sanador

Hola. Un gusto encontrarme nuevamente con usted. Estamos viendo un capítulo monumental de la Biblia: Isaías 53. Es, junto a los últimos versículos del capítulo anterior, una exposición maravillosa de los sufrimientos del Mesías y las glorias que vinieron tras ellos. Aún tenemos que completar -aunque es imposible explicarlo exhaustivamente- los versículos 3 al 5.

Quedamos en nuestro último encuentro estudiando la palabra “llevar”, tal como aparece en el v. 3: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”.

El término “llevar” tiene varios significados, de los cuales solo mencionamos algunos: alzar, arrojar, cargar, soportar, quitar, libertar, sufrir, soportar, y, curiosamente también, perdonar. Tal vez, todo esto y mucho más está incluido en esta gran palabra en la expresión del profeta. En esta acción se ve claramente el carácter sustitutorio, vicario de la obra de Cristo. Él llevó nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores, nuestras penas, toda suerte de sufrimiento humano.

Las enfermedades que se mencionan en este versículo no son particular o exclusivamente físicas, aunque en Mateo 8 se refiere a ellas. Leemos en los vv. 16, 17: “Y cuando llegó la noche, trajeron a él muchos endemoniados; y con la palabra echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: El mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”. De hecho, el Señor tiene, cuando es Su voluntad hacerlo, todo el poder para curarlas. Él sabe y puede. Hacemos bien en orar para que el Médico celestial ponga su mano de sanidad sobre nuestras enfermedades. Sin lugar a duda, la salud, es uno de los bienes más preciados. A veces sobrevienen por el natural deterioro de nuestro cuerpo por efecto de los años. A veces, inesperadamente. Otras, por nuestra negligencia personal. Pero sea lo que fuere, Dios oye nuestra oración y muchas veces la contesta en su misericordia. Y cuando no es así, porque no siempre quiere, le oímos decir como a Pablo: “Bástate mi gracia”.

El apóstol Pedro añade un concepto más allá de lo físico y dice en su primera epístola, 2.24: “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”. El pecado es la mayor enfermedad del hombre. Así lo sentía el salmista cuando en su salmo número 77 dice: “Enfermedad mía es esta”, y lo explica Isaías al comienzo de su profecía, cuando dice: “Toda cabeza está enferma y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite”. No se refiere a dolencias físicas o a llagas en el cuerpo; Isaías está hablando en forma figurada. Es la mayor dolencia que el hombre puede tener: el pecado que infecta y enferma la mente y el corazón, la enfermedad que sin duda lleva a la muerte y que no se cura con aceite, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Señor.

Jeremías, en su capítulo 17 dice que “el corazón es engañoso y perverso más que todas las cosas”. Y se pregunta: “¿Quién lo conocerá? Tal vez, mejor, ¿quién lo sanará? Por eso, un par de versículos adelante, el profeta clama a Dios y le dice: “Sáname, Señor, y seré sano; sálvame, y seré salvo, porque tú eres mi alabanza”.

No hay en la Escritura base alguna para sostener que la sanidad de nuestro cuerpo está incluida en la redención de Cristo. El murió por nuestros pecados, no por nuestras enfermedades físicas.

Además, nuestro pasaje dice que el Siervo sufriente del Señor sufrió nuestros dolores. Sufrir, en este caso, toma la idea de cargar a cuestas un peso, y hacerlo como si fuera propio. Los dolores de los que habla el profeta son la consecuencia de esa enfermedad: angustia, aflicción, penas, y hasta tragedias. El dolor de la ingratitud, rechazo y abandono. El dolor de la falta de amor y comprensión. El misterio del dolor imposible de explicar, comprender, medir o penetrar. Ese sentimiento que conoció el hombre recién después de pecar, y que Dios prometió quitar cuando haga nuevas todas las cosas para aquellos que han creído en Él, porque entonces “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron.

Estos dolores que aún sufrimos son nuestros, pero Él los llevó haciéndolos suyos. Cristo asumió la culpabilidad de nuestro pecado, aunque nunca lo cometió. Bien se pregunta en el salmo 69, sin obtener respuesta: “¿He de pagar lo que no robé?”. Y no solo lo llevó, y pagó su precio de sangre, sino que fue hecho pecado por nosotros. La Biblia dice que Él “nunca hizo maldad, ni hubo (palabras de) engaño en su boca”.

Vuelvo a citar al excelente escritor F. B. Meyer:

“Su vida fue escudriñada con cuidado microscópico para descubrir un solo yerro que justificara su condenación. Los pasajes más secretos de su trato con sus discípulos y amigos fueron examinados por el ojo escudriñador del traidor, con el objeto de descubrir una excusa para su negro crimen. Pero todo fue en vano”.

El mismo Jesús desafió a que alguien le acusara de algún pecado. Judas reconoció que había entregado “sangre inocente”. Pilato no halló ninguna falta en Él, y su esposa romana le dijo: “No tengas nada que ver con este justo”. El ladrón crucificado a su lado confesó que ningún mal había hecho. El centurión que presidió y los que custodiaban la ejecución de la cruz, llegaron a la conclusión de que no solo era justo, sino además era Hijo de Dios. Pablo dijo que “no conoció pecado”; Pedro habla de Él como “un cordero sin mancha ni contaminación”; Juan agrega: “no hay pecado en él”. Él sufrió, pero jamás cometió pecado —fuimos nosotros los que pecamos.

Sí, Él fue “varón de dolores”, pero Jesucristo no era un hombre amargado y taciturno. Su carácter era afable. Asistía a bodas, fiestas, banquetes, cenas. Era amable con las mujeres y tierno con los niños. Emanaba una alegría sobria, auténtica y espiritual, un gozo santo, una simpatía atrayente y carismática. Pero los pecados, las miserias, las carencias de los hombres impactaban su alma. Con absoluta empatía sufrió con esas cargas no solo para compartirlas, sino para aliviarlas. En el capítulo 63 de esta profecía hay un versículo precioso: el 9. Allí leemos: “En toda angustia de ellos él fue angustiado; y el ángel de su faz —el ángel de Jehová, es decir, el mismo Cristo pre-encarnado— los salvó; en su amor y en su clemencia (ternura) los redimió, y los trajo, y los levantó (los llevó en sus brazos) todos los días de la antigüedad”.

Podemos aplicarlo a nuestra experiencia de vida. El Señor se angustia con nuestras angustias; se duele con nuestros dolores; sufre con nuestro sufrimiento. Él los conoce todos. Es “varón de dolores, experimentado en quebranto”. Y no queda solo en el conocimiento, ni en la compasión. Además, dice: “los salvó”, “los redimió”, “los trajo” y “los levantó”, llevándolos en sus brazos o sobre sus hombros, como el buen pastor de Juan 15 o Ezequiel 36.

¿Has experimentado alguna vez la ternura de Cristo estando a tu lado en los momentos de necesidad?, ¿has ido al trono de la gracia a buscar y hallar el oportuno socorro?, ¿has sentido la fresca mano de Su gracia posándose sobre tu frente afiebrada, para darte el alivio que precisabas? Así es el Señor. Él lleva tus cargas. Las hace suyas. Puedes confiar: “Echa sobre el Señor tu carga, y él te sustentará. No dejará para siempre caído al justo”, nos dice el Salmo 55.

Asimismo, Jesucristo lleva nuestra carga, nuestras miserias y pecados para quitarlos y perdonarlos. Por eso cuando decimos “llevó”, tiene el sentido de perdonar. Así lo entendemos en el Salmo 32.1, donde leemos: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada y cubierto su pecado”. Esta expresión trae paz y gozo a nuestra alma. En la cruz lo llevó una vez para siempre. Su sangre “nos limpia de todo pecado” si los confesamos, porque es “fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.

Qué paz trae al corazón el pensar que hubo uno que llevó nuestros pecados en la cruz, y que no solo los llevó, sino que “fue hecho pecado”, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.

¡Alabado sea Su nombre!

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