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Autor: Eduardo Cartea

Nuevamente nos acercamos a los cánticos del Siervo del Señor descrito en el capítulo 53 verso 2. Es quien llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Descubra con nosotros el alcance y profundidad de la Gracia Divina en esa declaración.


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PE3056 – Estudio Bíblico Cánticos del Siervo del Señor (31ª parte)



El Mesías que da perdón

  Un gusto saludarle nuevamente. Estamos transitando juntos por un capítulo majestuoso: el 53 de Isaías. El Siervo del Señor descrito en su humillación y su gloria.

Nos detuvimos a considerar la palabra “llevó”, en aquella frase del v. 3: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”.

Este “llevar” es el lenguaje del libro de Levítico, el libro de los sacrificios expiatorios para la satisfacción de la justicia divina y el perdón de los pecados del pueblo aparece particularmente del Día de la expiación, tan detallado en el capítulo 16 del libro de Levítico. En ese día, un cabrito (o macho cabrío), el de la suerte de Azazel (o, “para Azazel”), era cargado con un pecado que no había cometido, pero que le era imputado. El pueblo sabía que era “su” pecado, pero el inocente animal —el “chivo expiatorio”— lo cargaba sobre sí y era “llevado” por él a tierra inhabitada. Así también Cristo tomó nuestro pecado y lo llevó tan lejos que dice Isaías 43: “Pusiste sobre mí la carga de tus pecados, me fatigaste con tus maldades. Yo, yo soy el que borro tus rebeliones, por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados”. Y agrega el Salmo 103: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones”.

Ese mismo día de la expiación otro cabrito, el de la suerte de Jehová (o “para Jehová”), era sacrificado por el pecado del pueblo, ocupando el lugar de cada uno de ellos. Ellos debían morir, pero en su lugar moría la víctima inocente. Un día, pasados los siglos, Juan el Bautista dijo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Ya no hacían falta más sacrificios “que no podían quitar el pecado”. El perfecto sacrificio del Siervo los llevó una vez y para siempre. “Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar (ofrecer en sacrificio) los pecados de muchos”.

Cuando el salmista David, en el salmo 103, salmo que recordamos bien, dice que debemos bendecir a Dios y no olvidarnos de sus beneficios, enumera varias de las bendiciones que recibimos de sus manos (v. 3-5): “Él es quien perdona todas tus iniquidades; el que sana todas tus dolencias; el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y misericordias; el que sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila”. ¿Notamos cuál es la primera de ellas? La primera bendición que nos llega desde el cielo es el perdón de nuestros pecados. Y luego, las demás: sana nuestras dolencias, no solamente físicas, pero también morales, sentimentales, psíquicas. Rescata nuestra vida, no solo de la muerte, también cuando caemos en “el pozo de la desesperación”, en el hoyo de problemas hondos, insolubles para nuestra capacidad tan limitada. Corona nuestras sienes de favores y misericordias. En su bondad y compasión sacia de bienes nuestros años, porque llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores, y los tornó en bendición y paz.

Pero, volviendo al capítulo 53 de Isaías, el versículo 4 termina diciendo: “Y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido”.

Volvemos al versículo 4. dice: “Y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido”. Azotado (heb. nagá) toma el significado de alguien a quien se le pone la mano encima con violencia. Se le golpea, se le hiere. El término aparece, entre otros pasajes, en Job 19, cuando el patriarca es alcanzado por la mano de Dios que le hiere dolorosamente. En la ley, Deuteronomio capítulo 25 leemos: “Si el delincuente mereciere ser azotado, entonces el juez le hará echar en tierra, y le hará azotar en su presencia; según su delito será el número de azotes”. 

Aunque el malhechor de la cruz junto a Jesús dijo: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo”, en realidad Dios hirió a su Hijo porque (con reverencia lo decimos) “merecía ser azotado”. Se había hecho cargo de nuestros pecados, y la ley divina debía cumplirse. Era “su” delito. Y por tres largas y oscuras horas, “el castigo de nuestra paz fue sobre él”. El azote divino fue descargado sobre su cuerpo, alma y espíritu. Las puntas de tosco hierro con que terminaban las lonjas de cuero del látigo romano, que se clavaban en la carne de los azotados, y hacían que muchos llegaran a la extenuación y al desvanecimiento a causa del tormento que significaba, no se puede comparar al azote recibido del Padre en la tenebrosa soledad del madero de maldición.

No podemos entrar en la profunda dimensión de las expresiones del Salmo 88: “Me has puesto en el hoyo profundo, en tinieblas, en lugares profundos. Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas. Has alejado de mí mis conocidos; me has puesto por abominación a ellos; encerrado estoy, y no puedo salir. Mis ojos enfermaron a causa de mi aflicción; te he llamado, oh Jehová, cada día; he extendido a ti mis manos. Sobre mí reposa tu ira, y me has afligido con todas tus ondas”.

  El otro término es herido. Y este va aún más allá. Herido, tiene el sentido de “castigado”. La ignorancia de los contemporáneos de Jesús los llevó a pensar que los sufrimientos del Mesías eran a consecuencia de las propias maldades de él mismo. Eso responde a que un pensamiento típicamente oriental interpreta que el origen del sufrimiento de una persona es porque ha hecho algo que lo causa. ¿Recuerda el libro de Job? Es un ejemplo clásico de ello. O el criterio que tenían los mismos discípulos de Jesús sobre el ciego de nacimiento de Juan cap. 9. Por eso le preguntaron a Jesús: “¿Quién pecó, este o sus padres?”.

Recordemos el concepto que tenían sobre Jesús muchos de sus contemporáneos: que era endemoniado; samaritano, es decir, enemigo, extranjero); que estaba fuera de sí; que era blasfemo; transgresor; comilón y bebedor, amigo de los pecadores; engañador o impostor; pervertidor y sedicioso; malhechor; digno de muerte. No nos extraña que pensaran que sufría por sus propios pecados y que su muerte constituía un justo castigo de parte de Dios.

Un comentario bíblico incluye esta frase en la explicación de este pasaje: “Nosotros lo reputamos como un leproso”, ya que la lepra era el directo juicio divino sobre la culpa”.

No obstante, hay una verdad que escapaba al conocimiento de aquellos incrédulos: Dios no le castigaba por haber hecho pecado, sino por haberle hecho pecado. El versículo 10 de Isaías 53 dice: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”. Esta es una verdad sublime que escapa a nuestra comprensión.

Herido es una palabra muy fuerte, muy dura. Las heridas de Jesús fueron profundas, no solo en el aspecto físico, lo fuero mucho más en lo moral y en lo espiritual. Suenan los ecos mesiánicos del salmo 22, en los vs. 14, 15:

He sido derramado como aguas,

Y todos mis huesos se descoyuntaron;

Mi corazón fue como cera,

Derritiéndose en medio de mis entrañas.

Como un tiesto se secó mi vigor,

Y mi lengua se pegó a mi paladar,  

Y al término del v. 15, leemos no lo que le hicieron los hombres en su perversidad, sino lo que Dios le hizo:

                 Y me has puesto en el polvo de la muerte.  

Finalmente, la palabra con que termina el versículo es “abatido”, es decir, humillado hasta lo sumo, hundido, oprimido, sometido.

La Biblia nos dice que el Señor fue entregado por Judas; por la nación y los religiosos de Israel; por Pilato; pero por encima de todo, fue entregado por su mismo Padre. Leemos en Hechos 2.23 palabras de Pedro en su discurso de Pentecostés: “Este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole”. Y Pablo agrega en Romanos 8.32: El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”.

Pablo dice en Gálatas 2.20, y lo podemos repetir con reverente gozo cada uno de nosotros: “El cual me amó a mí, y se entregó a sí mismo por mí”.

Si, amigos. Cristo, el Señor, en la cruz fue azotado, herido y abatido. Es imposible comprender por qué lo hizo. Por qué el Hijo de Dios me amó así. Hay una sola respuesta: Porque me amó. Merece toda mi devoción, gratitud y adoración.

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