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Autor: Eduardo Cartea

Este programa comienza a definir las características del Siervo del Señor descriptas en los diferentes cánticos que se encuentran en Isaías 42. En esta oportunidad, en los versículos 1 al 4 y 5 al 9, encontraremos la Presentación del Siervo


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PE3031 – Estudio Bíblico
Cánticos del Siervo del Señor (6ª parte)



El primero de los Cantos del Siervo.

“He aquí mi siervo…” (42.1)

Hola, un gusto estar nuevamente con ustedes. Hoy comenzamos el estudio de los llamados “cánticos del Siervo”, o “cánticos del Mesías” en la profecía de Isaías. Si tiene su Biblia a mano, acompáñeme por favor en el capítulo 42 de esa profecía, versículos 1 al 4, agregando los versículos 5 al 9 para ver “La Presentación del Siervo”.

El capítulo 42 —sin tener en cuenta la división convencional de la Escritura— es la continuación del discurso del capítulo 41, que constituye un alegato contra los dioses falsos. Es Dios el que litiga con el pueblo entregado a la idolatría y le recuerda que Israel es su siervo escogido; que Dios es su redentor, fortaleza y socorro y finalmente, en los últimos versículos de ese capítulo 41, que los ídolos no son sino vanidad, o como dice claramente el v. 24: “nada”.

Entonces hallamos la vehemente expresión con que comienza el capítulo 42: “He aquí mi siervo”, que puede leerse como si Dios mismo corriera el telón del escenario de su revelación y expresara: “¡Miren, contemplen, este es mi siervo!”.

El pueblo había escogido a sus dioses, y en ellos ponían su confianza. Pero Dios alza su voz y presenta a Su siervo. El “he aquí” es enfático y contrastante; es como si dijera: “Ustedes presentan a sus dioses paganos; Yo les presento a mi siervo, el Mesías”.

Es Dios el Padre quien presenta a su Hijo en términos proféticos, así como lo presentó en su bautismo diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”, y repitiéndolo en palabras semejantes desde la nube en el monte de la transfiguración: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd”.

Mateo el evangelista, inspirado, escribe en su capítulo 12, versículos 18-21 y reproduce todo este primer canto de Isaías 42, asignándolo a Jesús, y diciendo: “para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías”. No hay duda que el Espíritu Santo interpreta este párrafo de la profecía aplicándolo al Señor Jesucristo: ¡No tenemos nada que agregar! ¿verdad?  

Debió ser maravilloso para el escritor del primer evangelio, al igual que para el resto de los discípulos, verificar el cumplimiento de la profecía en la persona de Jesús, contemplando tan de cerca durante aquellos tres años el carácter sin igual del Señor, su mansedumbre y su humildad. Ellos entendieron, como solo algunos otros, que no era el Jehová Sabaoth, el Señor de los ejércitos, al que debían esperar, sino al Siervo de Jehová. Es cierto que estaba anunciado así, además de Isaías, por los Salmos, y por Zacarías entre otras profecías, pero solo unos pocos lo comprendieron; el resto lo rechazó. Erraron, sin duda, “desconociendo las Escrituras y el poder de Dios”. 

Notemos el carácter del Siervo del Señor, quien concentra todas las promesas de restauración y bendición para Su pueblo y redención para todas las naciones:

  1. Designado (v. 1a). “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento”.

Es Dios, decíamos, quien presenta a Su siervo y hay tres cosas que dice de Él:

  • “Yo le sostendré”: Dios respalda la misión de Su Hijo Jesús. La expresión tiene que ver con la identificación del Padre con la Persona y obra de Jesucristo. No solo es una realidad que son uno en la esencia misma de la deidad, sino que son uno en la manifestación de la tarea reveladora y redentora. “Hasta ahora mi Padre trabaja y yo trabajo”, dijo Jesús en total sintonía con el Padre. El Padre caminó junto a Él en todo el trayecto de su ministerio, a tal punto que Jesús pudo decir: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo”. Salvo en las horas tristes de la cruz, cuando debió clamar a Dios el Juez por haberle abandonado, la comunión con el Padre fue perfecta, ininterrumpida y en absoluta unanimidad: “Yo y el Padre uno somos”, dijo Jesús.
  • La segunda cosa que dice es: “Mi escogido”: El Hijo fue elegido en el eterno consejo del trino Dios para cumplir su misión de realizar la expiación por el pecado y redimir a la humanidad perdida. Cristo fue el Cordero predestinado —es decir, con un destino fijado— en los propósitos de Dios, como dice 1P. 1.20. Fue el varón designado, no solo para salvación sino para juicio del mundo entero. (Hch. 17.31).

Dios le escogió. Hay entre Sus huestes celestes: ángeles, arcángeles, querubines y serafines. Todos son seres perfectos, sin pecado, sin contaminación; pero ninguno de ellos estaba capacitado para hacer la obra de redención. Por eso leemos en el Salmo 45.7: Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”.

Hubo entre los hombres destacados siervos de Dios: Enoc, Noé, Abraham, Moisés, Josué, Samuel, David, Elías, Jeremías, Daniel y tantos otros que adornan las páginas sagradas; muchos de ellos pertenecen a ese cuadro de honor que es Hebreos 11, la galería de los hombres de la fe. —pero ninguno califica. Ninguno es válido, todos son faltos. Todos manchados por el estigma del pecado. Era necesario uno distinto, superior, incomparable. Él es “como el manzano entre los árboles silvestres”,  el “señalado entre diez mil”[1], del que habla el Cantar de los Cantares; es alguien sin comparación. “Santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos”.

Este único mediador, que es Dios para poder realizar una obra

perfecta, una vez y para siempre, y que es hombre para identificarse con la necesidad humana, es el llamado por Dios para ser sumo sacerdote y realizar una completa mediación entre Dios y los hombres.  Pero también para completar la obra redentora hasta su consumación final en el futuro escatológico.  

     La tercera cosa que leemos en este primer versículo de Isaías 42 es: “En quien mi alma tiene contentamiento”: Dios aprueba al Hijo y su misión. Tres veces se abrieron los cielos durante el ministerio de Jesús para dejar oír la voz del Padre. En dos de ellas se oyen estas mismas palabras anticipadas en la profecía de Isaías. Sin duda, el corazón del Padre halló complacencia y plena satisfacción en la vida y el carácter santo de Su Hijo Jesucristo.

Es cierto que Abraham fue su amigo; que David fue un hombre conforme a su corazón; que Elías vivía en su presencia; que Daniel era “muy amado”; que Juan el bautista fue el más grande nacido de mujer: pero ninguno se iguala a Jesucristo. Ninguno fue sin pecado. Ninguno fue perfecto. Ninguno fue obediente en todo al Padre. Por eso Pedro dice en su inspirado mensaje del día de Pentecostés: “Jesús nazareno, varón aprobado por Dios”. La aprobación del Padre al carácter obediente del Hijo se ve plenamente reflejada en aquellas sublimes palabras de Filipenses 2.9-11: “Por lo cual Dios le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.

Mateo, en su cap. 12.18, recoge este pasaje de Isaías y al hacerlo, agrega un concepto que si bien está implícito en la expresión que estamos considerando, no aparece en el texto de la profecía. Dice: “Mi amado, en quien se agrada mi alma”. Cristo es el Hijo amado del Padre. Leemos en Juan 10.17 el testimonio de Jesús mismo: Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”. El cumplimiento obediente a la voluntad de Dios hasta la misma muerte, es la razón por la que el Padre le ama.

También la obediencia a Sus mandamientos y a Su Palabra es la razón por la cual Dios ama a sus hijos. Leemos en Juan 14.21: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él”. Y agrega en el v. 23: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él”. 

        La pregunta que surge ahora es esta: ¿Podría Dios expresar el mismo contentamiento con mi vida, y con la suya?


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