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Autor: Eduardo Cartea

Si hay algo que caracteriza al Siervo del Señor mencionado en Isaías es su humildad. No alzar la voz y no hacer alarde. Precisamente, ese es el tema de este programa.


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PE3034 – Estudio Bíblico
Cánticos del Siervo del Señor (9ª parte)



Seguimos hoy analizando el capítulo 42 de la profecía de Isaías y viendo a través de sus palabras a Jesucristo como el Siervo del Señor en la preparación de su ministerio terrenal. Hoy veremos otra faceta de su admirable persona.

Su Humildad. Leemos en los versículos v. 2 y 3. “No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia”.

Después de habernos hablado de la designación y la unción del Siervo, Dios por medio del profeta nos hace conocer su carácter y el método de su servicio. Silencioso, sin alzar su voz.

    Es Jesús, el Hijo de Dios, andando entre los hombres. Es el Verbo, venido en carne, por cuya poderosa palabra, fueron hechas todas las cosas; habitando entre los hombres, levantando su frágil tienda, rodeado de toda la debilidad humana. Es el misterio de Cristo, de aquel cuya voz es la voz del Omnipotente; de la cual habla el Salmo 29 con acentos majestuosos: “Voz de Jehová sobre las aguas; truena el Dios de gloria… voz de Jehová con potencia; voz de Jehová con gloria… que quebranta los cedros… que derrama llamas de fuego, que hace temblar el desierto”. Pero…, en su humanidad, esa poderosa voz fue silenciada.

No le hizo falta al Señor hacer alarde de sus obras. Al contrario, muchas veces leemos que pedía a aquellos a quienes sanaba o liberaba de la esclavitud de satanás, “que no dijesen nada a nadie”. Por cierto, las calles polvorientas de Tierra Santa oyeron Su voz, pero Él “no la hizo oír”. 

Silencioso, como silenciosa es Su presencia. Seguramente recuerda lo que Dios le dijo a Elías cuando estaba en la cueva de Horeb y le mandó salir de ella para experimentarla. Y Dios no estaba en el grande y poderoso viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el sonido de una suave quietud. Elías oyó a Dios en el silencio.

Siglos después, la casa en la aldea de Emaús fue testigo del Señor resucitado cuando, silencioso, sentado a la cabecera de la mesa, tomó el pan, alzó su rostro al cielo, lo bendijo y lo partió. Entonces los ojos de ellos se iluminaron y le reconocieron, el Señor se desapareció de su vista. Calladamente, en silencio, les dejó el perfume de Su presencia y el fuego de su bendición ardiendo en sus corazones.

Silencioso, como el día que entró en nuestro corazón para habitar allí para siempre. Cuando el Espíritu Santo, quien, como el viento que sopla de donde quiere y que no se ve, ni se sabe de dónde viene, ni a dónde va, entró en nosotros para hacer allí Su templo, dándonos una nueva vida que gozamos y gozaremos para siempre.

El mismo silencio con el que se acerca tantas veces y llama gentilmente, como a la mujer de Cantares cap. 5, diciendo: “Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía”, para recibir una respuesta poco amable del creyente que duerme en indiferencia. Entonces se retira, se va silenciosa y respetuosamente.

Pero, también es la silenciosa y bendita presencia que experimentará todo aquel que, aunque lejos y sintiendo el frío en el alma, oye Su tierna voz, abre la puerta y le permite compartir la cena de una nueva comunión.  

Es el Salvador que, después de treinta años del silencio de la villa de Nazaret, (los que se suelen llamar “los años escondidos”) comienza Su ministerio silencioso y dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

Cuánto debemos aprender del Siervo de Jehová al hacer nuestra tarea como sus siervos: sin estridencias, sin desear ni esperar los aplausos de los demás, sin hacer alarde de lo que muchas veces pensamos ser, pero no somos.

Cuántas veces como los discípulos luchamos entre nosotros, a ver quién es el mayor, el más importante, sin entender que las leyes del reino de Dios son, no solo distintas sino contrarias a las leyes de los hombres. Y cuántas más debemos mirar al Siervo del Señor tomar el lebrillo, vestirse con el atuendo del esclavo y comenzar a lavar los pies de los suyos, oyendo como un eco el decir de Pedro en su primera epístola, cap. 5: “Y todos sumisos, unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes”.

Bien escribe Pablo, exhortando a Timoteo: “Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen”.

Meyer, en su prosa elegante y profunda, nos recuerda que “el único trabajo que Dios aprueba, que es permanente y fructífero, que participa de la naturaleza de Cristo, es el que ni busca ni necesita publicarse. El pájaro está contento con cantar; la flor con ser bella; el niño con desarrollar su naturaleza para el ojo del amor; y el verdadero obrero, con hacer la voluntad de Dios”.

Y ahí va el Siervo haciendo su obra: no quebrando la caña cascada, ni apagando el pábilo que humea. Una caña ya es de por sí una cosa frágil. Si está cascada, peor. ¿Para qué sirve? Un pábilo es inútil si no da luz impregnado por el aceite. Si humea, es inútil y desagradable. Así somos muchas veces los hombres, quebrados y humeantes.

Pero allí vemos al Siervo del Señor junto al pozo, hablando al corazón de la samaritana, sin censuras hacia su vida disipada, proveyéndole de agua viva que satisface su sed espiritual. Allí, escribiendo en tierra frente a la mujer adúltera, mientras se oyen caer las piedras de la condenación, trayendo a su alma la paz del perdón. Allí, en las arenas del Genesaret, restaurando el corazón de Pedro, sin reproches, sino en la búsqueda de su sincero cariño que luego se transformaría en profundo amor, hasta el martirio.

¿No fuimos acaso nosotros también cañas cascadas y pábilos humeantes, quebrados por el pecado, inservibles para servirle y glorificarle?, ¿no éramos sino mechas sucias y humeantes, incapaces de dar luz, viviendo en la oscuridad de nuestra religión vana? Pero ahí está la misericordia de Dios, como la del buen samaritano frente a aquel que estaba “medio muerto”, medio quebrado, medio apagado. No le abandonó: se inclinó a él en actitud de gracia, le curó, vendó y cuidó. 

¿No es, acaso también así nuestra situación muchas veces, aun como creyentes? ¡En cuántos momentos de nuestra vida le hubiera sido más fácil al Siervo del Señor quebrar nuestra caña cascada y apagar con sus dedos el pábilo de nuestra fe claudicante, poniendo fin a nuestra carrera! Por amor no lo hace. Ahí está, silencioso, restaurando la caña para que no se quiebre y siga siendo útil; soplando el pábilo humeante, hasta que la llama vuelva a arder.

Es que el Señor no desecha a aquel que es débil, ni siquiera cuando no tiene ninguna fuerza. El da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas”, leemos en Isaías 40. Como el alfarero, cuando se quiebra la vasija en sus manos, no la da por inservible; la vuelve a modelar para hacerla de acuerdo con su propósito.

Tal vez nos ha pasado… o nos esté pasando… o nos llegue a suceder en el futuro. Experimentaremos la humilde, silenciosa, aunque poderosa presencia de Jesús, el Siervo de Jehová diciéndonos: “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador… Porque a mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé… No temas, porque yo estoy contigo” (Is. 43). ¡Qué mi corazón se aliente en el camino!

Ese Salvador silencioso, también es un hombre fuerte y poderoso. Dice el v. 13: “Jehová saldrá como gigante y como hombre de guerra despertará celo, gritará, voceará, se esforzará sobre sus enemigos”. Es notable el término que se emplea para “gigante” en este versículo 13. En hebreo es gibbor, y significa “poderoso, de gran valor, héroe, valiente”. Gibbor es traducido “hombre”, y tiene una connotación de alguien poderoso, de un guerrero fuerte —así es el Mesías glorioso. Así es mi Salvador y Señor. Y el tuyo. ¡Gloria a su nombre!

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