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Autor: William MacDonald

Nada puede compararse a lo que sucedió en el Calvario. Nadie, ni en su más alocada imaginación, podría haber llegado a concebir una historia tan sublime, tan asombrosa, de tal alcance, en el tiempo y en las consecuencias. Por eso, las personas por las cuales Jesucristo murió, no pueden negar Sus justos reclamos, ni sucumbir en un cristianismo tedioso, ni vivir por el placer egoísta. ¡Nuestra redención demanda nuestra consagración total!


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PE2207 – Estudio Bíblico
Compromiso total I (4ª parte)



Estimados amigos, ¿cómo están? Continuamos viendo más características que definen: ¿Quiénes somos nosotros?

Somos: Homicidas

No llegamos a conocer la maldad del corazón del hombre, hasta que nos paramos frente a la cruz del Calvario, y lo observamos matando al Señor de la Gloria. La idea es abrumadora, increíble, inimaginable. El Hijo de Dios viene a la tierra para salvar a Sus criaturas, y ellas se vuelven para matar a la persona de quien depende su existencia.

Por supuesto, ése no fue el fin. Él se levantó de entre los muertos y, más tarde, ascendió de nuevo a los cielos. Desde ese entonces, ha estado ofreciendo vida eterna, como un regalo a todo el que se arrepienta de sus pecados y lo reciba como Señor y Salvador, creyendo que Él, como sustituto, murió para pagar la pena por nuestros pecados.

Eso es lo que significa la gracia. Dios pudo haberle dado la espalda a la raza humana. Pudo haberla pulverizado en un holocausto nuclear. No hubiese quedado nadie vivo para acusarlo de una injusticia. Pero, en vez de eso, decidió poblar el cielo con aquellos que escupieron Su rostro y Lo clavaron en una cruz.

Somos: Olvidadizos e Inamovibles

Si recordáramos constantemente que el Cristo del Calvario es el Dios de la eternidad, estaríamos «sumergidos en la maravilla, el amor, y la alabanza». Sería una maravilla tan grande para nosotros que querríamos compartirlo con todo el que nos encontráramos sin dejar de maravillarnos. No querríamos hablar sobre nada más. Nos llevaría a humillarnos en adoración, nos comprometería con el servicio, y nos motivaría a testificar. Pero, no lo recordamos. Cometemos el horrendo pecado de darlo todo por sentado.

¿Acaso no hemos perdido el inmenso asombro que todo esto provoca? Hemos recitado versículos con tanta frecuencia y tan mecánicamente que se nos han vuelto insípidos. Cuanto más envejecemos, más nos cuesta mantener esa maravilla del principio. Tenemos que preguntarnos más seguido, lo que escribió Christina Rossetti:

“Soy acaso una roca, y no un hombre,
Que puedo pararme, oh Señor, frente a Tu cruz,
Y contar, gota a gota,
La sangre que perdiste lentamente,
Y aún así no llorar?”

Y también tenemos que admitir, con estas palabras anónimas:

“¡Oh, me asombro de lo que soy!
Tú, amado, sangrante, desfalleciente Cordero.
Puedo contemplar y observar el misterio.
Mas no soy movido a amarte más.”

J. H. Jowett se maravillaba de nuestra insensibilidad, cuando escribió:
Abandonamos nuestros lugares de adoración, y en nuestros rostros no hay un asombro profundo e inexpresable. Podemos cantar cadenciosas melodías, y cuando vamos a las calles, nuestros rostros se mimetizan con los que salen de los teatros y las salas de música. No hay nada en nosotros que les sugiera que estuvimos contemplando algo estupendo o maravilloso…

¿Y cuál es la razón de esta pérdida? En primer lugar, nuestro pobre concepto de Dios. Debemos retomar la inmensidad del Calvario: el sufrido Salvador es el omnipotente, omnisciente y omnipresente Señor de la Gloria, Dios manifestado en carne.

SU DOLOR FUE NUESTRA GANANCIA

Consideremos los incomparables beneficios que hemos obtenido por Cristo. Pero, antes, una pausa musical.

Ahora sí, consideremos los incomparables beneficios que hemos obtenido por Cristo:

Somos Salvos

Primero que nada, el Señor Jesús nos salvó del infierno, del lago de fuego. Un fuego que no se apaga y es eterno. Al referirse a los habitantes del infierno, Jesús dijo: «donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga» (Mr. 9:44). En otras palabras, su angustia mental y su sufrimiento físico son interminables. El infierno quiere decir separación de Dios. Es la existencia en lo más negro de la oscuridad para siempre. Significa estar en un lugar donde el amor no existe. Si el Señor Jesús no hubiese hecho nada más que salvar a los creyentes de semejante suerte, sólo eso habría sido suficiente razón para agradecerle y adorarlo eternamente. Pero, Él hizo más.

Somos Perdonados

Nuestros pecados son perdonados. Todos. Puesto que Cristo pagó la pena, Dios puede declararnos perdonados, justamente cuando nos arrepentimos y recibimos a Su Hijo como nuestro Señor y Salvador. Nuestros pecados son echados tan lejos como está el este del oeste, son sepultados en el mar del olvido eterno, borrados como una nube, echados tras la espalda de Dios, a las profundidades del mar, y somos hechos blancos como la nieve. Su perdón es tan efectivo que no deja que se pueda encontrar un sólo pecado que sirva para castigarnos con la muerte eterna. Como pecadores recibimos perdón judicial por los pecados cuando creemos en Cristo. Como creyentes recibimos perdón paternal cuando confesamos nuestros pecados.

Recibimos Vida Eterna

Dios nos da vida eterna. Esto es más que una existencia sin final. Significa que recibimos la vida de Cristo, una nueva calidad de vida. Nos volvemos «participantes de la naturaleza divina» (2 P. 1:4). Todas las cosas se hacen nuevas – un nuevo aborrecimiento del pecado; un nuevo amor por la santidad; un nuevo amor por nuestros hermanos creyentes; un nuevo amor por el mundo y los perdidos; una nueva libertad del dominio del pecado; una nueva vida de justicia; y un nuevo deseo de confesar a Cristo.

Somos Aceptados

Mientras estábamos en pecado, no teníamos derecho a entrar en la presencia de Dios. Éramos impuros, impíos e indignos. Pero desde el momento en que nacimos de nuevo, Dios nos ve en Cristo y nos acepta. Como dijo C. D. Martin en su himno Aceptos en el Amado:

“Dios ve a mi Salvador y entonces me ve a mí
‘En el amado’, soy libre y aceptado.”

Al pararnos frente a Dios, estamos vestidos de Cristo, envueltos en el amor del Hijo de Dios. Un mendigo no puede entrar a la presencia de un gobernante en su propia dignidad (que probablemente no tenga). Pero, el príncipe podría llevarlo a la corte y presentárselo al monarca. En ese caso, es aceptado por virtud de aquél por quien entra. El Señor Jesús es nuestro Príncipe Real, quien nos ha abierto el camino al Padre.

Estamos Completos

Tal como somos no calificamos para el cielo, ya sea antes o después de la conversión. El estándar de Dios es la perfección y no podemos alcanzarla. Ni por buenas obras ni por una vida virtuosa podremos calificar para ser ciudadanos del cielo. Pero, una de las hermosas cosas que suceden cuando aceptamos a Cristo, es que Dios nos une a Su Hijo de ahí en adelante. Como hemos visto, nos ubica en Cristo, entonces el Señor Jesús se vuelve nuestra calificación para la presencia de Dios. Estamos «completos en él» (Col. 2:10). Si le tenemos, no necesitamos nada más para ser elegibles. Lo que cuenta es lo que Él hizo, no lo que debemos hacer nosotros. Es mérito Suyo, no nuestro. Porque el Padre nos ve en Él, es que estamos calificados para «participar de la herencia de los santos en luz» (como menciona Col. 1:12). Somos tan aptos para el cielo como Dios mismo puede hacernos, porque Cristo es nuestra aptitud y Él no puede ser más perfecto.

Somos Hijos de Dios

En el momento de la conversión, nacemos a la familia de Dios. De ahí en adelante, Él es nuestro Padre y nosotros Sus hijos, en una relación que no puede ser quebrantada. Ningún ángel tiene ese privilegio. Está reservado para los pecadores salvos por gracia. Ya sea que estudiemos el estrellado universo a través de un telescopio o una célula viva por medio de un microscopio, diremos: «Mi Padre lo hizo.» Los mundanos pueden enorgullecerse de su ascendencia, sus vínculos con famosos, o sus lazos con los ricos. Pero todos estos honores son patéticos, si los comparamos con conocer a Dios personalmente como Padre.

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