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Autor: William MacDonald

¿No es extraño que cuando Dios llama a una persona, la reacción normal sea la resistencia? C.S.Lewis preguntó una vez: «¿Quién puede adorar adecuadamente a ese Amor que abre las puertas al pródigo que es traído pataleando, luchando, resintiendo y moviendo los ojos en todas direcciones buscando una oportunidad de escapar?»


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PE2236 – Estudio Bíblico
“Compromiso total” IX (2ª parte)



¿Cómo están amigos? Habíamos visto las distintas etapas que atraviesa una persona en su proceso de resistencia a la voz de Dios: la rebelión, la guerra, la búsqueda inútil, hasta que comienza la convicción, en la que se siente un constante e implacable acercamiento de Aquél a quien deseábamos no encontrar.

Hasta que llegamos a la etapa de la: Salvación

Finalmente llegó el día que tanto habíamos temido. Despojados de nuestra fuerza y nuestro orgullo, gemimos lastimeramente expresando nuestra rendición incondicional:

No quiero, pero me entrego, me entrego;
No puedo resistirlo más,
Me hundo movido por un amor que muere
Y te pertenece a Ti, conquistador.

Esto sucedió mientras los cristianos cantaban el himno de Charlotte Elliott:

Tal como soy, sin más decir,
Que a otro, yo no puedo ir
Y Tú me invitas a venir,
Bendito Cristo vengo a Ti.

Tal como soy, sin demorar
Del mal queriéndome librar
Me puedes sólo Tú salvar
Bendito Cristo vengo a Ti.

Tal como soy, en aflicción
Expuesto a muerte, perdición
Buscando vida, paz, perdón
Bendito Cristo vengo a Ti

Tal como soy, Tu grande amor
Me vence y con grato ardor
Servirte quiero mi Señor
Bendito Cristo vengo a Ti

El acecho había terminado. La Persecución del Cielo nos había alcanzado. Allí estábamos agotados a los pies de la cruz, débiles e indefensos. Ya no nos importaba lo que nuestros amigos pensaran de nosotros, sino lo que Él pensaba. En ese momento nos dimos cuenta de que nuestro supuesto Enemigo y Perseguidor en realidad era nuestro Mejor Amigo. Nuestros temores no tenían fundamento. Al huir del Señor, habíamos estado temiendo una bendición.

La guerra había terminado. Ahora teníamos paz con Dios a través del Señor Jesucristo. Ahora estábamos del lado del Ganador. Y esos irritantes cristianos que solían aturdirnos, de pronto eran nuestros hermanos y hermanas a quienes estábamos profundamente agradecidos.

Lewis pregunta: «¿Quién puede adorar adecuadamente a ese Amor que abrirá las puertas al pródigo que es traído pataleando, luchando, resintiendo y moviendo los ojos en todas direcciones buscando una oportunidad de escapar?»

Pero había comenzado una nueva batalla. Cierto, habíamos confiado al Señor la salvación eterna de nuestras almas. Pero, ahora nos enfrentábamos a otra pregunta: ¿Le rendiríamos nuestras vidas para servirle? ¿Podríamos confiar en Él para que dirigiera nuestras vidas aquí en la tierra?

Una vez más nuestras tercas voluntades tomaron gran velocidad. Sabíamos lo que teníamos que hacer, pero no estábamos preparados para hacerlo. Sabíamos que la lógica divina apuntaba hacia una rendición total, pero eso podría interferir con lo que habíamos planeado para nuestro futuro: un matrimonio idílico con lindos hijos; una profesión u ocupación que nos brindara una buena entrada y una reputación exitosa en la comunidad; una casa mejor que la promedio en el sector bonito de la ciudad; comodidad, seguridad, placer – y, ¡ah sí! – algo de tiempo para servir al Señor.

En apariencias, el mundo era nuestro caparazón. Todo estaba marchando a nuestra manera. Nuestros parientes y amigos hablaban de nuestro éxito. Lo que ellos no sabían era que había una profunda inquietud en nuestros corazones. Sentíamos que estábamos persiguiendo las sombras. Bajo la superficie nos encontrábamos luchando con la rendición total.

Teníamos miedo. Miedo de lo que podría llegar a ser Su voluntad para nosotros. Claro que no sería una vida tan glamorosa como la que habíamos ideado. Nos batimos en un duelo con Dios y pasamos mucho tiempo escuchando nuestras vacilaciones. Jamás nos pusimos a pensar que el Señor tenía para nosotros opciones mucho mejores que las que habíamos imaginado. Opciones en las que podíamos encontrar satisfacción. Opciones que nos harían delirantemente felices.

Pero, la Rendición tenía que llegar…

Finalmente, reconocimos nuestra necedad. El Espíritu Santo removió las vendas de nuestros ojos. Vimos que el Dios de amor infinito no quería nada más que lo mejor para Sus hijos. Nos tropezamos con el hecho de que Su voluntad es lo mejor. Así que, hicimos algo que no habíamos hecho nunca antes. Por primera vez, nos arrodillamos y nos entregamos a Él como un sacrificio vivo. Dijimos: «Señor, donde quieras, cuando quieras, lo que quieras.» Era tan lógico. Tenía tanto sentido. ¿Qué menos podíamos hacer que entregarle lo mejor de nosotros y vivir completamente para Él, después de todo lo que había hecho por nosotros?

Ya habíamos entregado nuestras vidas para salvación. Ahora se las estábamos entregando para el servicio. Dijimos, con las palabras de E.H. Swinstead:

Jesús, Amo y Señor, el amor divino ha vencido,
Por tanto, responderé Sí, a toda Tu voluntad.
Libre de las ataduras de Satanás, soy Tuyo para siempre;
De ahora en adelante, cumple todo Tu propósito en mí.

Pero, con el pasar del tiempo, aprendimos una dolorosa lección. Nuestro sacrificio vivo tenía la mala costumbre de bajarse arrastrando del altar. Era un sacrificio resistente en toda su potencia.

Nos dimos cuenta de que la crisis de la entrega no fue suficiente. El compromiso de por vida tenía que ser seguido de un compromiso continuo. Cada mañana teníamos que venir al Señor y renovar nuestra consagración. Cada mañana teníamos que cambiar nuestra voluntad por la de Él. Así que comenzamos a arrodillarnos diariamente a los pies de nuestra cama para decir: «Señor Jesús, yo me dedico a Ti por las siguientes veinticuatro horas».

Y a medida que Su voluntad se iba revelando, descubrimos la verdadera razón de nuestra existencia. Encontramos nueva paz y serenidad en nuestras vidas. Éramos humildemente conscientes de que Dios estaba obrando en y a través de nosotros, y que cada vez que nuestra vida tocaba otras, algo sucedía para Dios.

Habiéndonos vuelto al Señor, vivíamos cada día creyendo que Él estaba guiándonos, controlándonos y usándonos.

Viendo hacia atrás, vemos cuán acertadamente captó T. Monod la historia de nuestro sacrificio resistente en estas líneas:

Oh, qué amarga vergüenza y dolor
Puede cargar un momento!
Cuando dejé que la compasión del Salvador
Rogara en vano, y orgullosamente respondí,
Todo de mí, y nada de Ti.

Así Él me encontró; yo lo contemplé
Sangrando en el maldito madero;
Lo oí orar, perdónalos, Padre,
Y mi deseoso corazón dijo débilmente,
Algo de mí, y algo de Ti.

Día a día Su tierna compasión,
Sanadora, amable, plena y libre,
Dulce y fuerte, y tan paciente,
Me hizo rendir más y susurrar,
Menos de mí y más de Ti.

Más alto que los más altos cielos,
Más profundo que el más profundo de los mares,
Señor, Tu amor venció al fin:
Concédeme ahora la petición de mi corazón,
Nada de mí, y todo de Ti.

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