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Autor: Eduardo Cartea Millos

Abraham, como una “piedra cortada de la cantera”, no sabía cuál era su destino final. Pero su obediencia le llevó a confiar en ese Dios real. El Dios de la gloria. Quizás le sorprenda escucharlo, pero así sucedió con nosotros. Nosotros también hemos sido llamados por el Señor.


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PE2848- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (3ª parte)



Dios llama a Abraham

Hola. Hoy nos ocuparemos de la primera persona mencionada en las SS. EE. en recibir el doble llamado de Dios. Ese fue Abraham.

Sin duda, Abraham es uno de los hombres más extraordinarios que transitan por el escenario de la Biblia. Ocupa muchos capítulos en este bendito libro, tanto en el AT como en el NT. Por ello, ciertamente Dios tiene mucho para decirnos a través de su vida.

En el capítulo 22 de Génesis tenemos una de las experiencias más estremecedoras en la vida de este gran patriarca. La prueba suprema de su fe. En ella Dios le llama dos veces. Y fue un llamado a obedecer a Dios.

El llamamiento de Abraham comenzó durante la llamada “Edad de bronce”, unos dos mil años antes de Cristo, en la lejana Ur de los caldeos, próxima al gran río Eufrates, y cercana a su desembocadura en el golfo Pérsico. En territorio de la actual Irak, la cuna de la civilización. El lugar donde nacieron la escritura, las artes y las ciencias. Abraham residía en aquella importante ciudad agrícola-ganadera y comercial, en medio de un pueblo pagano que adoraba a dioses paganos, y que vivía como viven los paganos que no conocen a Dios. El culto a los astros –la astrología- era su base teológica, particularmente a Nanna, la diosa Luna, evidenciada por la práctica de ritos corruptos e inmorales. Les cabe lo que siglos después escribió el apóstol Pablo en Romanos capítulo 1, que, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron y, envanecidos en sus razonamientos, acabaron teniendo el corazón entenebrecido. En tal condición, se inventaron ídolos a quienes adorar. Objetos hechos de madera, piedra o metal ante los cuales se inclinaban y rendían culto.

 Pero lo peor fue la consecuencia de esos cultos idolátricos a las cuales Dios les entregó: la inmundicia de sus actos, las pasiones desordenadas de sus corazones, la deshonra de sus cuerpos, la corrupción de sus mentes, los pecados vergonzosos en los cuales cayeron.

Ese era el mundo de aquellos tiempos posdiluvianos embriagados de superstición, idolatría, vicios y perversión. Sin duda, Abraham era un hombre distinto. Un creyente en el Dios invisible, pero verdadero, al que había que creer por medio de la fe. Así dice la epístola a los Hebreos, cuando relata la vida de este gran hombre: “Por la fe, Abraham…”. Y por eso en la Biblia se le llama “el padre de todos los creyentes”.  

Dios tenía un majestuoso proyecto con Abraham, dentro de su plan eterno de redención. Un proyecto que atravesaría los siglos de la historia y penetraría en los ámbitos de la eternidad. Un proyecto que abarcaría, no solo a un nuevo pueblo por nacer, el pueblo del pacto, Israel, la “niña de los ojos” de Dios, pero también a todas las naciones de la tierra.

Por eso, Abraham era un hombre distinto. Un hombre que entendió, a pesar de su entorno y aún de su familia, que había un solo Dios vivo y verdadero. El Creador de todo. El sostenedor de todo.

Y Abram, que significa: “padre exaltado”, pero que luego Dios le cambió su nombre por Abraham, que quiere decir: “padre de multitud” fue llamado por Dios a salir afuera. Dice el libro del Génesis 12: “Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré”. Como un eco a la distancia, leemos en la epístola a los Hebreos 11: “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba”.

Fue un llamado personal. Dice Dios en la Biblia, “Yo tomé a vuestro padre Abraham del otro lado del río, y lo traje por toda la tierra de Canaán…”.

Pero también fue un llamado poderoso. Los levitas, que eran los encargados de la música y las canciones en el Templo hebreo, en un precioso himno de alabanza dicen: “Tú eres, oh Jehová, el Dios que escogiste a Abram, y lo sacaste de Ur de los caldeos, y le pusiste el nombre Abraham”. El término “sacaste” en el original hebreo es muy enfático. Da la idea de un acto de liberación divina. Como si Dios lo arrancara de aquel lugar. Con fuerza. Con decisión. Con urgencia.  

Abraham, como una “piedra cortada de la cantera”, no sabía cuál era su destino final. Pero su obediencia le llevó a confiar en ese Dios real. El Dios de la gloria. El mandato fue: “Vete de tu tierra y de tu parentela a la tierra que te mostraré”. Y aquel hombre de setenta y cinco años dejó todo y salió al lugar que Dios le indicaba, para vivir los próximos cien años en Su presencia. No habrá sido fácil dejar aquella gran ciudad, aquel centro pagano de la Mesopotamia tan rico, tan populoso, tan adelantado social y culturalmente. Pero salió obedeciendo la voz divina. “Y se fue Abram, como Jehová le dijo”, dice la Biblia.

“Abraham obedeció cuando no conocía dónde, cómo, ni por qué” tenía que salir.

No nos asombremos, pero así sucedió con nosotros. Un día hemos sido llamados por el Señor. Miremos como lo dice el apóstol Pablo en 2 Ts. 2: “Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo”.

 Como el pastor a sus ovejas, una a una las va llamando. De distintas formas, de distintos lugares, de distintas culturas y de distintas experiencias de vida. Pero nos ha llamado y aquellos que hemos respondido a su voz le hemos conocido, y le hemos seguido, por fe y en obediencia. El buen pastor “cuando ha sacado fuera todas las propias, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz”.

Recibir a Cristo por la fe es un acto de obediencia: El evangelio es un verdadero mandato. Es el Señor, el Dios del cielo, el Creador de todas las cosas el que llama mediante una orden: “Arrepentíos y convertíos”. Es cierto que Dios pasó por alto “los tiempos de esta ignorancia”, pero ahora “manda a todos los hombres a que se arrepientan…”.

Ser de Cristo, además, implica una vida de obediencia. Pablo, en Romanos 1 dice que el evangelio que él predicaba era “para la obediencia a la fe”. Pedro dice en su primera epístola: “Elegidos según la presciencia de Dios Padre, en santificación del Espíritu, para obedecer (esto es, para vivir en obediencia) y ser rociados con la sangre de Jesucristo”.

¿Qué es obedecer? Es aceptar la voluntad de otro, a quien consideramos superior. Es hacer lo que nos mandan. Es deponer, renunciar. La obediencia a Dios es reconocer su señorío, su autoridad, su soberana voluntad. Es obedecer Su Palabra, a pesar de los razonamientos, los sentimientos, las circunstancias o aun las consecuencias que ello suponga.

El que obedece, no discute, ni reclama. Solo obedece.

La voz de Dios aun nos llega al corazón y muchas veces nos dice como a Abraham: “Sal. Sal fuera”. Fuera del mundo y su corrupción. Fuera del mundo y sus preconceptos. La orden divina sigue siendo: “Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré”. Fuera del entorno contrario a la voluntad de Dios.

Pero no solo Abraham tuvo obediencia para seguir a Dios, sino también obediencia para depender de Dios.  

Era imposible adorar al Dios vivo y verdadero en la atmósfera nauseabunda de la corrompida idolatría de los caldeos. Debía salir fuera, aunque no sabía a dónde iba.

Así con nosotros. No pertenecemos al mundo. Somos pueblo de Dios; un pueblo santo, redimido por su sangre, rescatado por su gracia; un pueblo que depende de él en obediencia.

La obediencia de Abraham resultó para él en una verdadera bendición. Dios le apareció siete veces. Y, como muy pocos, trató con él cara a cara, según vemos en la Biblia. Dialogó con él, y hasta negoció con él. La primera, lo llamó a salir de Ur de los caldeos; la segunda vez, Dios le prometió la tierra donde iba a cumplir sus propósitos eternos a través de su pueblo Israel; la tercera, para prometerle un hijo y su descendencia, que sería bendición para toda la humanidad; la cuarta, para establecer su pacto con él; en la quinta, le reveló su nombre glorioso, El Shaddai, el Dios Todo-poderoso o mejor, todo-suficiente; en la sexta, Abraham osadamente pide a Dios no destruir aquellas ciudades Sodoma y Gomorra que estaban bajo el inminente juicio divino. Finalmente, la séptima fue el encuentro más impresionante de todos: Dios no le da ninguna promesa, ninguna dádiva de gracia. Dios le pide nada menos que a su hijo para ser sacrificado. La prueba suprema para el padre de la fe. Lo veremos en nuestro próximo encuentro. En todas estas instancias hay algo que se destaca: la dependencia absoluta en Dios de la fe de Abraham. Una actitud para que nosotros, que somos creyentes en el Señor Jesucristo, imitemos.   

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