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Autor: Eduardo Cartea Millos

Sin duda, a través de los siglos incontable cantidad de cristianos, pasando por momentos de prueba, de angustia, de temor, de pérdidas, de carencias, de martirio, hallaron en este pasaje sublime de la Escritura un motivo de esperanza en el Dios de Abraham.


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PE2850- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (5ª parte)



La prueba de la obediencia

Hola, ¿cómo está? Estamos viendo juntos la historia de Abraham, uno de los hombres más grandes de la historia bíblica, y de la historia en general. Un hombre rico, poderoso; un líder, pero, al mismo tiempo, un hombre fiel, que creyó en ese Dios invisible, al que se le cree por la fe, no por la vista, aunque hay evidencias visibles, palpables de su poder y de su deidad. Permítame leerle unos versículos en la epístola escrita a los cristianos hebreos, en el capítulo 11:

“Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba”.

Y entonces la Biblia narra cómo sucedió un milagro portentoso: el nacimiento de su hijo Isaac, cuando Sara tenía 90 años y él, cien. Así dice la Sagrada Escritura:

“Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido”.  Pero sigue el relato bíblico, y ahora se refiere al anciano Abraham:

Por lo cual también, de uno, y ése ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar”.

¿No es un prodigio maravilloso? ¿No es ver la mano del Dios omnipotente haciendo estos milagros extraordinarios? Bueno, esperemos unos minutos, porque aún veremos cosas más grandes.

Ahora leemos en Génesis 22. 2. “Y dijo Dios a Abraham: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”.

Y uno se pregunta: ¿Cómo? ¿Pedirle a su hijo para matarlo?

Pensemos, ¿qué aspecto de la vida podía ser el más sensible para el gran hombre de fe? ¿Sus riquezas, su hacienda, sus muchos bienes? Nada de esto. Lo más preciado era… su hijo. El hijo tan esperado. El hijo de su ancianidad, el hijo del pacto, el hijo de la promesa.

Y Dios le pidió aquello que más amaba. Aquello por lo que hubiera dejado todo a un lado. Su querido Isaac.

Y no había posibilidad de equivocación. Dios le habló lenta y  claramente: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas…

Era ahora. Impostergable. Era su hijo, su único. Abraham había tenido otro hijo con la sirvienta de su esposa Sara. Pero ese no era el proyecto de Dios. No era la voluntad divina para la descendencia de ese que se llamaba Abraham, es decir, “padre de multitud”. El único que cumplía esa premisa era Isaac. Por eso dijo: “tu único”. El nombre de aquel muchacho también es significativo. Y Dios lo pidió mencionando su nombre: Isaac, que significa “risa”, la sonrisa de su vida, la alegría de su hogar, la emoción de su ancianidad. Pero, para que no hubiera ninguna duda, después de decir lentamente: “Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac…”, además le dijo: a quien amas. Este gran verbo, amar, cobra una intensidad especial, pues es la primera vez que aparece en la Biblia. Y Dios quería saber cuál era el mayor amor de su vida: Dios mismo o Isaac, su hijo.

Pero también era una prueba para su fe, porque Dios le había prometido descendencia a través de ese hijo. Y, además, era muy extraño el pedido del Altísimo: “ofrécelo en holocausto”. Literalmente quería decir que lo matara y quemara, como las costumbres de los paganos cananeos, pero para Dios.

Parece cruel, parece inexplicable, incomprensible. En la mente de cualquier humano cabría un pensamiento lógico: ¿Cómo podía morir Isaac sin tener hijos aún, y sin embargo cumplir en él la promesa de una descendencia incontable, como las estrellas del cielo o la arena del mar? Si el milagro del nacimiento de aquel niño a la edad de sus padres era asombroso, portentoso, este pedido de Dios de matarlo, era absolutamente fuera de todo razonamiento humano. ¿No se habría equivocado Dios? ¿Esperar cien años para tenerlo, y ahora tener que entregarlo y de esta forma? Solo habría una solución: Dios lo tendría que resucitar de los muertos. Pero ese era un pensamiento extraño para Abraham. Nunca hasta ese momento había oído de esto. Aunque efectivamente cruzó su mente. Hebreos 11 dice: “Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir”.  

Permítame leerle un pequeño párrafo escrito por un excelente expositor de la Biblia, como es G. Campbell Morgan:

“Tenemos que admitir que este es un relato extraordinario. Aún algunos cristianos han intentado vigorosamente deshacerse de él. Se ha sugerido que tal orden no le vino a Abraham de parte de Dios, sino que fue expresión de un pensamiento devoto de su propia mente. Pero este punto de vista no hace más que contradecir la historia, y no puede ser tomado en cuenta. Por otra parte, multitud de hombres y mujeres han encontrado indecible fortaleza en esta historia”.

Sin duda, a través de los siglos incontable cantidad de cristianos, pasando por momentos de prueba, de angustia, de temor, de pérdidas, de carencias, de martirio, hallaron en este pasaje sublime de la Escritura un motivo de esperanza en el Dios de Abraham.

Alguien escribió estas palabras, que en su poesía reflejan la confianza de un alma que espera en su Dios:

“De maneras misteriosas, suele Dios aún obrar; y así sus maravillas en los suyos efectuar”. Agrega: “No juzguéis por los sentidos los designios del Señor, si parece que las pruebas contradicen su amor: Descansad en sus promesas, en su gracia confiad, estas sombras son el manto con que envuelve su bondad”. Y finaliza, diciendo: “Sus propósitos perfectos a su tiempo cumplirá, y lo que es ahora amargo, dulce fruto llevará. La incredulidad es ciega, pues no mira más allá; a la fe Dios se revela, todo nos aclarará”. Pero Abraham ni siquiera se planteó negarse al pedido del Señor. Era raro, difícil, casi imposible. Pero Dios lo había dicho. Suficiente. 

 “Isaac sin Dios, no era nada para él; Dios sin Isaac, era su todo”.

Sí. Dios estaba probando la obediencia de Abraham. No le exigía hacerlo. Pedía que lo hiciera de voluntad. La obediencia siempre es voluntaria.

Notemos que Abraham no preguntó nada, no negoció nada, no regateó nada. ¡Y sabía de esto, como buen oriental! Respondió en silencio al pedido de Dios.

Dios espera que respondamos a sus demandas por amor, no por obligación, y nos pide obediencia para seguirle y muchas veces para dejar cosas muy caras para nuestros sentimientos. Pero es parte del costo del discipulado:

Si alguno viene a mí, y no aborrece (ama menos) a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su vida, no puede ser mi discípulo”.

Y cualquiera que no toma su cruz, y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”.

Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todas las cosas que posee, no puede ser mi discípulo”.

¿Qué cosas de nuestra vida está pidiendo el Señor que dejemos para obedecerle y seguirle?  ¿Tiempo? ¿Afectos? ¿Pasiones? ¿Dinero? ¿Proyectos? No necesariamente pide todo el tiempo, todo el dinero, todos los afectos. Pero Dios sí está pidiendo su prioridad sobre todo esto. Lo que está reclamando el Señor es el derecho a disponer de nuestras posesiones, nuestro tiempo, nuestros afectos, nuestros proyectos. Son nuestros como administradores, no como propietarios. En realidad, son suyos.

Al que conocemos como el joven rico, Jesús le pidió que vendiera todo, lo diera a los pobres y le dijo: “Ven, sígueme, tomando tu cruz”. Y aquel hombre se fue triste, porque tenía muchas posesiones. No estaba dispuesto a abandonarlo todo para seguir a Cristo. El Señor no era la prioridad. No pasó la prueba.

Y así con todo. Si pensamos que “lo que somos y tenemos solo es nuestro en él”, entonces deberíamos estar dispuestos a dejar lo que sea para seguir al Señor.

Pablo dijo: “Cuántas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida, por amor de Cristo”. El amor es la motivación de la obediencia. “Si me amáis, guardad mis mandamientos”, dijo Jesús.

Cuenta F. B. Meyer que cierta vez estaba orando y diciéndole al Señor que quería que El fuera el Señor de todas las habitaciones de su vida. “Toma las llaves de esos cuartos, Señor”. Y se acordó de “uno” que no estaba dispuesto a cederlo. Y el Señor le dijo: “Si no me das todas las llaves de la casa de tu vida, no me das ninguna”. Meyer, orando, arrojó las llaves y le dijo: “Tómalas todas, Señor. Son tuyas”. Al Señor no le damos nada cuando no le damos todo.

A veces nos es más fácil trabajar, o hacer cualquier cosa, antes que obedecer. Y quien hace mucho, corre el riesgo de hacer demasiado. Asi que, debemos recordar lo que Dios dijo por boca de su siervo Samuel: “El obedecer es mejor que los sacrificios…”.

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