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Autor: Eduardo Cartea Millos

El Señor llamó dos veces a Pablo en el camino a Damasco: «Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?» Después de escuchar aquella voz, su vida cambiaría radicalmente. ¿Acaso no podrá Dios hacer lo mismo en ti?


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PE2881- Estudio Bíblico
Cuando Dios llama dos veces (36ª parte)



El llamado a una vida transformada

Hace un tiempo atrás tuve el privilegio de oír el testimonio de cómo conoció a Cristo uno de los asesinos de los cinco misioneros muertos en la selva del Ecuador allá por el año 1956. Un hombre de unos ochenta años, de aspecto sencillo, vestido a la moda occidental, pero conservando los rasgos de su etnia (conocidos como los temibles aucas), estaba contando en su dialecto waorani, traducido por su sobrino, como había sido aquella tremenda experiencia a orillas del río Curaray. En un momento nos conmocionó hasta las lágrimas. Dijo: “Yo soy uno de aquellos asesinos. Yo maté a uno de los misioneros. Ahora soy un cristiano. Cristo me ha salvado y perdonado. Soy un hijo de Dios”. No había rasgos salvajes en su rostro, sino que trasuntaba la paz del Señor, a pesar de tan impactante confesión. Era un milagro de la gracia. Un día estarán juntos, él y aquel a quien en su ignorancia atravesó con una lanza, cantando un himno de gloria al Señor. ¡Qué maravilla! ¡Qué gracia insondable! ¡Qué milagros indescriptibles produce la cruz de Cristo!

Pablo el apóstol también se encontrará con sus hermanos perseguidos, maltratados, asesinados por su celo ignorante. Se abrazará con Esteban y tantos otros. Y todos, junto a todos los redimidos de todos los tiempos cantaremos el nuevo cántico y daremos gloria al Cordero que fue inmolado, y que nos libró de nuestros pecados con su sangre. 

No es demasiada imaginación pensar que Pablo, cuando escribió lo que quedó registrado en 1 Timoteo 1.15: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos, que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”, pudo estar recordando su pasado. Un pasado que, sin duda, muchas veces habrá martillado en su conciencia haciéndole llorar, y que habrá dejado profundas huellas que solo la gracia de Dios y su perdón a través de la sangre de Cristo podían borrar. ¿No habrá sido, quizás, el recuerdo de su oscuro pasado, al menos parte del “aguijón en la carne” del que habla en 2 Corintios 12? 

El más grande teólogo de todos los tiempos, el predicador más elocuente jamás conocido, el hombre que ha penetrado como ningún otro en los secretos más insondables de la Mente divina, fue –sin temor a decirlo, aunque con profundo respeto y con el esfuerzo que debamos hacer para quitar de nuestra mente por un momento la imagen del hombre santo y piadoso que llegó a ser–, una verdadera fiera humana, un sádico torturador, un despiadado asesino. 

En Saulo de Tarso convivían paradójicamente por un lado la religión farisea más estricta, y por otro el odio más profundo hacia  Jesús, que en su concepto era un pretendido Mesías, y también hacia sus seguidores.

Su nombre, Saulo, equivale, helenizado, al del primer rey de Israel, Saúl, y significa “pedido”, o “anhelado”, acaso hablando del deseo de sus padres de tenerlo. En Hechos 13.9 aparece su nuevo nombre, pues a partir de allí solo se menciona a Pablo. No sabemos cuándo ni dónde fue cambiado, si en su casa paterna o después de su conversión, pero fue cambiando la “s” por una “p”, y así fue “Paulo” (Paulus en latín, cp. Hch. 13.7), o Pablo, que era más apropiado para su ministerio entre el mundo gentil. Este nombre significa “pequeño”. Tal vez tuviera que ver con su estatura, o su contextura física, como se puede ver en 2 Corintios 10.10, donde él menciona su “presencia corporal débil”; o bien, relacionado con su propia y humilde apreciación de su condición de apóstol: “Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios” (1Co. 15.9). Era de la ciudad de Tarso, una “ciudad no insignificante” (Hch. 21.39), la capital de la provincia asiática de Cilicia en el Asia Menor, hoy, región de Turquía. Tarso era una ciudad distinguida por su cultura científica y literaria, y por su comercio. Se decía que Tarso era para el Asia, lo que Atenas para Grecia y Alejandría para Egipto. Pablo, por haber nacido en territorio dominado por Roma, tenía esa nacionalidad (Hch. 22.26-28). Pero, en realidad tenía doble nacionalidad, porque también era judío, y no por conversión, como tantos prosélitos del judaísmo, sino por nacimiento.

Saulo era un hombre culto. Dominaba el hebreo (Hch. 21.40; 22.2) y también el griego (Hechos 21.37). Tenía instrucción hebrea y formación greco-romana, de modo que le capacitaba para ser un “instrumento escogido”, un embajador del Evangelio ante los gentiles y magistrados (Hch. 9.15).

Justamente, debido al talento de Saulo, su educación farisea, y sobre todo el celo por su nación, y “por Dios” (Hch. 22.3), le hicieron con toda probabilidad miembro del Sanedrín, el cuerpo de setenta ancianos o tal vez alguno más, que actuaban como una especie de Senado o Corte Suprema, interpretando y aplicando la Torah, la sagrada Ley para juzgar asuntos civiles, penales y religiosos (cp. Hch. 26.10). No es extraño que en la disputa con Esteban narrada en Hechos 6.9 estuviera presente, ya que allí se mencionan a judíos pertenecientes probablemente a varias sinagogas de Jerusalén: la de los libertos, o cautivos de guerra libertados; la de Alejandría, oriundos de Egipto, ciudad donde se originó la célebre escuela de interpretación alegórica; la de los de Cirene, la capital de Libia, posiblemente prosélitos de raza negra; la de Asia, y la de Cilicia. A esta última seguramente pertenecería Saulo.

Su mente saturada de un judaísmo ortodoxo no podía concebir un Mesías pobre, humilde, sufriente, y menos, crucificado como un malhechor en un madero que significaba maldición (Dt. 21.22, 23; Gál. 3.13). No podía aceptar a uno que no hubiera sacudido el yugo romano y al frente de un ejército de patriotas haber encendido la mecha de una total emancipación. Para él, el Mesías era un conquistador, no un humilde maestro. Lo que esperaba, al igual que sus compatriotas judíos, era un reino político de la mano del Mesías, como al que aspiraban hacía tantos siglos de sentir la bota de los tiranos sobre sus cabezas, y no una nueva fe que contradecía los ritos más amados y la tradición más rancia del judaísmo. Por eso, el evangelio que proclamaba a Jesús como el Salvador sufriente en la cruz para ellos era “tropezadero” (1Co. 1.23).

Pero, además, no podía aceptar que un sencillo maestro de Galilea tuviera la arrogancia de llamarse “el Hijo del Hombre”. Ese título era glorioso, como lo indica Daniel 7.13, 14, y por eso cuando lo usó Jesús frente al consejo de los escribas y los ancianos, ante la pregunta del sumo sacerdote, lo tomaron como una blasfemia y lo declararon “reo de muerte”.

Todo eso era inaceptable. Jesús ya había muerto y aunque sus seguidores decían que había resucitado, eso era considerado una mentira, y por lo tanto aquellos que lo aseguraban merecían ser borrados de la faz de la tierra. Y no había otra forma que hacerlo por las buenas o por las malas, aunque estas incluyeran la cárcel, la tortura o la misma muerte (Hch. 22.4). No importaba si eran hombres, mujeres, viejos o niños. Todos eran acreedores de ese final. Y si era cruel… mejor, para servir de advertencia o escarmiento a otros. 

Así que, sabiendo que los discípulos de Jesús habían huido en su diáspora hasta Damasco, la capital de Siria y una de las ciudades más antiguas del mundo, se propuso aun llegar allí para apresarlos y traerlos a Jerusalén a fin de que abjurasen de su fe, o bien, corrieran la misma suerte que Esteban, al que impiadosamente habían lapidado fuera de la ciudad en un verdadero linchamiento de fanáticos. Y Saulo había presenciado y presidido la ejecución (Hch. 7.57-60). Nunca se olvidó de ese acto. Debió ser una carga para su conciencia (Hch. 22.20). Pero eso sería después.

Nos imaginamos entonces lo que pasaría por la mente del joven Saulo. La saña con la cual preparó su viaje, sus planes, su estrategia inquisitorial, el probable piquete de hombres que le acompañarían, necesarios para una empresa de esa magnitud –tal vez oficiales del Sanedrín, una especie de policía del templo– y las cartas emitidas por el sumo sacerdote, el mismo que juzgó al Señor, Caifás, el yerno de Anás, y los principales religiosos componentes del Sanedrín, para lograr su cometido: extraditar a todos los discípulos de Jesús, traerlos a Jerusalén para juzgarlos y condenarlos. El propósito era erradicar totalmente aquella insana doctrina contra la ley y el templo, aquella secta de despreciables herejes.

Cuando emprendió su camino hacia Damasco, un aire triunfal llenaba su corazón. Era como un cazador que sabe que volverá del coto con sus indefensas presas. Una mezcla de odio y orgullo le llenan de entusiasmo y le impulsan al exterminio de los seguidores del pretendido Mesías que se hacían llamar “el Camino”, seguramente para designar su modo de vida y su mensaje sobre la única vía de salvación en Cristo (Hch. 22.4).  Por esta acción, –piensa Saulo– será reconocido y su fama le impulsará en su carrera a estrados más elevados. 

Lo peor era que él pensaba hacerle un favor a su patria judía. Así lo expresa en su defensa: “Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret” (Hch. 26.9). No era solo perseguir a los cristianos, sino también a Cristo. Como alguien dijo: “Hubiera perseguido a Jesús mismo, si hubiera tenido oportunidad”.

En realidad ni imaginaba que su actitud y acción era atentar contra la salud de su propia nación. A Timoteo le dice: “Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad”(1Ti. 1.13).

A. T. Robertson, escribe:

“En el fondo era una cosa personal entre Saulo y Jesús. En el momento más inesperado posible, se vio cara a cara con Jesús de Nazaret, cuyas pretensiones mesiánicas había negado, cuyo nombre había injuriado, y cuyos discípulos había conducido a la cárcel y a la muerte. El celoso por las tradiciones de sus padres desde luego se vio obligado a defenderse y a dar una razón de la fe que estaba en él y, en particular, por el excesivo celo mostrado en la persecución de los santos”. Hasta ahora ha estado peleando –sin saberlo– contra el mismo Mesías anunciado en el Antiguo Testamento, a quién pretendía defender. Los dos tenían aproximadamente la misma edad. Los dos eran líderes en sus proyectos. Uno, en el supremo proyecto redentor; el otro en el suyo de destruir a los cristianos. Uno, entronizado en los cielos. El otro andando por los polvorientos caminos que conducían a Damasco. Pero la batalla iba a llegar a su fin.

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