El altar del holocausto y el Cordero de Dios (2ª parte)

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El altar del holocausto y el Cordero de Dios 
 (2ª parte)

Autor: Samuel Rindlisbacher

  Si hiciéramos una encuesta en la calle, y preguntáramos cuál es el problema más grande de la humanidad, recibiríamos incontables respuestas. Pero, ¿cuál es, en realidad, el verdadero problema? ¿Habrá alguna solución para él? Éstas y otras importantes preguntas serán aclaradas en este mensaje!


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PE1974 – Estudio Bíblico
El altar del holocausto y el Cordero de Dios (2ª parte)



¿Cómo están amigos? Decíamos en el programa anterior que el gran problema de la actualidad es que: por todos los medios se busca la paz y la tranquilidad, para calmar la conciencia revuelta – pero, demasiadas veces, se busca en el lugar equivocado. La posibilidad de encontrar la verdadera paz, es motivo de burla. “¡Déjate de ese Jesús tuyo!”, “¡Qué estupidez!”, se dice. Y, aún así, sigue vigente una única gran verdad: ¡Sólo Jesús es la respuesta a nuestra perdición!

Esta respuesta es ejemplificada en el altar del holocausto, en el tabernáculo. Éste era el lugar al cual todo israelita sabía que podía huir allí con su pecado. Aun el peor criminal tenía allí la posibilidad de un proceso justo. La Biblia nos cuenta de un revolucionario que estaba por derrocar el gobierno. Pero, el servicio de inteligencia trabajaba bien, todo trascendió, y el sedicioso tuvo que huir. Acerca de eso, en 1 R. 1:50 al 52, leemos:“Mas Adonías, temiendo de la presencia de Salomón, se levantó y se fue, y se asió de los cuernos del altar. Y se lo hicieron saber a Salomón, diciendo: He aquí que Adonías tiene miedo del rey Salomón, pues se ha asido de los cuernos del altar, diciendo: Júreme hoy el rey Salomón que no matará a espada a su siervo. Y Salomón dijo: Si él fuere hombre de bien, ni uno de sus cabellos caerá en tierra; mas si se hallare mal en él, morirá”.

Adonías sabía: en el altar no me puede suceder nada. Lo mismo sucede hoy en día. Si buscamos tranquilidad para nuestra conciencia, sólo existe la posibilidad de la Cruz del Gólgota. Porque el Gólgota es el lugar donde Dios, con mucho gusto, perdona nuestro pecado y nuestra culpa – no importando lo grandes que puedan ser. En lo que tiene que ver con el altar, eso también lo sabía el hombre que, con su oveja, pasaba por toda la aldea de carpas del pueblo de Israel, para ir al tabernáculo. Por fin, quería arreglar las cosas con Dios. Delante del tabernáculo estaban los levitas. Con ojo examinador controlaban a todo aquel que quería entrar. Nadie podía pasar con un animal enfermo, defectuoso o no permitido. Cuando por fin podía pasar, llevaba su oveja al sacerdote, ponía ambas manos sobre la cabeza del animal y mencionaba todos sus pecados por nombre. Cuando lo había hecho, tomaba el cuchillo y le abría la yugular al animal. Debía fluir sangre – el animal moría en lugar del pecador.

En Éxodo 12:3, 5 al 7, y 12 y 13, leemos otra historia similar. También allí debió morir un animal para salvar vidas humanas:“En el diez de este mes tómese cada uno un cordero según las familias de los padres, un cordero por familia… El animal será sin defecto, macho de un año; lo tomaréis de las ovejas o de las cabras. Y lo guardaréis hasta el día catorce de este mes, y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes. Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer… Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto”.

También aquí murió un cordero y también aquí se derramó sangre para salvar vidas humanas. Donde ese cordero no era sacrificado y, por eso, no fluía la sangre, en dicha casa, a la mañana siguiente, había un cadáver. Y eso que a nadie le era fácil matar a ese cordero. Porque por cuatro días, el mismo había vivido en la casa con la familia. Se había convertido en el amigo de juegos de los niños. Cada mañana había comido las hierbas frescas de sus manos. Se había ganado el corazón de todos. Pero, ¡debía morir, si todos en la familia querían sobrevivir! Trágicas hubieran sido las consecuencias, si algún padre hubiera hecho caso al llanto y ruego de sus hijos: “¡Papá, papá, déjalo vivir! ¡Lo queremos tanto!”, porque, ¡o moría el cordero o moría uno de sus propios hijos!

Tampoco había alternativa para el hombre en el altar. El cordero debía morir – si él mismo quería hallar paz para su conciencia. Con esta historia trágica, la Biblia quiere llamar nuestra atención a otro cordero: el Cordero de Dios, Jesucristo.

La Biblia nos habla de Juan el Bautista, quien vivió en el mismo tiempo que Jesucristo. Él era un predicador itinerante en el árido desierto de Israel, y llamaba a la gente al arrepentimiento y a volver a Dios. Haciéndolo, los bautizaba en las aguas del Jordán, como señal de su arrepentimiento. Un día, se encontraba a la orilla del Jordán, cuando vio a Jesucristo acercarse a él. Lleno de asombro y admiración, repentinamente fue consciente de una cosa, y exclamó en voz alta:“He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”(así lo leemos en Jn. 1:29).

La imagen del cordero que muere por los pecados y, con eso, los lleva lejos, era bien conocida por los judíos de aquellos tiempos. Porque diariamente sacrificaban una infinidad de corderos en el templo de Jerusalén – día tras día, sin interrupción. Y todos estos corderos eran matados para alcanzar el perdón de los pecados. Cuando, ahora, Juan el Bautista señaló a Jesucristo y exclamó:“He aquí el Cordero de Dios”, con eso estaba diciendo que, en el futuro, ya no sería necesario sacrificar animales para alcanzar el perdón de los pecados. Porque ahora había un sacrificio mejor – Jesucristo.

Y la Biblia va aún más lejos, y dice ¡que Jesucristo es el único sacrificio aceptado por Dios!“Y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?”(así nos dice He. 9:12 al 14).

Jesucristo es el sacrificio suficiente para perdonar toda culpa y todo pecado. ¡Jesucristo es el Cordero de Dios! Pero volvamos con aquel hombre con su cordero. Él está parado en medio del patio anterior del tabernáculo. Profundamente avergonzado y triste, coloca sus manos sobre la cabeza del animal. Él sabe: “En realidad debería ser yo el que está sufriendo esta muerte. Yo soy el culpable, yo merezco la muerte.” Con voz entrecortada, pone todas sus transgresiones sobre este animal inocente: sus mentiras, sus miradas impuras, el odio en su corazón, el robo que cometió, su infidelidad, su ira. Todo lo descarga y lo pone sobre el animal inocente. Luego, toma el cuchillo filoso, y dice: “En mi lugar mueres tú. Yo lo merezco. ¡Ahora, mueres tú por mí!” Con esta frase en los labios, le corta la yugular al animalito.

Y ahora vamos, en pensamiento, otra vez a Juan el Bautista. Él señaló a Jesús y exclamó:“He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.”  Sí, ¡nuestros pecados! Nosotros mismos somos los que, en cierto sentido, le hemos cortado la yugular a Jesús! Jesús es el Cordero de Dios que, por amor a nosotros, se dejó matar y, de este modo, otra vez abrió el camino a nuestra comunión con Dios.

 

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