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Autor: Wim Malgo

El amor de Dios es distinto del amor del ser humano. Mientras que este último busca reciprocidad, el amor de Dios es incondicional, más fuerte que la muerte de su propio Hijo. Conocer su amor es el desafío para producir transformación y amor genuino en el creyente.


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PE3021 – Estudio Bíblico
El amor de Dios (1ª parte)



Queridos amigos: Hoy me gustaría empezar con ustedes una serie sobre el amor de Dios.

Para introducir el tema, quiero leer con ustedes el texto de 1 Juan 4:9, que dice así: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.”

Quisiera que nos acercáramos a este tema pensando en un fuerte contraste: el amor de Dios y el amor del hombre.

Es cierto que el amor del hombre es un reflejo del amor de Dios, porque cuando Dios creó al hombre y lo formó del polvo de la tierra, dice la Biblia que “sopló en su nariz aliento de vida”. Esto significa que el Dios Creador comunicó al hombre la esencia de su naturaleza. Su naturaleza es el amor. Por eso el primer ser humano tenía en su interior el amor perfecto.

Pero luego este amor divino fue desfigurado y destruido por el pecado y por Satanás. La plaga de la muerte desdibujó esta huella de Dios en las personas. Cuando observamos hoy el amor humano, vemos que está centrado en sí mismo, en contraste con el amor incondicional de Dios, que siempre da. El amor humano toma para sí, y se basa en la reciprocidad.

En cuanto a esto, Jesús dice en Mateo 5:46: “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa recibirán?”. En esta descripción del amor humano podemos ver que se trata de un amor emocional, y no espiritual. Muchas veces, cuando entre amigos o incluso hermanos y hermanas en el Señor se alimenta una intimidad puramente humana, se desarrolla un amor emocional que suele terminar en amargas decepciones o conflictos. Cuando los jóvenes se casan basándose solamente en el afecto mutuo, en el amor humano que espera en todo momento recibir amor a cambio, estos matrimonios corren un gran riesgo: no tienen un fundamento firme y duradero. No están, como dice Efesios, “arraigados en el amor”, es decir, en el amor de Dios.

Ahora, quienes están arraigados en el amor divino pueden dar fe de los efectos que esto tiene en sus vidas y relaciones. Están en Jesús, o como dice la Escritura, están “escondidos con Cristo en Dios”. No en vano dice Eclesiastés 4:12: “La cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente”.

Pero veamos ahora la naturaleza del amor de Dios. Su amor es sublime, porque no espera nada a cambio.

Cuando pienso en el amor de Dios, aparece en mi mente la palabra “primero”. Juan 4:19 dice que “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Y 1 Juan también nos enseña que el amor consiste “no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”.

Este es el misterio del amor de Dios, que nos ama aun cuando pensamos que no lo necesitamos. Él nos amó cuando aún éramos pecadores. Apocalipsis no dice “que nos lavó de nuestros pecados con su sangre y nos amó”, sino al revés: “que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”. Tal como somos, en nuestra miseria, en nuestro pecado y con todos nuestros fracasos, Él nos ama entrañablemente.

En Isaías 63:9 Dios dice que “en su amor y en su clemencia” nos redimió.

El motivo de la salvación que viene a través de Jesucristo es el amor inagotable e insondable de Dios. El derramamiento de su sangre en la cruz del Calvario tiene como origen su amor. Tanto nos ha amado.

En Cantares leemos que “fuerte es como la muerte el amor”. Su amor por ti y por mí fue más fuerte que la muerte de su Hijo.

Piensa conmigo en la escena de la cruz. El Hijo amado cuelga en la cruz, es hecho pecado. Y entonces el Padre, que era uno con Él desde la eternidad, lo desampara. Lo ve como representante de toda la humanidad, y como la encarnación del pecado mismo. Y Dios odia el pecado con un odio eterno, pero ama al pecador con un amor eterno. Para que nosotros podamos estar en la presencia del Padre, Él tuvo que sacar a su Hijo amado de su presencia. Y este Hijo suyo comienza a gritar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, y Dios calla. Su Hijo, Jesucristo, se desangra lentamente hasta morir, y Dios calla. Él cuelga allí, en un madero empapado en sangre, una vergüenza pública. Él, el Señor de la gloria, el Hijo amado del Padre, y Dios calla. Cerca del final, palidece, pero aun así el Padre, Dios mismo, calla. Finalmente, entrega su espíritu y grita: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Consumado es”. Y Dios calla. Me hace pensar en Sofonías 3:17: “Callará de amor”.

Su amor por ti y por mí fue más fuerte que la muerte de su amado Hijo. ¿Qué nos dice esto? ¿Cuán grande es el amor de Dios por ti y por mí? Inagotable. Supera con creces todo conocimiento.

Esto mismo dice el apóstol Pablo en Efesios 3:18-19, donde pide que los creyentes: “sean plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento”. ¿Qué anchura tiene el amor de Dios en Jesucristo? Infinito. ¿Cuál es la longitud de su amor? Eterno. ¿La profundidad? Insondable. ¿La altura? Muy por encima de nuestro entendimiento.

Sin embargo, estamos llamados a crecer en el conocimiento del amor de Cristo y, por tanto, en el amor de Dios. Esto no es algo que se pueda aprender intelectualmente. Solo podemos crecer en el conocimiento vivo del amor de Dios a través de la Palabra de Dios, que es “viva y eficaz”. Al leer y meditar en su Palabra, podremos llegar a conocer más y más quién es Dios y cómo es, y estas verdades tienen el poder de transformar nuestra mente y corazón.

También es importante aprender de la Palabra de Dios quiénes somos nosotros. Cuanto más profundamente miremos en el abismo de nuestro ser, cuanto más reconozcamos la corrupción de nuestra carne, más veremos la profundidad del mar del amor de Dios por cada uno de nosotros en Jesucristo.

Querida amiga, querido amigo: ¿Sabes qué quiere hacer Dios? Él quiere que su amor se manifieste y actúe en ti y en mí. Quiere compartir su amor con cada uno de nosotros. Qué conmovedora es la declaración del Señor en Oseas 14:4: “Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos”. Al leer la Biblia podremos reconocer el deseo profundo del corazón de Dios de dar a conocer y compartir su amor, de abrazarnos con su misericordia. En Isaías 54 nos dice: “Por un breve momento te abandoné, pero te recogeré con grandes misericordias. Con un poco de ira escondí mi rostro de ti por un momento; pero con misericordia eterna tendré compasión de ti, dijo Jehová tu Redentor.” Escucha cómo Dios afirma su amor eterno por ti en Jeremías 31:3: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”. Así es el amor de Dios. Apenas podemos imaginarlo.

Y ahora quiero preguntarte: ¿Le amas a Él? Él no busca primero nuestra fe, nuestro celo, nuestras buenas obras, sino que su Palabra nos dice que “Jehová guarda a todos los que le aman”. Él busca amor en tu corazón, devoción en respuesta a su amor que tomó la iniciativa.

¡Amén!

Si Dios lo permite, seguiremos con este tema la próxima vez que nos encontremos.

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