El llamado de Eliseo (22ª parte)
4 junio, 2023El llamado de Eliseo (24ª parte)
4 junio, 2023Autor: Esteban Beitze
Cristo, el varón de Dios por excelencia, conoce nuestra necesidad. A él se puede acudir en cada momento, con cada dolor, aun estos momentos bien internos del corazón, que no suelen ser contados a nadie. Él entiende y es capaz de consolar en forma efectiva.
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PE2926 – Estudio Bíblico
El llamado de Eliseo (23ª parte)
Una mujer en comunión
En nuestro estudio de Eliseo, seguimos analizando las características de la mujer sunamita las cuales encontramos en 2ª Reyes 4. Cuando Eliseo le pregunta acerca de algo que pudiera necesitar, en el versículo 13 ella había contestado: “Yo habito en medio de mi pueblo”.
La mujer de nuestra historia, de acuerdo con sus propias palabras, habitaba en medio de su pueblo. En otras palabras, estaba donde debía estar, y esto era la comunión con su pueblo. Dios había dado este territorio a Su pueblo. Ellos hacían bien en estar en medio de él. Las veces que alguno no quiso entrar o salió de la posesión establecida por Dios, terminó resultando en un grave problema o incluso juicio para ellos.
Un triste ejemplo lo tenemos en Abraham. En un momento de carencia se fue de la tierra de la promesa a Egipto. Lo hizo sin consultar a Dios. Fue allí donde prácticamente regaló a su esposa. Si no fuera por la intervención directa de Dios, la historia hubiera terminado con la disolución de este matrimonio. Pero, aun así, las influencias quedaron. Es bastante seguro que Abraham trajo de allí la esclava egipcia Agar, quien luego le produjo tanto dolor de cabeza, y aún hoy trae graves conflictos a su descendencia.
Cuando el pueblo de Israel, después de salir de Egipto, se encontraba en los límites de la tierra prometida, toda esta generación perdió la heredad por querer volver a Egipto, en lugar de tomar posesión de la promesa divina.
En el libro de Rut, encontramos la historia de una familia que, por la hambruna en la tierra, sale de Belén para irse a Moab. Allí murieron el padre y los dos hijos, quedando solamente Noemí, la cual luego volvió con su nuera Rut diciendo a su gente que la llamaran Mara, o sea, “amargura” haciendo referencia a lo que le había sucedido.
Estas palabras me hicieron pensar también en una realidad tan necesaria para los hijos de Dios. Cuando pienso en algunos que han abandonado su pueblo, el lugar que Dios les había designado, recuerdo gran cantidad de historias de creyentes que terminaron influenciados por el mundo, apartados de Dios, sin la seguridad y bendición de la comunión con los demás. Sin excepción, son vidas marcadas por malas decisiones, falta de fruto e incluso el castigo de Dios. Muchas de estas vidas se pueden resumir con la palabra “Mara”, o sea amargura. Aun los que volvieron, aunque perdonados, muchas veces lo hacen con marcas imborrables de lo que fue su estadía lejos de la comunión con los hermanos y con Dios.
No en vano, la Biblia es tan enfática respecto a la necesidad de comunión con los hermanos bajo la Palabra: “no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (Hb.10:25). Y una de las características de una iglesia viva y creyentes bendecidos y siendo de impacto en la sociedad es la comunión entre ellos, como observamos en la iglesia primigenia. Allí los primeros cristianos: “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones. Y sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles” (Hch.2:42,43).
Frente a esta realidad nos tenemos que preguntar, si nosotros cuidamos de estar en medio de nuestro pueblo, el pueblo redimido por Dios. Si lo hacemos, si somos uno, entonces, aparte de la protección, edificación y bendición que puede significar para cada uno de nosotros, también seremos de impacto para los de afuera, como lo dijo Jesús: “para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn.17:21). ¡Vivamos en medio de nuestro pueblo, el pueblo de Dios! ¡Seamos de los que se juntan siguen “la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor”! (2Ti.2:22)
Una mujer necesitada
A pesar del testimonio de contentamiento que había demostrado, Giezi, el siervo de Eliseo percibió que a esta mujer le podría faltar algo muy importante que no había nombrado. Cuando la mujer salió, Eliseo le pregunta a su siervo “… ¿Qué, pues, haremos por ella?”, “…Giezi respondió: He aquí que ella no tiene hijo, y su marido es viejo”.
No había que ser muy observador para darse cuenta de que en este hogar no había hijos. Por lo visto, la sunamita era una mujer joven, pero el esposo ya era anciano. La posibilidad de tener hijos evidentemente se había desvanecido o nunca estuvo por esterilidad de alguno de ellos. Aunque el no poder tener hijos es la realidad de muchos matrimonios, y hoy en día, incluso, muchos deciden no tenerlos por cuestiones personales, de trabajo o simplemente de egoísmo, en los tiempos bíblicos, esto era una calamidad.
Por ejemplo, Saraí, al no poder tener hijos, adoptó la ley cananea de dar su esclava personal a su esposo Abraham para tener un hijo por medio de ella. La estrategia le salió en contra, y aún hoy, los resultados son enemistad entre los descendientes de Ismael y los de Isaac.
Cuando leemos la historia de las mujeres de Isaac notamos la desesperación de tener hijos. Raquel incluso le hace una súplica a Isaac que muestra su desesperación por tener hijos. Dice en Génesis 30:1: “Viendo Raquel que no daba hijos a Jacob, tuvo envidia de su hermana, y decía a Jacob: Dame hijos, o si no, me muero” (Gn.30:1).
En la historia de Ana observamos que su esterilidad le traía, aparte del dolor personal, un sinfín de burlas y desprecio de parte de la otra mujer (1S.1). Con profunda angustia derramó su alma delante de Dios pidiendo por un hijo, el cual Dios luego le otorgó.
En aquél entonces, el no poder tener hijos, no sólo era una falta de realización como mujer, sino también era visto como un castigo divino por algún pecado. La sociedad israelí de aquél entonces, al igual que lo que se puede observar incluso en la judío-ortodoxa de hoy, le daba un valor enorme al poder tener hijos. Una mujer que no los tenía, era despreciada.
Entonces, nos podemos imaginar, con lo que esta mujer estaría luchando en su interior y las lágrimas que habrá derramado en soledad. Su esposo era muy mayor y ella ya no tenía posibilidad de tener hijos.
Pero allí Dios empezó a intervenir. El varón de Dios fue confrontado con esta necesidad.
Yo pienso en tantas mujeres que pasan por una situación similar. De hecho, con mi esposa, hemos aconsejado a varias de ellas. El dolor por no poder formar familia, la angustia al ver amigas embarazadas o con sus hijos, es grande. Para muchas mujeres, el no poder ser madre es una tremenda calamidad y dolor interior. Es como si no estuvieran completas o no realizadas en la vida. Esto es absolutamente comprensible, porque Dios las creó para procrear y criar a los hijos. Pero no siempre se da. Por alguna razón Dios decide otra realidad para sus vidas. Pero, qué bendición es cuando se puede tener aceptación incluso de esta realidad.
Acá también podemos enfocarnos por un momento al esposo. Aunque no vemos mayor involucramiento de éste en la historia, aparte de construir la habitación para Eliseo, seguramente también le dolería el no poder tener un sucesor. Según la tradición judía, era por medio de un descendiente varón que se mantenía el nombre en Israel (Dt.25:5-10). Pero ahora, esta esperanza ya hace rato había desvanecido. No debería ser fácil para este hombre, lidiar con esta realidad.
Obviamente, no siempre es la voluntad de Dios que los matrimonios puedan tener hijos. He conocido algunos, que hicieron de esta falta, una gran virtud, aprovechando el tiempo para involucrarse mucho más en el servicio a Dios y encontrando la plenitud en ello. Pero fuera como sea lo que Dios disponga, lo que sí es seguro, es que Cristo, el varón de Dios por excelencia, conoce esta necesidad. A él se puede acudir en cada momento, con cada dolor, aun estos bien internos del corazón que no suelen ser contados a nadie. Él entiende y es capaz de consolar en forma efectiva. Busquemos al Señor. Llevémosle nuestro dolor, nuestra angustia, nuestra necesidad. Él nos conoce y quiere ayudarnos. Dios los bendiga.