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El Pecado que Nadie Confiesa 
(2ª parte)

Autor: William MacDonald

    La palabra discípulo ha sido por demás utilizada, y cada usuario le ha dado el significado de su conveniencia. El autor de este mensaje nos lleva a examinar la descripción de discipulado que presentó Jesús en sus enseñanzas, la cual se halla también en los escritos de los apóstoles, para que aprendamos y descubramos más acerca de este concepto.  


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PE1824 – Estudio Bíblico
El Pecado que Nadie Confiesa (2ª parte)



Amigos, ¡qué gusto estar otra vez con ustedes! En la primera parte, comenzamos a hablar de este tema, basándonos en lo que el apóstol Pablo escribió en el cap. 6 de 1 Timoteo.

En el versículo 9, el apóstol continúa hablando y se refiere a aquellos que desean hacerse ricos. Esto incluye a todos, tanto a los ricos, como a los pobres. Incluye a todo aquel que sea avaro. La avaricia es la compulsión de obtener cada vez más, la determinación de obtener algo, incluso si Dios no quiere que la persona lo tenga. Una persona codiciosa no puede disfrutar de algo a menos que lo posea o por lo menos que posea parte de ello. El pecado puede ser sexual (“No codiciarás la mujer de tu prójimo”) o, como en el caso de 1 Timoteo 6, puede ser materialista. En todo caso, se trata de idolatría, porque adora y sirve aquello que es creado en vez de al Creador.

El problema es que hemos tomado este pecado y lo hemos bautizado con el bautismo cristiano. Le hemos otorgado un respeto cristiano al llamarlo prudencia, sentido común, responsabilidad financiera, y previsión. Cuando preguntamos: “¿Cuánto vale aquel hombre?” queremos decir, “¿Cuánto dinero ha acumulado?” “Avanzar en el mundo” significa acumular cosas materiales. Llamamos a los codiciosos “la crema de la sociedad” y “la cresta de la ola”. Algunos han señalado que la codicia fue la que vendió a Jesús por 30 piezas de plata. Una vez que Cristo fue vendido para ir a la cruz, la iglesia profesante comenzó a vender la cruz misma. Luego comenzó a vender la forma de llegar al cielo a través de las indulgencias, prometiendo la liberación del purgatorio.

La codicia niega el verdadero propósito de nuestra existencia. Se olvida que estamos aquí con una misión superior a la de hacer dinero, o aprobarnos a nosotros mismos. Se olvida que el mejor uso de nuestro dinero es para propósitos espirituales.

  La codicia es engañosa. J.H. Jowett dijo: Las riquezas pueden hacer que un hombre piense que crece en tamaño cuando en realidad está decreciendo. Considera su propio tamaño en base a sus ingresos y no en base a sus egresos por razones de beneficencia. Mientras sus ingresos se expanden, sus egresos se contraen.

La codicia es irracional. Luchamos por obtener cosas que no necesitamos para impresionar a gente que no nos cae bien.

El hecho que amontonemos dinero que podría usarse en la propagación del evangelio frustra el plan de Dios en pro de la evangelización mundial.

La codicia descalifica a una persona del liderazgo de la iglesia, ya que un anciano debe ser“no codicioso”(según 1 Ti. 3:3). Pero, peor que eso aún, es que excluye al hombre del reino de Dios (como está escrito en 1 Co. 6:10).

En nuestro pasaje lema, Pablo advierte a Timoteo que el deseo de enriquecerse conduce a la tentación. Un hombre codicioso buscará medios ilegales para obtener lo que quiere. Esto lo conduce a una trampa. Es como aferrarse a un cable de electricidad pelado; no puede soltarlo. O como beber agua salada; lo que produce más sed.

Un hombre le dijo a un amigo, “Cuando tenía 500 dólares era feliz. Ahora tengo un millón y soy un miserable”. “No hay problema”, dijo el amigo, “regala los 999.500”. El millonario, entonces, se quejó, diciendo: “no puedo”.

El deseo de enriquecerse lleva a“muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición”.Estas son expresiones fuertes, pero Pablo advierte que la codicia conduce a la ruina eterna. ¡Qué extraño, por lo tanto, que los creyentes aprueben aquello que Dios condena en forma tan fehaciente!

El amor al dinero es la raíz de todos los males. Por ejemplo, es la raíz de las mentiras. J.H. Jowett cuenta que le pidió ayuda a un hombre acaudalado en Nueva York, a favor de una causa extremadamente digna.

Su rostro inmediatamente respondió mi apelación, y habló como si él fuera alguien al borde la miseria: “En realidad no puedo darte dinero. Con todo lo que está sucediendo no sé en qué vamos a terminar”. Pocas semanas después murió y su testamento tenía más de 60 millones de dólares. Me pregunto si al final de su último día no escuchó al mensajero del Señor diciéndole:“Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?”

El amor al dinero conduce a cometer fraudes, robos e, incluso, homicidios. Resquebraja matrimonios y arruina a los hijos. Causa perturbaciones nerviosas y emocionales, y ha conducido al suicidio. Las personas acaudaladas viven en el temor de ser robados, secuestrados y extorsionados. Se preocupan por la inflación y el colapso mercantil. Sufren de estrés, aburrimiento, insatisfacción y envidia. Algunas veces caen en prisión y en desgracia. Debido a que las Escrituras condenan todo ese estilo de vida, se apartan de la fe en lugar de lograr un verdadero cambio. Ellos tergiversan, cambian y reescriben la Biblia para justificar su abundancia. No sólo eso, son traspasados por muchos dolores. Cuando Howard Hughes murió, dejó un estimativo de unos 2.300 millones de dólares. Sin embargo, una revista informó:

Paradójicamente, para todo el poder que poseía, vivió una vida sombría, sin alegría, medio lunática. Fue prácticamente prisionero de sus propios temores y debilidades. Quien una vez fue una figura vibrante y dinámica, descuidó su apariencia y salud durante los últimos quince años, hasta que se convirtió en un espectro patético. Era adicto a las drogas. Su apariencia física era terrible. Si bien cuatro doctores se rotaban para cuidarlo, su condición médica era muy miserable. Su principal entretenimiento era mirar películas. Vivía semana tras semana en base a una dieta que incluso una tienda de artículos a diez centavos habría despreciado, pero era muy meticuloso sobre la preparación de la misma. Comía una cucharada de sopa y entonces se interesaba en una película. La misma sopa era recalentada doce veces.

Al terminar esta sección, Pablo le dice a Timoteo que se encargue de aquellos que son ricos en este mundo. Que no deberían ser orgullosos ni arrogantes, ni confiar en las riquezas inciertas. Más bien, su confianza debía estar en el Dios vivo, el cual nos da abundantemente todas las cosas para que las disfrutemos. Esta última expresión“el cual nos da abundantemente para que las disfrutemos”,a menudo se ha usado para justificar la acumulación de riquezas. Pero, el siguiente versículo lo explica todo muy bien. No disfrutamos del dinero cuando se apila en el banco, sino cuando lo usamos para hacer lo bueno, para distribuir a los necesitados, y para compartir con nuestros vecinos menos afortunados. De esa forma, amontonamos una gran recompensa en el mundo venidero y disfrutamos una vida que ciertamente es vida.

¿Qué podemos sacar en conclusión? Ronald Sider nos lo dice en su libro, “Cristianos Ricos en un Época de Hambre”.

El rico necio es el epítome de la persona codiciosa. Él tiene una compulsión avara por adquirir más y más posesiones, a pesar de que no las necesita. Y este éxito fenomenal de apilar más y más posesiones, conduce a la conclusión blasfema de que las posesiones pueden satisfacer sus necesidades. Pero, desde la perspectiva divina, esta actitud es una tremenda locura. Él no es más que un necio.

 

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