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Autor: Eduardo Cartea Millos

Existen tres elementos claves en cualquier avivamiento espiritual y los vemos reflejados en el relato del reinado de Josafat. Un santo entusiasmo, una limpieza profunda y el retorno a la Palabra. En esta oportunidad profundizamos en la limpieza y nos adentramos en el retorno a la Palabra.


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PE2546 – Estudio Bíblico
Josafat, un héroe con pies de barro (6ª parte)



Limpieza profunda y retorno a la Palabra

Queridos amigos, en el programa anterior vimos cómo, al igual que en la época de Josafat, en todo avivamiento existen al menos tres elementos distintivos. Hablamos del primero que es el santo entusiasmo, y comenzamos con el aspecto de la limpieza profunda que continuaremos en éste encuentro. La limpieza profunda tiene que ver con la adoración a “falsos dioses” que en la actualidad tienen diferentes presentaciones o nombres.

La idolatría no se limita a la adoración de imágenes de dioses falsos, sino tiene que ver más con un concepto de fidelidad y lealtad a Dios. Por eso en la Escritura se le llama “adulterio” o “fornicación”. A.W. Tozer dice: “Mantengámonos alerta, no vaya a ser que en nuestro orgullo aceptemos la noción errónea de que la idolatría solo consiste en doblar la rodilla ante objetos visibles de adoración y que por tanto, los pueblos civilizados se hallan libres de ella. La esencia de la idolatría consiste en abrigar sobre Dios pensamientos que son indignos de Él… El corazón idólatra da por sentado que Dios es otro distinto a quien es y sustituye al Dios verdadero por otro hecho a su propia semejanza”.

Cualquier cosa o persona, actividad, institución, sistema o ideología, aun cuando fueran buenas y santas, puede transformarse en un ídolo cuando le rendimos nuestra obediencia y ocupan el lugar que solo le pertenece a Dios. Aun cosas o personas que pueden ser utilizadas por el Señor en algún momento de nuestra vida, pueden transformarse en ídolos, si no le damos el lugar que solo a Él le corresponde.

Un ejemplo en la Biblia es el de Números 21:4-9 donde se relata sobre la serpiente de metal. Dios la usó para bendición y salvación del pueblo, y aun el mismo Señor Jesucristo la mencionó como tipo de su salvación en la cruz del Calvario, pero leemos en 2 Reyes 18:4 que el gran rey Ezequías debió destruirla porque se había transformado en un talismán, en un objeto de culto e idolatría.

En 1 Corintios 3:1-7 leemos que hombres eminentes habían ocupado el lugar del Señor para muchos de sus miembros, que ponían su confianza en aquellos como si fueran dignos de una obediencia superior. El no claudicar ante la idolatría tiene precio. Daniel y sus amigos lo pagaron por no acceder a participar de comidas ofrecidas a los ídolos y a doblar sus rodillas ante ellos. El horno de fuego y el foso de los leones fueron los ámbitos en los que su fidelidad fue demostrada y premiada.

Los cristianos de los primeros siglos supieron lo que era el costo de no acceder a adorar a ídolos falsos, cuando eran impelidos a llamar “señor” al emperador romano. Ellos decían “Cristo es el Señor”. Y entonces, el precio a pagar eran cárceles, torturas, fieras y piras de fuego. Pero su fidelidad no se doblegó ante las demandas de obediencia a los ídolos.

La lista de hombres y mujeres fieles sería interminable mencionando a los hugonotes de Francia, los cristianos perseguidos por la Inquisición, los torturados en las cárceles de China, Siberia, España, Colombia y tantos lugares más. Y aun hoy en día en países del Cercano Oriente bajo regímenes totalitarios, fanatismo religioso y terrorismo.

El mundo de hoy, la sociedad posmoderna presenta nuevas idolatrías. Un neo-paganismo al cual rinden culto las multitudes. Un ejemplo: el consumismo materialista. El énfasis está en el tener. No importa qué, ni cuánto cuesta. Las tarjetas y las cuotas solucionan cualquier problema. Las necesidades que crea un mercado orientado al consumo inmediato propician una nueva generación de compradores compulsivos que luego muchas veces no usarán nunca lo que compran. El mercado es el gran templo que alberga esos ídolos y que, como alguien dijo sabiamente “es el lugar donde se fija el precio de la gente y otras mercaderías”.

El status y el dinero son otros dos ídolos de la misma familia. Bien dijo Jesús en Mateo 6:24: “Ninguno puede servir a dos señores, porque terminará sirviendo a uno de los dos. Ninguno puede servir a Dios y a Mamón, al mismo tiempo”.

Pero no solo en el mundo hay idolatrías modernas. ¡También existen dentro de las iglesias! Cuando la actividad es un fin en sí mismo, cuando se hace en el poder de la carne; cuando es solo para exaltación del que sirve; cuando quita el lugar de Aquel que no comparte su gloria con ninguno, es idolatría. El ejercicio de dones, particularmente aquellos que son especiales, que apelan a las emociones, al asombro; las posiciones teológicas irreductibles de aquellos que se creen “dueños de la verdad”; las tradiciones que ocupan el lugar de doctrina, y que son solo eso: tradiciones, por buenas que ellas sean, pero que son capaces de dividir a los cristianos que no piensan igual. Todas ellas, y las que pudiéramos agregar, no son sino nuevas formas de idolatría, muchas veces sutil, pero no menos perjudicial.

Los lugares altos son una figura de aquellas cosas que “conviven” con el culto ofrecido a Dios. En la vida del creyente, muchas veces hay cosas del mundo a las que se les rinde tributo y que no son de Dios. Tal vez son pecados, obras muertas que manchan la conciencia, que son estorbos a la comunión plena con el Señor, que traen desánimo al alma. Para ellos, solo la sangre de Cristo tiene eficacia para despojarlos de su poder.

Puede que no sean pecaminosas en sí mismas, pero al ocupar el lugar que Dios merece, al rendirle el culto de tiempo, fuerzas, intelecto, voluntad, están ocupando un lugar que Dios merece ocupar, y por lo tanto son idolatría. Si no son pecados, son “pesos” y cargas en la vida que restan energía espiritual para dedicarla a Dios y a Su obra. Peso es aquello que nos estorba para correr la carrera cristiana.

Amigo, ¿hay algún altar en su vida, sobre el cual está quemando el incienso de su adoración? ¿Algún ídolo que ocupa el lugar que debe ocupar Dios? ¿Alguna cosa que es un fin en sí mismo al cual se le rinde el tributo del tiempo, el esfuerzo, la energía de la vida? ¿Será el trabajo, el estudio, la familia, las amistades, el deporte o los pasatiempos? ¿Será el éxito, una buena posición, los logros en la vida, el dinero? ¿Será, tal vez un determinado predicador, o un famoso escritor, a quien se le da más valor que a la misma Biblia?

¿Hay algún “lugar alto” que es necesario derribar? ¿Alguna amistad que Dios desaprueba, alguna actividad mundana, alguna costumbre inconveniente, algún hábito carnal? Si no es derribada, ahí estará y será como una espina que traerá molestia, dolor, fracaso. Si queremos un avivamiento espiritual, debe haber una limpieza profunda de aquellas cosas que nos privan de una comunión real, permanente y sincera con Dios.

El siguiente elemento presente en éste avivamiento es un retorno al Libro de la ley. En 2 Crónicas 17:7-9, encontramos que Josafat no sólo él buscó al Señor y se sujetó a Su ley, sino que hizo recorrer todas las ciudades de Judá para que la enseñasen. Todo el pueblo fue llevado a la obediencia a la ley de Dios. Josafat siguió en ello el ejemplo de su padre Asa, quien, al principio de su mandato dice 2 Crónicas 14:4, que “mandó a Judá que buscase a Jehová el Dios de sus padres, y pusiese por obra la ley y sus mandamientos”. Josafat siguió profundizando ese espíritu de retorno a la Ley del Señor.

¡Qué contraste se observa entre esto y la triste situación en que se encontraba Israel, según se lo describe en 2 Crónicas 15:3: “Muchos días ha estado Israel sin verdadero Dios y sin sacerdote que enseñara, y sin ley”! Así eran los resultados. Mientras Judá transitaba un tiempo de avivamiento espiritual bajo buenos reyes, Israel vivía lejos de Dios, bajo el reinado de reyes paganizados como Acab, y su consorte, la perversa Jezabel, adorando a los baales.

Los príncipes, los líderes del pueblo enseñaban cómo aplicar la ley de Dios a la vida civil; los levitas, como hacerlo en la experiencia religiosa; los sacerdotes, por su parte, se encargaban de enseñar la Ley en su aplicación a la vida personal.

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