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Autor: Wim Malgo

El estudio sobre la Batalla de la Fe culmina en este programa. Cada uno enfrenta este conflicto de acuerdo a su situación. Escuchamos de los no conocen al Señor y son esclavos del pecado. Luego el ataque del enemigo a quienes ya son de la Fe. Y la lucha en contra de la propia carne. En el segundo programa, se habló del choque con quienes son tibios en el Camino, también el mundo más el “Yo” humano y el desaliento que generan quienes no avanzan.


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PE3016 – Estudio Bíblico
La batalla de la fe (3ª parte)



En los programas anteriores hemos considerado las diferentes etapas que atravesamos en nuestra lucha de fe, ilustradas en la historia del pueblo de Israel: su peregrinaje de Egipto a Canaán y sus batallas contra los enemigos que se le pusieron en el camino.

Pero ahora Israel ha entrado victoriosamente a Canaán, una tierra maravillosa donde fluye leche y miel. Sin embargo, también allí les esperan batallas.

¿Batallas en Canaán? ¿No le dijo el Señor a Josué: “Yo os he entregado, como lo había dicho a Moisés, todo lugar que pisare la planta de vuestro pie” (Josué 1:3)?

Es verdad, Dios nos ha dado todas las cosas en Cristo, sin embargo, las debemos hacer nuestras, paso a paso, por la fe. Los israelitas tenían que poner sus pies sobre los cuellos de sus enemigos; y efectivamente, por su obediencia de fe muchos reyes cananeos fueron vencidos.  Hay innumerables hijos de Dios que afirman haber sido redimidos por la sangre de Jesús, pero quedan atados por los gobernadores de las tinieblas. ¿Por qué?

Porque con la salvación pasa lo mismo que con la tierra de Canaán. Dios nos la entregó, pero tenemos que poner nuestros pies por la fe sobre los cuellos de nuestros enemigos, uno por uno. Por eso dice Romanos 16:20: “Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies”.

En Canaán, tierra de la comunión con el Señor, tenemos la santa obligación de sacar a los reyes enemigos de sus cuevas, como lo hizo Josué, de expulsarlos de nuestra vida y nuestro corazón, donde quieren anidarse, y de decir: ¡En el nombre de Jesús he sido liberado de este gobernador de las tinieblas!

La campaña victoriosa en Canaán comenzó para Israel con una prueba de fe, un examen de su madurez en la fe, delante de la ciudad de Jericó. Durante 40 años en el desierto se habían ejercitado en la lucha de fe.

Y entonces llegó el examen.

Leemos en Josué 6:1-2:

“Ahora, Jericó estaba cerrada, bien cerrada, a causa de los hijos de Israel; nadie entraba ni salía. Mas Jehová dijo a Josué: Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra”.

Examinemos los acontecimientos uno por uno:

Israel estaba ante la realidad visible de una ciudad bien cerrada, donde nadie entraba ni salía; una fortaleza imposible de conquistar.

Y diametralmente opuesta, tenía la promesa del Señor: “Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra”.

Había dos realidades que se contradecían:

  • Por un lado: lo que veían – y por el otro: el Señor, a quien no veían.
  • Por un lado: la ciudad cerrada, imposible de conquistar – y por el otro: la palabra del Señor

(y notemos que no les dio una promesa a futuro, sino que les comunicó un hecho consumado: “…he entregado en tu mano a Jericó”).

Pero la promesa en sí no hizo caer los muros de Jericó. Después de escuchar lo que Dios les prometía, la situación para Israel seguía igual que antes. Había que tomar una decisión. Josué, como líder, y su pueblo tenían que elegir: ¿a quién le creeremos? ¿a lo que ven nuestros ojos? ¿o al Señor, a quien no vemos?

Mi hermano, mi hermana – si tú, en la oración y obediencia de la fe, buscas la plenitud de Dios y llegas, figurativamente hablando, a Canaán, tierra de estrecha comunión con el Señor, Él pondrá a prueba tu fe. Te llevará ante una Jericó. No sé con qué muros, puertas y fortalezas imposibles de superar te encontrarás en tu diario vivir.

Pero el Señor te da también a ti Su palabra: “Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó y a su rey, con sus varones de guerra”.

Los israelitas tomaron la decisión correcta: la de la fe. Creyeron en contra de todo parecer. Lo demostraron por su obediencia al Señor. Marcharon alrededor de la ciudad cada día durante seis días, y siete veces el séptimo día. La suma expresión de su fe fue su grito de victoria el último día, cuando los muros de Jericó no se habían movido aún ni un milímetro, pues expresaban con él: ¡ya tenemos la victoria!

Sí, la suma expresión de la fe es este grito de victoria: ¡ya tengo la redención por la sangre de Jesús, aunque no vea ni sienta nada!

Y Dios se atiene a Su Palabra, como vemos en este hecho histórico (leemos en Josué 6:20):

“Entonces el pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las bocinas; y aconteció que cuando el pueblo hubo oído el sonido de la bocina, gritó con gran vocerío, y el muro se derrumbó. El pueblo subió luego a la ciudad, cada uno derecho hacia adelante, y la tomaron”.

¡Una historia conocida, antigua, y a pesar de esto de candente actualidad para ti!

Pues presta atención al orden de secuencia:

  1. la fría realidad visible: Jericó cerrada
  2. la palabra del Señor, Su promesa: “He entregado en tu mano a Jericó”
  3. la fe de Israel, inmediatamente seguida por:
  4. su experiencia de fe en la victoria

El orden en la vida del creyente es, pues, el siguiente: la realidad visible, la Palabra del Señor, la fe en ella, y finalmente la experiencia. ¡No cambies este orden poniendo primero la experiencia y luego la fe! Muchas veces buscamos las emociones y experiencias, pero el Señor no te hará experimentar nada antes de que hayas dado tu grito de victoria por la fe, aún sin ver nada. Recién intervendrá cuando des prueba de darle más crédito a Él, al Invisible, que a lo que ves.

Observamos lo mismo en 2 Crónicas 20, cuando Jerusalén se ve sitiada por una gran cantidad de enemigos y el débil pueblo israelita, confiando en la promesa del Señor, comienza a alabarlo y a agradecerle por la victoria que todavía no se ve en absoluto:

Leemos allí:

“Y cuando comenzaron a entonar cantos de alabanza, Jehová puso contra los hijos de Amón, de Moab y del monte de Seir, las emboscadas de ellos mismos que venían contra Judá, y se mataron los uno a los otros”.

¿Ves el orden de secuencia? No dice que vencieron a los enemigos y luego comenzaron a agradecer y alabar a Dios, sino al revés. Por sus cantos de alabanza demostraron la genuinidad de su fe, expresando con ellos: “Señor, creemos aún sin ver nada”. Y entonces el Señor intervino.

Mientras Israel ponía su confianza en la promesa del Señor, vencía uno por uno a sus enemigos:

“Jehová les dio reposo alrededor, conforme a todo lo que había jurado a sus padres; y ninguno de todos sus enemigos pudo hacerles frente, porque Jehová entregó en sus manos a todos sus enemigos. No faltó palabra de todas las buenas promesas que Jehová había hecho a la casa de Israel; todo se cumplió” (Jos. 21:44-45).

  ¡Qué maravilloso Dios, fiel y confiable! ¡Con cuánto cuidado guio a Su pueblo Israel, cómo los fortaleció en la lucha de fe!

En la esclavitud en Egipto les mostró primero su impotencia contra los tiranos y los redimió por la sangre del cordero.

Delante del mar Rojo les enseñó a estar quietos en una santa pasividad de fe, dejándolo actuar a Él; y Él destruyó al enemigo.

Luego, en el desierto, en la batalla contra Amalec (que es una imagen de nuestra naturaleza pecaminosa, la carne), les enseñó el secreto de la oración. Fue a través de la oración de Moisés que Amalec fue vencido.

Más adelante, ya cerca de la tierra prometida, Israel tuvo que enfrentarse incluso a sus propias tribus Ruben y Gad, que desalentaban los corazones de los hermanos.

A continuación, Dios los hizo entrar a la tierra de Canaán y les tomó un examen de fe delante de Jericó. A partir de ahí les dio una victoria después de otra.

Mientras ponían su fe y confianza en Su Palabra, se cumplía en ellos Salmos 84:7: “Irán de poder en poder; verán a Dios en Sion”.

Finalmente, aprendieron a luchar desde Canaán, es decir, desde la victoria de Dios. Bajo el rey David, todos los enemigos aún existentes fueron derrotados. Ninguno de ellos podía resistir a Israel mientras el pueblo se aferraba a su Dios.

Hermano, hermana, una vez más te ruego: ¡pelea la buena batalla de la fe! ¡Vence a partir de la victoria de Jesús! hasta que también tú puedas bajar la espada y decir con Pablo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Ti. 4:7-8)!

¡El Señor te bendiga!

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