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Autor: Wim Malgo

Tres razones por las cuales el Señor Jesús podía pedir todo de parte de Su Padre y también recibirlo.
1. Jesús estaba en el mundo, pero no era del mundo.
2. Jesús ya era rico en Dios antes de que orara.
3. Jesús, para la gloria del Padre, transmitía lo que recibía de Él.
Busquemos encontrar más de los maravillosos secretos de la oración sumo sacerdotal de Jesucristo, según San Juan 17.


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PE2666 – Estudio Bíblico
Llamado a la oración (19ª parte)


 


La oración sumo sacerdotal

Estimado oyente, la vez pasado hemos podido descubrir las tres razones porque el Señor Jesús podía pedir todo de parte de Su Padre y también recibirlo.

1. Jesús estaba en el mundo, pero no era del mundo.
2. Jesús ya era rico en Dios antes de ponerse a orar.
3. Jesús, para la gloria del Padre, transmitía lo que recibía de Él.

Ahora, con la ayuda del Espíritu Santo, queremos penetrar aún más profundamente en el maravilloso secreto de la oración sumo sacerdotal. ¿Qué resuena en la oración de Jesús?

1. Añoranzas por la patria. Las añoranzas de la patria irrumpen poderosamente en Jesús cuando Él se dirige a Su Padre. Ya en el versículo 1 pide al Padre: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu hijo te glorifique a ti”. Aquí no estaba hablando de la cruz. Es verdad que se encontraba frente a ese horrible padecimiento pero, más allá de la cruz, veía la gloria que tuvo con el Padre antes de la fundación del mundo. Lo expresa en el versículo 5: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú para contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. No debemos dejar de tomar en consideración el hecho que Jesús, a pesar de estar rodeado por miles de espectadores entusiasmados, fue el hombre más solitario que ha existido en la tierra, nadie Le comprendía. Era un extranjero en este mundo, y por eso tenía añoranzas de volver al Padre. Quería volver a casa. Jung Stirling lo expresó una vez con las siguientes palabras: “Bienaventurados los que tienen añoranzas, pues llegarán a casa”. Has sido decepcionado por hermanos y hermanas. Jesús fue decepcionado, aún por Sus discípulos de confianza. Cuando Felipe, que hacía tres años que andaba con Él, le hizo una pregunta carente de cualquier clase de comprensión, Jesús le contestó, profundamente decepcionado y con el corazón conmovido: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?” (Juan 14:9).

Pero Jesús no tenía añoranzas excéntricas, sino añoranzas divinas y activas. Quería volver a casa, pero no solo. En cuanto a este punto, Él expresa claramente Su voluntad delante del Padre. Dice, en el versículo 24: “Padre, yo quiero…”. En ninguna otra parte de los evangelios hallamos escrito que Jesús diga tan expresamente a Su Padre: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado porque me has amado desde antes de la fundación del mundo”. Pero no es que se opusiera al Padre con Su propia voluntad. ¡No!, sino que en Su querer estaba incluida la disposición de pagar el precio. Al decir: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo”, la cruz y la sangre vertida de Jesús están detrás de esta frase. “Quiero comprarlos con mi propia vida”.

Por esto, recibía y está recibiendo aún el rico galardón de Sus dolores. Escucha: ¡por la entrega de tu propia vida recibirás abundante recompensa de parte de Dios! Isaías ya veía este secreto: “Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos por cuanto derramó Su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores”. ¡Oye con qué autoridad Jesús ora aquí! “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado”. ¿Quieres ganar almas para Él? ¿Quieres llevar a los perdidos a Sus pies? Tu oración a favor de los perdidos será contestada cuando detrás de ella esté la entrega de tu propia vida, cuando te niegues a ti mismo por causa de los demás. Entonces, tu oración será contestada y llevarás mucho fruto.

2. Comunión con el Padre. En segundo lugar, la comunión de Jesús con Su Padre se expresa en Su oración. Una calma soberana emana de la oración del Hijo de Dios en Juan 17. No es lucha, tampoco intranquilidad, no hay esfuerzos penosos en la oración de Jesús, sino que Él habla en la presencia de Su Padre. Al oírle decir, en el versículo uno: “Padre…”, tenemos aquí las palabras de los niños: “Abba, querido Padre”. Estas palabras expresan todo el íntimo amor del hijo y su dependencia para con su padre. Pablo dice, en Gálatas 4:67: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo”. Pon tu mirada en Jesús quien, tal como un niño, habla con el Padre.

Algún tiempo atrás lo experimenté con nuestro octavo hijo. ¡Qué música celestial era para mí! Hasta aquel momento, este niño había sabido solamente hacer gestos con sus manitos, había sabido llorar; pero un día, de repente, la palabrita “papá” salió de su boca. ¡Papá! ¡Padre! Y aquí se regocija mi corazón, pues veo un creciente amor del niño al padre. El niño anhela tener comunión con el padre. ¡Oh, hermano, hermana! ¿Sabes orar de tal manera, tan calmadamente y al mismo tiempo con tanta autoridad? ¿Tan victoriosamente como oraba Jesús? Jesús nos dice una condición para esto, en el versículo 2: “como le has dado potestad sobre toda carne”. En Jesucristo tienes potestad también sobre tu carne, esta carne pecadora, incrédula, testaruda, rebelde, desobediente, que te quiere alejar de tu Padre, y apartarte de Su presencia. Pero ¡a Dios gracias, quien nos ha dado la victoria sobre la carne en Jesucristo! Cuanto más practicas la victoria de Jesús, cuanto más aprendes a enfrentar valientemente al enemigo en el nombre de Jesús, tanto más te inclinarás hacia tu Padre en oración.

3. Se percibe el amor. La tercera característica de la oración de Jesús que percibo es el amor. No el amor que Jesús tiene al Padre, sino el amor que el Padre Le tiene a Él. Dice en el versículo 23: “…para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado”. Y en el versículo 26: “para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos”. Jesús se abriga en el amor del Padre. Se sabe abrigado en este amor, a pesar de encontrarse a pocas horas del suceso horrible en que ya no vería ni sentiría nada del amor del Padre, cuando Le clavarían en un madero, donde tendría que bajar a incomprensibles profundidades, al punto de tener que clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27: 46).

Justamente porque sabe todo eso y ve que esos sucesos se acercan a Él, se abriga en el amor inmutable del Padre. ¡Tú me amas, Padre! Venga lo que venga, me amas. No sé por cuáles valles oscuros el Señor te ha guiado o te guiará aún, o quizá te encuentres en medio de uno de ellos. Ya no comprendes Sus caminos, Su manera de actuar en tu vida, pero te digo: Él te ama con eterno amor. Después lo comprenderás. Pero en oración, en una oración tal como la que oraba Jesús, puedes abrigarte en este amor. Jesús necesitaba la certeza de ser amado por el Padre en este mundo frío, sin misericordia, religioso, y se abrigaba en este amor. ¡Abrígame en ti, fuerte Redentor!

Permite que estas tres cosas que caracterizaron a la oración de Jesús estén en tu oración también: el anhelo de estar junto a Dios y junto a muchos otros que has ganado para Él; también la comunión íntima con el Padre: descansa reclinado en Su pecho, como un niño lo hace en el pecho de su padre o madre; y por último la seguridad: Él me ama.


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