Pero Él dormía

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Pero Él dormía

Autor: Marcel Malgo

  Aunque a veces tenemos que luchar y nos sentimos solos: ¡Él siempre está con nosotros! ¡Dios no nos ha abandonado!! Así que, acerquémonos a Él “con corazón sincero, en plena certidumbre


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 PE1854 – Estudio Bíblico
Pero Él dormía



  Estimados amigos, es un hecho que el Padre celestial nunca pierde de vista a Sus hijos. Siempre está cerca de ellos. Tenemos un maravilloso testimonio al respecto en el Salmo 37:25:“Joven fui, y he envejecido y no he visto justo desamparado”. Sin embargo, es innegable que, a veces, tenemos la sensación de que el Señor se oculta de nosotros. ¿Cómo llegamos a esta conclusión? Hay días en que no estamos bien, sino que al contrario, nos sentimos apagados y vacíos. Ya no tenemos la seguridad de estar en contacto con el Señor. En momentos así, algunos de nosotros caemos en el error de malinterpretar la forma de actuar de Dios. Tenemos la impresión de haber recibido un “mensaje de ausencia” del Señor (como los mensajes automáticos que se pueden mandar por computadora durante una ausencia prolongada). Entonces, muy rápidamente decimos: “Él ya no está con nosotros.” Pero, ¿realmente es así?

Veamos: En el mar de Galilea flota un bote. Los pasajeros son el Señor Jesús y Sus discípulos. Mientras los discípulos están en la parte delantera del bote, el Señor, en la popa, se ha recostado sobre una almohada y duerme. Durante Su sueño, se desencadena una feroz tormenta, y el pequeño bote se encuentra en gran peligro de naufragar.

Entonces, ahora, surge una pregunta muy importante: ¿Estaba o no estaba el Señor en ese momento con Sus discípulos? Uno podría decir las dos cosas. Él estaba – pero no completamente presente. Sí estaba, porque los discípulos Lo veían recostado sobre la almohada, en la popa del bote. Pero, por otro lado, no estaba del todo, porque el sueño en el cual había caído, Lo había apartado de los sucesos del momento. ¿Cómo interpretaron esto los discípulos? ¿Cómo reaccionaron cuando la tormenta se lanzó violentamente sobre ellos, mientras que el Señor seguía durmiendo sobre la almohada?

Es triste, pero cierto: El silencio del Señor, provocó en los discípulos la sensación de haber sido abandonados por Él. Lo vemos en su violenta reacción y su pánico, lo cual se relata en Mr. 4:38:“Le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?”. Lamentablemente, estas últimas palabras son una clara prueba de que el Señor, en el momento en que dormía, no era el Salvador para ellos. También es verdad que nuestro Señor se entristeció por la actitud de Sus discípulos, como vemos en Mr. 4:40, porque luego los exhortó severamente, preguntándoles:“¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?”.

Queridos amigos, esto también nos puede pasar a nosotros en nuestra vida de fe: Tenemos la sensación de que el Señor se ha escondido. Sin embargo, Él no se ha ido. Solamente está “en la popa, durmiendo”. En otras palabras: Por cierta razón, que el Señor sabe, las circunstancias son diferentes a las de ayer y a las de anteayer. Ayer y anteayer todo iba muy bien todavía, pero hoy tenemos que luchar y nos sentimos solos. Pero, tómalo como un hecho seguro: Aunque no vemos ni oímos, ni tampoco sentimos a nuestro Señor en ciertos tiempos, Él igual está; pues ¡Él siempre está con nosotros! Los tiempos en que las cosas son difíciles, en los cuales nos sentimos abandonados, muchas veces son tiempos de prueba y de preparación. El Señor quiere ver lo que realmente hay en nosotros, cómo está nuestra fe. Piensa en Deuteronomio 8:2. En aquel entonces, el Señor envió a Su pueblo Israel este mensaje:“Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos.”También nosotros, en nuestras vidas, somos probados en diferentes ocasiones.

En aquel entonces, el Señor que dormía en la popa era una prueba de fe para los discípulos. No era Su deseo meterlos en apuros y angustias, sino que quería que crecieran en su fe.

¡A pesar de lo que podamos estar viviendo, a pesar de que todo parezca apagado en y alrededor de nosotros – Dios no nos ha abandonado!

 OP – BREVE PAUSA MUSICALNo puede abandonarnos el que ha dado Su vida por nosotros. La muerte del Señor Jesucristo, el Cordero de Dios, fue lo peor que jamás un hombre en la tierra haya vivido. Jesús, además de ser el Hijo de Dios, también era hombre cuando murió en la cruz en el Gólgota.

El Señor fue crucificado a la hora tercera (según Mr. 15:25), esto es a las nueve de la mañana. Y a la hora novena – es decir, a las 15 horas – exhaló ese grito tan conmovedor:“Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”(así leemos en Mr. 15:34).

Esto significa que Jesucristo, cuando dio ese grito, ya hacía seis horas que estaba clavado en la cruz, en una horrible soledad. Mientras el Hijo estaba en la cruz, Dios el Padre mantenía Su mirada apartada de Él. Pues no era cualquier pecador el que estaba allí en la cruz, ¡sino que era el que había sido hecho pecado!, como lo leemos en 2 Co. 5:21:“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”.

Cuando el Señor Jesús estaba en la cruz, exteriormente no había nada que indicara que era el Hijo de Dios. Por supuesto que era Él mismo, sin embargo, no en su forma gloriosa y real. Al contrario, el crucificado era alguien completamente desfigurado, menospreciado por todo el mundo, al que nadie quería mirarle el rostro. Isaías escribió, al respecto, en el cap. 52:14 y en el 53:3, estas estremecedoras palabras:“… de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres… Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos”.

En lugar de experimentar la gozosa seguridad de estar cerca del Padre, el Señor fue atormentado por un terror paralizador. En lugar de experimentar una firme seguridad interior, el glacial silencio de Dios Le hacía temblar. En lugar de experimentar la mirada amorosa del Padre, solamente percibía una densa oscuridad. En lugar de experimentar un cálido afecto y un cordial amor desde lo alto, el infierno se arrojó sobre Él con todo su frenesí.

Él sufrió tal muerte, porque llevó en la cruz, en Su propio cuerpo, todos los pecados de todos los seres humanos de todos los tiempos. Pedro, en su primera carta, cap. 2:24, lo expresó así:“… quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados”.

Cuando Jesús fue crucificado, el cielo estuvo, literalmente, cerrado. El Padre apartó Su mirada, el Eterno Le dio la espalda, y el Hijo quedó completamente solo y abandonado en la cruz.

¿Por qué tuvo que andar por ese camino infinitamente terrible? ¡Para librar a muchos, muchos seres esclavizados, del poder del pecado y del diablo! Justamente, el profeta Isaías describe, de una manera maravillosa, en el cap. 53:10 al 12 de su libro, el propósito de los sufrimientos de Jesús:“Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje… por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos. Por tanto, yo le daré parte con los grandes…”

Maravilloso, ¿verdad? Y todavía es tiempo de gracia; hasta hoy, diariamente se agregan nuevos seres humanos justificados a Su linaje.

Pues es Jesucristo el que nos trasmite la adopción como hijos de Dios, por Su indecible sufrimiento y Su muerte en la cruz. Es por Él que podemos llegar a Dios y decirle:“¡Abba, Padre!”(como leemos en Gál. 4:6).

Sí, es por Jesucristo, por Sus espantosas torturas, que se rompió la cortina en el Templo y el camino directo hacia el corazón del Padre fue abierto. Y es así que ahora, para todos los que confiesan sus pecados, se convierten y ponen su confianza en el Señor Jesús, las siguientes palabras tienen plena validez: “… teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe…” ¡Amén, así sea! ¡Quien nos amó y nos ama de tal manera, jamás nos dejará solos!

 

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